El diluvio de Noah. Grabado de Doré 1875
El clamor fue
generalizado. -Hombre vení a jugar que nos falta uno; no dañés el partido- le
decíamos en coro. Isaías decía no con el dedo índice y se quedaba sentado y
quieto en el andén al lado de Tomás, quien no jugaba por la negativa de Isaías.
El partido tenía sentido con dos equipos iguales en número y la actitud de
Isaías condenaba por esa vez al banco, a Tomás. El futbol lo jugábamos en la
calle, con pavimento de ocho metros entre las aceras, sin bermas verdes. Por
eso la pelota de plástico nunca salía del campo de juego y el partido era casi
indefinido. Sólo lo interrumpían los goles cantados hasta el éxtasis o los
autos.
Estas imágenes,
vienen a mi cabeza, por ver a Isaías vestido con el uniforme de bombero
vociferar a través de un megáfono -¡corran que se vino la represa!- Él está
ubicado en la puerta principal del palacio de gobierno de la pequeña ciudad.
Dirige el aparato en todas las direcciones, con un gesto de angustia y en
actitud de héroe salvador. Me pregunto por el cómo ha podido llegar a hacer
eso, si después de los partidos, agotados y sedientos hablamos de todo lo que
pasaba y entre muchas cosas nos ocupábamos de la represa construida quince años
atrás por la empresa textil de la ciudad, para sacar energía. Las aguas
contenidas estaban ubicadas en lo alto de la cordillera y cuando las
referíamos, las pensábamos sobre nuestras cabezas y sobre la ciudad. Su
desborde llegaba en el lenguaje y en los sueños en forma de diluvio universal.
Pero muchas veces concluíamos que nada pasaría, porque la ciencia de la
construcción era avanzada y el agua poca, en comparación con el diluvio.
Isaías vocifera y
pienso en Él. De los que jugamos al futbol entramos en conocimiento por estudio
o por lógica de la imposibilidad del derrame de esas aguas. Han pasado
cincuenta años desde aquel partido del ruego y golpea mi cerebro el concebir el
de Isaías detenido en la imaginería de unos muchachos de diez años. Isaías
vocifera, mesiánico, por el megáfono y su cuerpo se agita, casi convulso. Da un
paso en la dirección de su cara y su voz. Quiere irse de cuerpo entero por el
mecanismo del aparato, para llegar a los confines de la pequeña ciudad y
encarar a todos para decirles –Vean que siempre fue cierto el peligro de
inundación y nadie hizo nada-.
Este Isaías infante
era de esperarse. Los partidos de futbol callejero, nunca le llegaron como a mí
y a los demás muchachos. Los rehuía por malo para mover la pelota y por orgullo,
porque era el mayor de todos y quería ennoviarse con una de las muchachas de la
calle, nuestro lugar. La pelota aparecía todas las tardes y los domingos a toda
hora; los partidos de futbol eran nuestra mejor manera de estar en la vida.
Isaías se atrevió una vez a participar. La pelota le pasó y rosó todas las
partes de su cuerpo. En las dos horas de juego la vio pasar, no dio pie con
bola como decía Tomás. Al final del tiempo de juego, de nuevo exhaustos, sentados
en el andén, repasamos los viejos temas y descubrimos que Isaías jugaba cuando Lilian
no estaba en casa. Ella vivía en el centro de la calle, nuestro campo de juego
y era nuestra más asidua espectadora. Lilian tenía baja estatura, piel muy
blanca, ojos verdes claros y era robusta. Ella no salió a la puerta ese día a
vernos jugar; por lo que no hubo necesidad de decir nada. Entendimos que Isaías
jugó porque se avergoñaba de las muchachas, por jugar con unos muchachos
menores. Quería dar muestras de madurez y seriedad con quedarse quieto y
esconder sus deseos.
Isaías era el mayor,
de más estatura que todos nosotros, tenía la piel ceniza y un rostro casi
inexpresivo; el más ingenuo y de menor labia. Tomás y yo teníamos el pacto de
explotar los miedos de todos y en especial el de Isaías por las aguas de la
represa. Tomás hacía siempre el mismo recuento de las veces que el demonio se
apareció en el barrio y a pesar de ser el mismo relato cada vez producía más
temor. Yo refería la represa y muchas veces aconsejé a los que escuchaban conseguir
una barca para navegar sobre las aguas desbordadas, que llegaran a inundar la
calle de nuestros juegos. Esos miedos metidos en las cabezas de los muchachos
venían de los mayores y de la fabulación general de los habitantes de la
pequeña ciudad. La empresa textil organizaba visitas guiadas a la represa. Muchas
veces permitía cruzarla en embarcaciones o hacer pesca; pero esa experiencia en
vez de sacar el temor, afianzaba la convicción del diluvio posible.
Lilian desposó a
Isaías. Bastó una señal para que este dijera sí. El hecho contrario nunca se
habría dado. Isaías no habría propuesto nada. La pareja se fue del barrio y
tras ellos nos fuimos muchos a tejer las historias particulares de cada quien.
Los partidos de futbol, la calle pavimentada, Tomás, Isaías y su mujer, vienen
a mi cabeza, por verlo vestido con el uniforme de bombero vociferar a través de
un megáfono -¡corran que se vino la represa!
Se de las intensas
lluvias del presente. Se de las laderas areniscas de la cordillera. Se de las
avenidas de lodo y piedra varias veces trágicas para la pequeña ciudad; pero hoy
coincidió una avenida catastrófica de la quebrada del Barro, en la geografía de
la represa, con la llegada de Isaías al mando de los bomberos. La avenida arrasó
las viviendas construidas en el cauce o cerca, con sus dueños y habitantes. No dio
tiempo a nadie de correr. La magnitud de la masa de lodo y piedra llegó
magnificada a oídos del mando y en la cabeza del mando tomo la dimensión de un
diluvio local, necesario por la fuerza de la tradición. En pocos minutos la voz
del megáfono se convirtió en la voz del pueblo y esta, en verdad incuestionable.
La materia de esta voz se ve. Las gentes llevan sobre sus hombros los más
preciados bienes. Corren en busca de alguna altura que los salve de las aguas
desbordadas. El transporte está colapsado. Todos han perdido la dimensión de
las cosas. La catástrofe llega con lentitud y permite ponerse a salvo, como
ocurre con todo lo originado por el pánico.