Volver. Óleo Antonio Seguí 1998
Lo trajeron a la tierra o al mundo o a la
luz, las manos hábiles de la alta y gruesa Encarnación, partera prestigiosa en
ese sector de la ciudad al que no alcanzaban los escasos servicios públicos del
Estado. Lo puso sobre la palma de la mano derecha y con la otra barrió el
rostro del niño y dijo –es moreno, chiquito y aguileño-. Lo terminó de
acondicionar y lo puso sobre los pechos desnudos de la madre.
Ser aguileño fue el rasgo físico que marcó
la vida de Javier. La forma rapaz de su nariz originó el sobre nombre de
Condorico desde muy temprano. La madre morena y de baja estatura, hacía trabajo
de limpieza en el hogar de Carlos y Berta. Cuando habló del hijo que esperaba,
Carlos le comentó que no habría problema porque sería una compañía para Emilia;
pero la madre, entendió por un sentido de consideración, que ella y el hijo
serían un peso para ese hogar en el que trabajaba. Por eso dejó a Condorico,
luego de amamantarlo por tres años. Salió una noche de diciembre y no volvió.
Berta y Carlos trataron de encontrarla pero no tuvieron resultado.
Javier Condorico fue adoptado en silencio.
Cuando adquirió orientación en el espacio se encargó de comprar las cosas de la
casa en las tiendas y graneros del barrio. Al comienzo le anotaban en un trozo
de papel el listado de víveres por traer, luego puso en uso una nemotecnia de
grande a pequeño y grababa en su mente los artículos por el tamaño; prescindió
del listado y se convirtió en el mandadero de los vecinos de Berta. Creció
rápido el prestigio de Javier por el reconocimiento de Encarnación. Ella con su
mayestática figura lo saludaba siempre; –Mi aguileñito- le decía y se agachaba
hasta poner su cara contra la del niño. Por eso Condorico creció en prestigio y
reconocimiento. Seguro, corrió por el barrio el mandadero. Los días le dejaban
exhausto y en las noches soñaba con las aceras y el pavimento de las calles. El
afán de hacer bien su trabajo lo llevó a soñar repetidamente tener alas y volaba,
con autonomía para elevarse o descender, sobre el barrio.
Carlos y Berta decidieron matricularlo en
la escuela. Las primeras semanas le fueron traumáticas. Acostumbrado a correr
libre en el día, sintió el peso del claustro y la disciplina. El sentimiento se
agravó cuando en el tiempo del recreo orinó el pedestal de la Virgen del Rosario
puesto en el centro del patio, porque creyó poderlo hacer, así como orinaba en
la calle, cuando le llegaban las ganas. Encontró el dedo acusador de los
compañeros y la burla y el ser llevado por el maestro de disciplina prendido
del cuello de la camisa, a patio traviesa, hasta la presencia del director. No
supo explicarse; pero aprendió desde ese día la ubicación de los retretes, por
el olor del orín rancio. El escarnio público lo metió en la rutina de la escuela.
Entró en los juegos, muchas veces tomó iniciativa y otras impuso el correr
indefinido por el patio, como novedad, igual que si estuviera haciendo las
compras de sus vecinos de casa.
Salía de la escuela a la hora de la caída
del sol entre las montañas altas, adheridas a la ciudad. Javier Condorico
esperaba en la puerta amplia y alta de la escuela con la mano derecha a la
altura de la frente para taparle a los ojos los últimos rayos de sol. Los
esperados pasaron en carrera y le golpearon la espalda. Corrieron por las
calles del barrio dando gritos. Golpeaban la puesta de algún vecino para
reactivar la risa y la velocidad de los pies. Exhaustos, jadeantes llegaron a
sus casas vecinas. -Cinco muchachos en tropel es de respeto- decía Encarnación
al verlos llegar. Ella los admiraba. Sus ojos negros, pequeños, se iluminaban cuando
les tocaba los cachetes y los brazos y se decía par si: parecen una biflora en
flor. A todos los había traído a la tierra; por eso le gustaba verles crecer el
cuerpo. La alegría le salía por los ojos al ver la turgencia de las carnes y la
comparaba con una florescencia.
El más vecino, el más cercano, Alcides,
entró a la casa de Javier, por invitación de Berta a tomar chocolate. Alcides
se quedó, por la televisión, por la compañía, por el aire mejor comparado con
el de su casa llena de polvo. Se hizo sólida la entraña entre ellos. Venían de
la escuela juntos, iban juntos por todos los lugares que debían ir. La casa de
Alcides nunca llamó la atención de Javier Condorico. Allí había mucha gente.
Esos seis monitos me joden mucho -decía Javier cuando le reclamaban. Entre
ellos Juan Ladrillo, le caía más pesado. Era un muchacho robusto de cara roja y
con saludos abrasivos y se burlaba de su nariz. Javier se libraba de él por los
dos años que le llevaba en edad, la presencia de Alcides y los manoteos agresivos
necesarios. Alcides, Juan y los hermanos tenían trabajo permanente en el
depósito de materiales para la construcción del que vivía la familia.
