lunes, 28 de diciembre de 2015

Una pareja, un niño y una pistola



Linóleo de fabián Rendón
A veces gustaba caminar cuesta abajo, del parque central hacia la casa. Sabía que era largo el camino; pero sentía placer pasar por el mercado, los bares, el puente sobre la quebrada La García y ganar el llano de Niquía, que rodeaba las casas de antejardín, separadas por calles amplias con calzada de concreto. El barrio era nuevo, comparado con los del centro histórico de la pequeña ciudad. Las viviendas de ladrillo estaban colonizadas por pequeños saurios a diferencia de las viejas, construidas en tierra apisonada, en forma de tapias altas, colonizadas por escorpiones de aguijones venenosos. Gustaba del cruce de olores del mercado, oler el anís del aguardiente exhalado por los bares y el viento que surcaba el puente lleno de un acre olor de vegetales tronchados arrastrados por el agua turbia.

Otras veces tomaba el bus, siempre atestado de gentes venidas de Medellín o que solo les disgustaba recorres la cuesta abajo y enfrentar el paisaje urbano. El recorrido, de cualquier modo lo hacía dos veces por día porque estudiaba el bachillerato en el Liceo cerca del parque central. Ahí se graduó y construyó unas relaciones sociales con gentes del rededor. Terminó con dos tipos de relaciones de amistad. Unas en el barrio y otras en el centro histórico de la pequeña ciudad.

En el barrio le gustaban los relatos de los vecinos más antiguos, que le referían historias del sufrimiento de los indígenas torturados por los conquistadores españoles. Se explicaba la gota de sangre caída desde el techo, sobre la mesa del comedor, un veintiocho de diciembre, como el anuncio de la agonía por tortura, flotante aún sobre los llanos de Niquía. Para aquella vos popular, esas tierras seguían ocupadas por las almas de los niquías sometidos por el arcabuz, la espada y la cruz. El crujir de las cosas, la ocupación de las calles por bultos en movimiento, el envolate de los traseuntes por los caminos rurales aledaños, podría ser causado por las ánimas de los indios o por la de los colonizadores que se mataron entre ellos por la ambición y quedaron errantes pidiendo venganza ante la crueldad sufrida.

Estos convites de antejardín cruzados por aguardiente y marihuana, le dejaron un goce por el ejercicio de la imaginación. A veces se creía el único con un sentido extraordinario para trasladarse al espacio-tiempo de las narraciones. Luego de graduase en el Liceo leyó toda la obra de Herman Hiss e imitó al Lobo Estepario, muchas noche cuando recorría los bares del centro histórico de la pequeña ciudad. Claudia, amiga y compañera desde la niñez siempre le acompañaba. Con los amigos del Liceo asumieron con mística el pensamiento marxista y ambos leían, muchas veces hasta el amanecer los libros que les pasaban. A él le apasionó especialmente el Que hacer de Lenin, porque –decía- tenía contenido práctico y era un derrotero. En grupo recorrieron todos los territorios de la ciudad, urbanos y rurales, en un debate sin fin sobre la revolución comunista. Participaron en células, distribuyeron propaganda. Estuvieron en todas las carpas de obreros en huelga para enfrentar a los desviados, quienes defendían otras formas de hacer la revolución.

La pareja llegó a la universidad. Se metieron al programa de filosofía. Corrían los años setenta. Claudia abandonó los estudios luego de un año. Le dijo una tarde de caminada por el centro de Medellín –compa, te quiero mucho, pero no pienso seguir sin dinero. En mi casa no hay nada para vivir. Mis papás están muy viejos y es necesario ayudarlos. Me voy a buscar un trabajo en el que gane un salario- Él la tomó de de un brazo; y detenidos en una esquina con muchos transeúntes le habló trascendente, con los ojos puestos en los de ella. Quitó la palabra amor de su lenguaje y dijo –Claudia, nuestras vidas no nos pertenecen. Le pertenecen a la revolución. No podemos pensar en nuestro interés personal. Es necesario ser colectivos y ser dialécticos en la conducción de la relación tanto interpersonal como con los otros. Si insistís en tu interés personal estás traicionando la revolución-.

Claudia miró los ojos negros de él, que refulgían autoritarios. Calló por unos instantes. Sintió la ciudad a su rededor, el ruido, el smog, el trajín y su propio sudor copioso por el cuestionamiento entre ambos. Luego dijo resuelta –compa, ya tomé la decisión. No vuelvo a la universidad. Voy a trabajar para conseguir que llevar a la casa-. Él le soltó el brazo, le dirigió una última mirada de censura y se fue presuroso.

