miércoles, 22 de julio de 2015

Entre rojos y negros

Mark Rothko. Negro, rojo y negro, 1968. Óleo y papel encolado sobre lienzo.

Decía que se casó y vivió más por azar que por amor. No tengo memoria de antes de su matrimonio porque ella solo hablaba de su frustración. Cuando se refería a esos tiempos, decía que se casó por un poema que Arcesio le recitó al oído en un baile de cumpleaños. Hablaba de su vida a veces con alegría, pero en general lo hacía con tristeza honda. Yo visitaba su casa con regularidad. Estudiaba con sus tres hijos en el liceo. Ellos también hablaban de Arcesio con sentimientos cruzados. Ese recurso de invocar al padre, varias veces en nuestras charlas, me creó una gran expectación por Arcesio. Comencé a imaginarlo con la estatura de Miguel el mayor, porque mi madre decía que el primer hijo siempre saca la altura del papá. Imaginaba a Arcesio de piel blanca y ojos negros como lo era Luz Estela, la segunda. Lo imaginé con el pecho tirado hacia adelante como Juan el menor.
 
Me acostumbre a esas imágenes y recurría a ellas cuando escuchaba sobre él. Antes de terminar el liceo, Miguel y yo, nos metimos en una pequeña empresa. Nuestros conocimientos sobre dibujo, adquiridos por intuición y observación de un vecino que pintaba sobre lienzos al lado de una ventana ancha y alta, nos sirvieron para esa aventura empresarial. Altagracia vio con buenos ojos nuestra aventura y permitió instalar en el solar de la casa una ramada. Hicimos gala de un extraño sentido de bricolaje y armamos un techo y unos bancos de trabajo con maderos y tejas metálicas que Arcesio había dejado años atrás arrumados en un rincón. Miguel, tomaba los maderos, los inspeccionaba e invocaba la forma como Arcesio pudiera hacer el trabajo en que estábamos metidos. -Vamos, el no está, hagámoslo nosotros- le tenía que repetir varias veces.

En ese taller improvisado hacíamos estampados sobre tela y papel. El mayor cliente, nos ocupaba, cada vez que había una huelga de obreros. Ricardo creció con nosotros en el barrio. Nos aventajaba en años y experiencia de vida. Cada vez que podía nos hablaba de la clase obrera, su misión en el mundo y por eso Miguel y yo resultamos expertos en dibujar puños en alto y la figura del Che Guevara. Lo hacíamos de memoria para combinarla con los mensajes que Ricardo traía anotados en un cuaderno. -Letra y figura con eso hagan una buena composición, siempre con los colores negro y rojo- decía tomando un aspecto solemne.

En la noche de un lunes de julio, Ricardo nos llevó por algunos barrios del occidente, para mostrarnos lo que hacía con los estampados. Terminamos participando en la actividad. Con engrudo pegamos los papeles impresos en muchas paredes. Y al final una patrulla nos detuvo y encarceló en la única estación de policía de la ciudad. Nos interrogó Pedro Pablo, un policía vecino. –Muchachos ustedes son menores de edad, no se dejen echar carreta de esos revolucionarios güevones- dijo hablando en voz alta, pero sin enfado. Una hora luego, llegó Altagracia, firmó un papel y con ella, volvimos al barrio. Ricardo salió después. Ella me dejó en casa y siguió con Miguel dándole reprimendas. Escuché que decía: -claro, apuesto a que si Arcesio estuviera no me ponías en estas. Lo que es criar hijos sin padre; pero es mejor así que vivir con un borracho infiel- Altagracia siguió hablando al caminar; escuché su voz evanescente e incomprensible. Los mismos reproches me tocaron antes de dormir.

Volvimos luego a lo mismo. Altagracia nos habló del trabajo: -ustedes solo hagan sus dibujos, no tienen porqué salir de aquí a exponerse a los peligros de la calle y menos de noche- dijo con angustia; ella quería nuestra pequeña empresa. Muchas veces recibimos algún dinero de sus ahorros para las necesidades del taller.

Corrieron varios meses. Habíamos perfeccionado el trabajo y Ricardo Traía más. Una tarde, las alambradas de secado de los impresos estaban repletas de papel colgado con cuidado. Tenían la inscripción: “Viva el 1º. De mayo combativo y clasista”. Cuando la luz del día se iba escuché unas palabras de saludo con extrañeza, que llegaban de la puerta de entrada de la casa. No entendí bien lo que se decía, seguí deslizando la tinta sobre el bastidor y observaba absorto la impresión, porque había que mirar con detenimiento cada reproducción. Sentí una presencia no habitual. Miré ese cuerpo y descubrí la estatura de Miguel, La piel blanca y los ojos negros de Luz Estela, el pecho tirado hacia adelante de Juan. Innegable! Era Arcesio. La imagen en la memoria coincidía con el padre de la familia. Nos saludó amable. Miguel tomo la expresión que delataba sus sentimientos cruzados. Al fin se habló entre todos de lo que se hacía en el taller. Altagracia le reprochó su presencia y lo invitó a marcharse con ademanes amenazantes. Arcesio se enfureció, se acercó al oído de Miguel y le dijo: -esa madre tuya es una puta-. El hijo levantó la mano contra el padre; el puño de Miguel cayó sobre el pecho; le hizo perder el equilibrio y caer de espaldas contra el suelo. Arcesio se levantó con rapidez y soltó una andanada de palabras contra nuestro trabajo. Terminó amenazando con denunciar ante la policía a los hijos por subversivos y a la esposa por alcahueta. Nunca lo hizo. El taller siguió hasta morir de muerte técnica y Altagracia nos admiró siempre y habló bien de la pequeña empresa ante los vecinos.

viernes, 3 de julio de 2015

Liana y la Casa Blanca

Sorprende todo lo que allí ha ocurrido. Los acontecimientos mientras sigan depositados en la memoria cotidiana y sean dichos en las charlas diarias u ocasionales pasan intrascendentes sin afectar a nadie; pero cuando de ese acervo se saca uno para ser narrado en su particularidad sorprende y asombra.