El viento entraba con dificultad y el sol
calentaba en exceso el pavimento. La calle de Alcides y Javier era larga y sin
bermas. Las aceras angostas obligaban transitar fuera de ellas; daban a los
muchachos un sentimiento de amor por el afuera. Se hicieron adolescentes con un
aire de libertad sin el alcance de las manos de sus familias. Exploraron con
cuidado todas las callejuelas y callejones y por ahí les entró la yerba con
facilidad, en el corazón y la cabeza, por eso abandonaron la escuela. Ahora Caminaban
en silencio como si fuese difícil vocalizar los pensamientos y muchas veces en
la noche alta se metían en sus casas sin despedirse.
El barrio abandonado por el Estado, sufrió
el desgaste del pavimento. Huecos, baches, lodos, fueron el espacio y el tiempo
para animar la mezcla de yerba con barbitúricos. El cuerpo se les inclinó como
si a cada paso fuesen a perder el equilibrio. Encarnación les ofrecía agua
helada cada vez que creía salvarlos o sacarlos de ese mundo extraño e inasible
para ella. Cuando tuvo oportunidad les advirtió que le estaban dando mal
ejemplo a Juan. Él los está siguiendo y ya lo he visto con la varita de yerba.
Le falta poco para comenzar con la seco, como ustedes –dijo la mayestática
partera al cambiar el gesto maternal por una rigidez lacónica.
Javier Condorico y Alcides, se alertaron;
pasaron a hacerle seguimiento a Ladrillo y se sorprendieron porque visitaba los
mismos lugares y mayor fue el asombro cuando lo vieron acercarse a Emilia. Ella
posaba alegre por sentirse cortejada y admirada. Hermosa. Javier le tenía un
alto sentimiento de protección, por su belleza e ingenuidad y por ser la
muchacha más admirada del barrio.
Ladrillo progresó solitario. El cuerpo
grande y el afán de dominio lo dejaron solo. Su cara roja lucía apretada,
huraña, como queriendo mostrar un profundo descontento por todo; contra todo. Su
progreso con la seco y la yerba, lo hicieron temible. Se enfrentó a Condorico,
amenazó a Alcides, hasta hacerlos recluir en un sector del barrio. Por un pacto
tácito trazaron una frontera invisible y se respetaron el territorio. Llegó a
oídos de Berta noticias de atracos a transeúntes, hechos por Ladrillo. Javier
Condorico notó cambios en Emilia. La ingenuidad y candor se le desaparecieron.
Se mostraba dura, con un silencio que decía estar en aprietos. Ocurrió una
noche de octubre, cuando Javier vio en la puerta de la casa a Emilia llorar entre
los brazos fuertes de Ladrillo. Condorico se abalanzó sobre ese cuello rojo y
debió halar tres veces para hacer retroceder ese cuerpo grande. Ladrillo,
enfurecido giró, enfrentó la baja estatura de Javier y le descargó en el pecho
un puño que le hizo rodar. Los gritos de Emilia, sacaron de la casa a Carlos y
Berta. La familia vociferante espantó la agresividad de Ladrillo. Le vieron
casi correr tropezando con los huecos de la calle.
El año tornó hacia el fin. En la casa de
Condorico las palabras se hicieron escasas; pero la época festiva hizo que el
mal semblante de los rostros desapareciera con lentitud y firmeza. Ladrillo se
recluyó en su territorio y no volvió más con Emilia. Los dos amigos dejaron de
trajinar. Siguieron metidos en la yerba con seco; pero cada quien en lo suyo.
Alcides fue lejos, no paraba; utilizó con más frecuencia aguardiente e hizo
famosa su embriaguez más allá del barrio. Condorico se quedó rumiando la imagen
del puño de Ladrillo sobre su pecho hasta la obsesión. La yerba le traía desde
el fondo de su memoria los vuelos de sus sueños de niñez. Caía golpeado; pero el
caer se hacía lento y duraba en el tiempo.
El nueve de diciembre el sol fue implacable,
la fiesta de la virgen del Rosario celebrada en los dos días anteriores, dejó
resaca en los cuerpos y las aceras manchadas con parafina de colores. Condorico
se levantó con dificultad, dejó la cama y sintió el pensamiento pesado y lento.
Comió el desayuno que Berta le sirvió automática. Hacía tiempo que en la casa
se hablaba solo lo necesario; ese día decembrino fue igual. Condorico decidió
bañarse en la quebrada. Cogió la pantaloneta, se la puso en el hombro y subió
la montaña acosado por el calor ya generalizado a esa hora. Con las monedas que
aún le quedaban compro yerba y seco.