Se dedicó a los debates de grupo. Le sacó punta a la revolución inmediata. Los días y las noches se le convirtieron en un tiempo que cada vez acercaba más la gloria de las masas liberadas del yugo burgués. Pero en vez de la gloria de las masas, conoció a Gloria Echavarría, líder y siniestra en momentos conspirativos. Vivía sola en un apartamento del centro de la ciudad, de su propiedad. Él simpatizó de inmediato con ella. Coincidieron en las mismas lecturas, las mismas militancias, los gustos y en especial, ambos sentían la revolución a la vuelta de la esquina. Cuando tomaban aguardiente y fumaban marihuana, la imaginación se les anclaba en las lecturas hechas y la palabra discurría indefinida sobre la nueva sociedad, el nuevo ser humano, por fin la felicidad que proporciona la distribución de los bienes por el principio socialista de a cada quien según sus capacidades y según el tipo de trabajo.

No llegó la revolución pero si un hijo. Lo llamaron Vladimir. Le dedicaron todo el tiempo. Aplazaron los estudios académicos, la militancia y las correrías subversivas por las carpas obreras de la región. Recibieron la visita de un compañero, quien vino a reclamarles por la ausencia. Ese llegó con una pistola en una mochila de fique y se las puso en las manos para que la sopesaran. No medió ningún debate. Fue un encuentro de gestos y signos: una pareja feliz, un niño y una pistola. El compañero comprendió. Vio una pareja de revolucionarios transformados en padres educando un hijo; se fue sin reproches y ellos pensaron quedos en el hijo, la pistola y la revolución aplazada en sus cabezas.

Él, luego de dos años, tomó una expresión extraña, le perdió el gusto a todo, volvió a embriagarse. Su imago entró en barrena, también su corazón y de golpe su historia particular se volvió obsesiva. Los indios niquías entraban en sus sueños. Claudia llegaba muchas veces vestida de negro en sus duermevelas y le miraba con una fijeza autoritaria. Se preguntaba la causa de su desazón y se respondía: -lo hemos hecho todo por la revolución y no ha llegado. Tanto sacrificio tanta fuerza… No hay sentido-.

Volvió a la casa de la pequeña ciudad. Una tarde fue invitado a uno de los convites de antejardín. Pero lo encontró aburrido. Fue a su cuarto tomó un esferógrafo y escribió en un cuaderno una larga perorata sobre la revolución aplazada indefinidamente. Él pasó por voluntad propia a descargar una gota de sangre sobre la mesa de los comensales que le recuerdan.

martes, 15 de diciembre de 2015

La historia de varias maneras

Ideología marxista de Artelista óleo sobre papel


Vivir como pez en el agua, es saber moverse en el medio acuoso y tener el cuerpo adecuado. Un cuerpo hidrodinámico. Esta imagen la tomo de una referencia que hizo Michel Foucault sobre Carlos Marx. Dijo que Marx se movió intelectualmente en el siglo XIX como pez en el agua. Imagino un Marx con un pensamiento pertrechado con todo ese bagaje de culto a la ciencia, como medio y cuerpo, apropiado para ese siglo.

Marx cogió la cultura por la historia. Elevó a un estado científico la historia, luego de una crítica demoledora de la historia idealista de Hegel y de los filósofos enciclopedistas e ilustrados. La historia después del marxismo tiene un cuerpo apropiado para moverse en la cultura moderna. Tenemos una historia exacta obediente del método, al menos hasta la segunda posguerra, momento en el que la crítica ilustrada se trueca en crítica del discurso desde un plano lingüístico. Esta crítica descentra la historia de la cultura occidental. Enfrenta la historia de génesis científico-técnica de los europeos y sus conquistados, con la historia de otros pueblos con una cultura de base mítica o mágica.

Ese cotejo hace concebir la historia de varias maneras y es posible pensar que hubiésemos entrado en una babelia respecto al tema, porque hoy el discurso de la historia tiene matices individuales. Cada historiador maneja lo básico del método. Nombro: los archivos escritos, orales, magnéticos; las huellas monumentales, el arte plástico, el arte literario y los productos de la arqueología.

Ese básico, en manos e imaginación del individuo historiador, adquiere un giro personal. El sometimiento, de lo hallado en lo básico del método, a la crítica, produce un discurso histórico con ribetes científicos. Se cumple con el mandato moderno de enfrentar el mundo: Archivo – estadística – crítica – tesis histórico científica. Pero debe advertirse que se está en el plano de lo cualitativo y por eso, en el plano de la interpretación. Este mundo del imago de la interpretación, de la comprensión, nos saca del culto del progreso moderno, de la ciencia histórica exacta y verdadera y nos lanza al mundo movedizo del sujeto particular. El mundo del nombre, de la palabra y de la percepción de ser creadores indefinidos.