Ese acontecimiento puede ser lo que se escuchó en el barrio Andaluz, por los días cuando los alcaldes fueron reemplazados por militares del ejército nacional. Se contó que la hija menor de Obdulio amanecía en la calle y que tenía un amante mayor que ella.

Se hablaba de un encuentro muy particular de una mujer y un hombre, ella adolescente y el de veinticinco años. Él acostumbraba tomar licor en las tabernas, bares y cafés de la avenida principal de pequeña ciudad. Era un hombre bajo, robusto de piel blanca y vivía en una casa vieja de tapias y puertas altas pintadas siempre de blanco. Por eso en la pequeña ciudad lo apodaron Casablanca, además por ser un dicharachero de amistad fácil. Una noche de diciembre, en la taberna Rondalla, cuando el licor corría libre, entró en amistad con el Zurdo Naranjo. Ambos se sinceraron sobre sus actividades y el querer ser. Casablanca le dijo que hacía tiempo admiraba su rápido progreso, sus mujeres y sus autos y que en él tenía un amigo de plena confianza y colaboración.

El Zurdo Naranjo se había enriquecido traficando cocaína hacía los Estados Unidos y metiendo en el país armas para la guerrilla y las bandas armadas de la mafia. El Zurdo encontró en Casablanca un cómplice. Ambos desde aquel diciembre hicieron una alianza estrecha y de mutua fidelidad.

Ambos convirtieron la pequeña ciudad en un fuerte de bandas, milicias armadas, muerte y terror. Reinaron amplia, pero no largamente. Casablanca tenía muchas amistades, le quedó fácil distribuir entre los muchachos de las esquinas, dólares y mantenerlos dispuestos y pertrechados. Una noche reunió cincuenta de ellos, los metió en doce automóviles. Los distribuyó por las calles de la capital y atacó las droguerías y negocios de un mafioso enemigo del Zurdo. A pesar de ello, Casablanca se mantuvo en un bajo perfil. La fama y culpa de los que pasaba en la pequeña ciudad caía sobre el Zurdo.

Ese poder fortuito generó una reacción de las instituciones y ocurrió que el alcalde, depositario, del poder civil fue sustituido por un jefe militar. El gobierno se declaró incapaz de controlar la fuerza del Zurdo con la legalidad. Así cayó el dominio del Zurdo Naranjo. Se le encarceló, se intentó enjuiciarlo, intentó huir y le aplicaron la ley de fuga. Lo mataron huyendo de la policía.

Casablanca, en la pequeña ciudad, quedó con la fama del Zurdo pero sin suficientes contactos. Por su bajo perfil no fue perseguido, después de todo, siguió en la Rondalla de la avenida principal. Se le veía siempre rodeado de mujeres adolescentes, muy niñas. Su fama era un atractivo para los jóvenes. Su hazaña se convirtió en valor ético y moral.

Una tarde cuando se iniciaba la competencia de músicas a alto volumen en la avenida, se encontraba Casablanca en la Rondalla con un grupo de mujeres y hombres en la misma mesa. A las seis entró Liana, joven, adolescente, casi niña, con paso firme se acercó a Casablanca y le dijo al oído -Quiero estar con vos-. Casablanca la invitó a sentarse a su lado y conversaron largamente. Liana estaba decidida a ser adulta aunque no tuviese la edad. Su figura había ganado estatura a fuerza de estirar el cuello y el dorso. Reía poco, terminaba con un ademán de aprobación los cuentos de Casablanca. Liana se quedó esa noche con él. Luego, se veían en el día, porque Obdulio amenazó a Liana con expulsarla del hogar si volvía a amanecer en la calle, fuera de casa.

Liana tomó un aire de mujer adulta, extraño para los vecinos del barrio Andaluz. La gente se lo explicaba contando la historia de la adolescente amante temprana de un mafioso. Eso no era oculto, se les veía en los autos último modelo por las calles. Ella por fuerza del contacto conoció los amigos y enemigos de Casablanca, también supo de los lugares escondrijos de dinero y armas, herencia del Zurdo. Herencia reclamada por muchos, por otros capos de la pequeña ciudad y otros, más poderosos de la capital.

Cuando secuestraron a Liana, la relación con Casablanca tenía dos años. Todos buscaron a Liana, la policía, la familia, los vecinos, y claro, el mismo Casablanca. Liana apareció dos meses después, le explicó a su amante que estuvo de visita en casa de unos familiares, que no hubo ningún secuestro. Casablanca entró en cólera por el robo que le hicieron en uno de sus escondites. Sin pensar otra cosa puso todas sus sospechas en la ella. Luego de una semana sin verla, la llamó e hizo que saliera de casa y la mató en pleno día, mostrando no importarle esconder el crimen, porque sabía que tras el robo de ese escondite vendrían los otros. Casablanca reaccionó contra Liana y contra quienes la secuestraron pero en esa guerra cayó acribillado en la misma calle donde la mató.