La tarde acentuó el calor. Las casas y las
calles del barrio estaban inmersas en el color de la incandescencia. El sol
terminó de caer tras las montañas y Condorico comenzó a recorrer la calle. La
cara roja de Ladrillo estaba permanente en su pensamiento. Llegó hasta su
puerta; entró a la casa descargó el vestido de baño y metió una navaja en el bolsillo
del pantalón. No atendió la voz de Berta que le llamaba a comer. Salió absorto
de nuevo a la calle. La imagen de su orín corriendo por pedestal de la virgen
de la escuela se le presentaba frustrante. La mano de Encarnación sobre su cara
amniótica recién parida, la asociaba a su nariz y al eco inicial de la palabra
Condorico. La mano maza de Ladrillo que golpea su pecho era la obsesión de la
presencia. Sabe dónde está Ladrillo. Alcides y él lo han mantenido bajo mirada.
Ahora camina hacia allá. -A esta hora debe estar sentado en la mesa de la
entrada del bar La Palma- Se dice.
A las ocho de la noche Condorico pasó su
navaja por el cuello de Ladrillo. Cuello que haló tres veces para librar a
Emilia del abrazo mal querido. Ladrillo daba la espalda a la calle y no vio
quien le cortó el cuello. Condorico corrió a meterse en su casa. Estuvo tres
horas con la boca seca y deseos imperativos de vomitar. A las once de la noche
llegó una patrulla de policía y lo capturaron bajo el cargo de asesinato
premeditado y alevoso, así mismo como lo denunciaron los muchos testigos.
Alcides y la familia sintieron propia la
agresión. Por la forma, por ser a traición, por no respetar la costumbre del
desafío y el franco duelo. Olvidaron las malas actitudes del hijo y acumularon
un odio y venganza contra Condorico. Alcides, recibió palabras de respaldo de
amigos y extraños. El barrio y la ciudad se llenaron de indignación por esos
hechos de sangre entre muchachos jóvenes. No faltó quien se alegrara por la
muerte de Ladrillo; había ofendido a muchos, en sus estados de yerba y seco. En
el bar la Palma hubo discusiones sobre Ladrillo. Alguien le tiró la culpa al
abandono en que el Estado mantiene la Juventud; pero otro dijo que ahí pagó
todas sus faltas y lo que se hizo fue justicia.
Javier Condorico entró en su segunda
reclusión. Lo metieron en una celda con muchos detenidos. Le informaron que en
la mañana lo pasarían ante el juzgado. Vio como se orinaban en un rincón de la
celda y de nuevo la imagen del pedestal de la virgen del Rosario que dejaba
correr su orín sobre el patio de la escuela. Salió del mundo de su imaginación porque
un brazo le apretó el cuello y muchas manos le saquearon los bolsillos. Sintió
los pies en el aire y cuando volvió la cara a tratar de ver quien lo atacaba,
vio muchos cuerpos quietos y rostros impávidos.
La condena fue de diez y seis años. Berta y
Carlos gastaron el dinero ahorrado en la defensa; hubo atenuantes: asesinó
impulsado por el uso de alucinógenos y por el maltrato que el occiso aplicaba a
su hermana. La buena conducta, el trabajo, la diligencia en las tareas de la cárcel,
bajaron los años de reclusión. Luego de nueve años estuvo de nuevo en la calle
y en la casa. Salió corregido, arrepentido, se creyó perdonado. Tomó confianza
en la calle y en el barrio. Los saludos que recibía le convencían más cada vez
del olvido de la gente. Volvió a la quebrada a bañarse, a ser el mandadero. El
cuerpo grande y viejo de Encarnación lo saludaron sin ningún reproche en la
cara.
La calle ahora pavimentada, el calor
decembrino, el ambiente festivo, mostraban diez años de curación de las heridas
y diez navidades ausentes y la disposición de gozar esta, porque tiene el signo
del perdón. Condorico, confiado vuelve a la yerba y la seco. Vuelve a buscar a
Alcides y lo encuentra. Ve el viejo amigo como siempre, aunque más adulto; las
palabras tienes el mismo signo de complicidad y Javier se convence de que el
perdón existe porque él lo ha decretado.
Javier Condorico amaneció sentado en el
quicio de una puerta que nunca se abría, equidistante entre su casa y el bar la
Palma. Los testigos dijeron a la policía, verle ahí sentado desde muy temprano
en la noche y ver mucha gente que se acercó a bridar con él, en repetidas
oportunidades. Alguien se percató de su muerte por la inmovilidad, por los ojos
abiertos, de un azul mortal, por la rigidez. Así con la pose sedente lo
metieron en el auto policial rumbo a la morgue, entre la gente curiosa. A Berta
y Carlos les dijeron, cuando se les entregó el cadáver, que lo habían matado
con una aguja larga y por eso no hubo sangre derramada.
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