La crítica a la modernidad ilustrada, a partir del primado de la lengua, de la lingüística, hecho del siglo XX, produce una historia en libertad, plena de comprensión y cualidades. Ya no es posible hablar de la historia sino de historias. Tantas cuantos pueblos hallan. La historia universal, proyecto moderno, se ha disuelto. Ese constructo se separó de la humanidad y se convirtió en una divinidad extraterrestre y quien accediese a ella por medio del espíritu científico adquiría derecho en su nombre a esclavizar los seres humanos.

La historia juzgará; la historia me absolverá; la historia exige que quien no la comprenda tiene que repetirla; la historia es sabia; la historia liberará la humanidad de la opresión … Son sentencias construidas a partir de considerar la historia como algo que comanda el devenir humano. Por eso, esta concepción de la historia ha quedado en el haber cultural del poder moderno de derecha o de izquierda, hasta hoy. Este fenómeno mental del ser humano moderno da pie a algunos aforismos así:

Desde algún lugar metafísico, la historia universal comanda el destino humano. Es la raíz cristiana de la modernidad en operación.

Los seres humanos hacen la historia pero no son consientes de eso, no saben que la hacen. Es la metafísica de los movimientos políticos redentores.

Los que no conocen la historia están condenados a repetirla. Es el camino inexorable de la humanidad, de tener que cumplir con los dictados de quien accede a la ciencia de la historia y en el nombre de ella traza las conductas.

La crítica del lenguaje, nos permite ver la facticidad del poder hablar, como la construcción de un animal, por efecto de la acción físico mecánica de su cuerpo. El lenguaje no es un don y tras él, el mundo metafísico de los dones (el trabajo, el verbo, la historia, la razón, la ciencia, la religión y el etcétera de la cultura).

La crítica del lenguaje deja concebir al ser humano en un transcurrir no acumulativo y por eso mismo metido en alternativas de vida sin plan. Alternativas que son creaciones. La crítica del lenguaje obliga a concebir el ser humano como un creador y no como una criatura. Toda la cultura es un constructo incluido el mundo y la realidad.

La lingüística y la paleontología desde el alba del siglo XX, hallaron la condición básica para concebir el ser humano: el lenguaje (producción de sonidos con el órgano de la lengua. Lenguaje articulado). Cada pueblo organizó su lengua a través de su existencia y relación con la materia. Construyó una imagen del tiempo y de sí mismo, una cultura. Esas culturas tiene muchos universales, menos la historia. Es universal la facultad del lenguaje pero no lo que se hace con él.

Vivo en una ciudad de quinientos mil habitantes que tiene un Centro de Historia y escribo estas palabras salientes de mi lenguaje callado, porque un político exalcalde de Bello, escribió: Si los del Centro de Historia de Bello son historiadores yo soy filósofo.

La historia no se reduce al recuerdo de anécdotas y pasajes. No es sacar información de los archivos y unirlas con alguna coherencia de tiempo y lugar. Por lo dicho atrás la imagen de la historia que podemos elaborar está en el fundamento de la cultura y según el tipo de acercamiento con ella, depende nuestra conducta para los demás y con la humanidad.

Ser historiador o ser filósofo, no ocurre por un autodecreto y menos por el embeleco de la afición. El mundo que habitamos ha tenido desde siempre al aprendiz y al consumado en todos los campos de la cultura, y en ellos se sufre del efecto Kruguer: el necio habla con seguridad y el docto concede el beneficio de la duda.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Tío Miro es inmortal





Miguel Ángel. Detalle Capilla Sixtina

La caja mortuoria está diagonal en una habitación pequeña con puerta a una calle sin pavimento. El cuerpo viejo, rígido, de cabellos blancos largos yace dentro. Es el cuerpo del abuelo Teodomiro. El ataúd lo ubicaron en diagonal. La cabeza del abuelo está en la esquina contraria a la puerta de entrada de la casa. Esa posición, dicen los tataranietos presentes, la tomaron porque había que ser raro en todo lo que se refiriera al abuelo. Él vivió la vida con rareza, afirmaron con expresión atónita, como si no creyesen ver a Teodomiro muerto. Son las siete de la noche. Afuera estaba oscuro y adentro solo dos largos sirios amarillos encendidos llenaban la habitación de una luz mortecina. Al lado de la puerta de la calle hay una ventana más larga que ancha. Desde el ataúd se ven muchos ojos con pupilas de blanco contrastante tras la ventana; parecen ojos autónomos, con movimiento propio y sin el rostro a que pertenecen. Y es porque todos los rostros tras la ventana son negros iguales a la noche en la que están. Todos esos ojos miran atónitos la caja mortuoria, parece que esperan ver levantarse la cabeza augusta de pelo blanco largo hasta los hombros y barba larga hasta el ombligo, también blanca. Él les hablaba de la inmortalidad de su cuerpo. Dijo haber participado en la guerra de los mil días, de veinte años y sobrevivió porque las balas torcían la trayectoria cuando se acercaban a su cuerpo. Eso lo convenció de participar de la inmortalidad.

Vecinos y parientes hablaban así de él. Luego de la guerra, profundizó su interés por la masonería. Mezcló esoterismo, gnosticismo e hinduismo. Dicen que una tarde soleada, salió de casa con una sábana blanca diestramente plegada a su cuerpo, sin ropa interior. Bajó por la larga calle de la vieja fábrica textilera, hacia el parque Santander. La gente anunciada por el golpe rítmico de su bastón rojo y oro, sobre el cemento de las aceras, salía a verle. Esa tarde, bajo la sombra del piñón crespo, árbol mayor del parque, fue cuestionado por un grupo de paseantes sobre su excentricidad. Él levantó el bastón y con ira dijo ser el Rajá de la selva donde vivía y que si le molestaban haría caer sobre la ciudad una tormenta con truenos ensordecedores. Por la ira y la premura, la sábana dejó ver parte de su pubis; pronunció la palabra rajá, sin acento agudo. Los paseantes escucharon ¡Raca! Ese fue el nombre que la tradición sobrenombrera de la ciudad, le puso al abuelo Teodomiro. ¡Viene Raca, vamos a verlo! Exclamaban dentro de las casas cuando se escuchaba el ritmo del bastón. A los nietos les dio pereza pronunciar el nombre de Teodomiro y terminaron llamándolo Tío Miro.

El ataúd de Tío Miro quedó solo a las nueve de la noche. Los cirios comenzaron a deslizar parafina caliente y líquida por sus lados, al tiempo que se avivaban sus llamas. Los asistentes apiñados en la ventana por el lado de la calle sin pavimento, hablaban sin cesar del abuelo. Uno de los más jóvenes invocó el nombre de Raca y fue censurado, porque todos sabían que a él no le gustaba ese nombre, impuesto por un pueblo inculto deformador de las palabras -¿cómo confundían la palabra Rajá con una bobada sin sentido?- dijeron que decía. La voz común siguió: Participó en la organización de un grupo liberal con veteranos de la guerra. Obtuvieron resonancia provincial y lograron varias diputaciones y un gobernador. Una vez llegó al palacio de Calibio, sede de la gobernación, y por efecto de la magia que decía practicar, nadie le impidió la entrada. Lo encontró un guarda sentado en la silla del gobernador. El guarda al ver la imagen de ese hombre de barbas y cabellos largos blancos, gritó -Señor, ¿usted quién es?, esa es la silla del gobernador, ¡Salga de ahí!- Tío Miro, puso sus ojos enrojecidos en la figura del guarda. Luego de llenar el ambiente de tensión, levantó el brazo derecho, señaló el cuerpo del hombre y dijo: -Yo soy Teodomiro Hidalgo, vivo en la selva, estoy sentado en la silla de mi compadre y si no se quita de mi presencia, esta silla volará convertida en astillas punzantes contra usted, ¡impertinente!- El guarda salió de la oficina con ademán de buscar ayuda y convencido de estar frente a un loco; pero en ese momento llegó el gobernador y saludó calurosamente a Tío Miro.

La noche estaba serena. Una mujer morena de carnes templadas, vestida de faldas ligeras, trajo café en una jarra de peltre. Todos bebimos. La invocación de los hechos del abuelo continuó. Uno de los nietos con grado universitario, comenzó a hablar… la casa de Tío Miro estaba en el piedemonte del cerro Quitasol. Era una construcción en claustro con un cultivo en el centro de yerbas medicinales. La gente lo consultaba en busca de remedios para sus males. Tenía siempre pócimas, para todas las enfermedades. Le llevaron un señor de unos sesenta años con una llaga insanable en un costado. El abuelo, se ató el cabello en cola con un paño rojo, cortó una hoja de henequén, la trituró sobre una piedra cóncava con una mano también de piedra. Sacó un jugo verde y lo envasó. Hizo tender el paciente sobre un camastro. Esparció el líquido sobre la llaga con un grumo grueso de algodón. El paciente, gimió de dolor y el abuelo con rapidez retiró el líquido con abundante agua potable. Un par de semana después el paciente se agravó. Fue llevado de urgencia a un hospital y al abuelo la policía lo hizo perder un tiempo. Cundo volvió Tío Miro, tuvimos miedo de él. El color rojo de sus ojos se intensificó. El cabello y la barba más largos, le dieron un aspecto solemne. Hablaba sin cesar de la inmortalidad, de la reencarnación, de la meditación, del poder de la palabra ancestral. Su bastón se había enriquecido con cuentas de colores y amuletos. Al hablar levantaba el bastón como un Moisés que abre el mar Rojo y terminaba reafirmando su inmortalidad.

El universitario calló. Todos entraron a la casa en tropel, rodearon el ataúd. Miraron con fijeza el rostro rígido del abuelo como si no creyesen en la muerte de Teodomiro.