viernes, 19 de febrero de 2016

Una pelota con diluvio local

El diluvio de Noah. Grabado de Doré 1875
El clamor fue generalizado. -Hombre vení a jugar que nos falta uno; no dañés el partido- le decíamos en coro. Isaías decía no con el dedo índice y se quedaba sentado y quieto en el andén al lado de Tomás, quien no jugaba por la negativa de Isaías. El partido tenía sentido con dos equipos iguales en número y la actitud de Isaías condenaba por esa vez al banco, a Tomás. El futbol lo jugábamos en la calle, con pavimento de ocho metros entre las aceras, sin bermas verdes. Por eso la pelota de plástico nunca salía del campo de juego y el partido era casi indefinido. Sólo lo interrumpían los goles cantados hasta el éxtasis o los autos.

Estas imágenes, vienen a mi cabeza, por ver a Isaías vestido con el uniforme de bombero vociferar a través de un megáfono -¡corran que se vino la represa!- Él está ubicado en la puerta principal del palacio de gobierno de la pequeña ciudad. Dirige el aparato en todas las direcciones, con un gesto de angustia y en actitud de héroe salvador. Me pregunto por el cómo ha podido llegar a hacer eso, si después de los partidos, agotados y sedientos hablamos de todo lo que pasaba y entre muchas cosas nos ocupábamos de la represa construida quince años atrás por la empresa textil de la ciudad, para sacar energía. Las aguas contenidas estaban ubicadas en lo alto de la cordillera y cuando las referíamos, las pensábamos sobre nuestras cabezas y sobre la ciudad. Su desborde llegaba en el lenguaje y en los sueños en forma de diluvio universal. Pero muchas veces concluíamos que nada pasaría, porque la ciencia de la construcción era avanzada y el agua poca, en comparación con el diluvio.

Isaías vocifera y pienso en Él. De los que jugamos al futbol entramos en conocimiento por estudio o por lógica de la imposibilidad del derrame de esas aguas. Han pasado cincuenta años desde aquel partido del ruego y golpea mi cerebro el concebir el de Isaías detenido en la imaginería de unos muchachos de diez años. Isaías vocifera, mesiánico, por el megáfono y su cuerpo se agita, casi convulso. Da un paso en la dirección de su cara y su voz. Quiere irse de cuerpo entero por el mecanismo del aparato, para llegar a los confines de la pequeña ciudad y encarar a todos para decirles –Vean que siempre fue cierto el peligro de inundación y nadie hizo nada-.

Este Isaías infante era de esperarse. Los partidos de futbol callejero, nunca le llegaron como a mí y a los demás muchachos. Los rehuía por malo para mover la pelota y por orgullo, porque era el mayor de todos y quería ennoviarse con una de las muchachas de la calle, nuestro lugar. La pelota aparecía todas las tardes y los domingos a toda hora; los partidos de futbol eran nuestra mejor manera de estar en la vida. Isaías se atrevió una vez a participar. La pelota le pasó y rosó todas las partes de su cuerpo. En las dos horas de juego la vio pasar, no dio pie con bola como decía Tomás. Al final del tiempo de juego, de nuevo exhaustos, sentados en el andén, repasamos los viejos temas y descubrimos que Isaías jugaba cuando Lilian no estaba en casa. Ella vivía en el centro de la calle, nuestro campo de juego y era nuestra más asidua espectadora. Lilian tenía baja estatura, piel muy blanca, ojos verdes claros y era robusta. Ella no salió a la puerta ese día a vernos jugar; por lo que no hubo necesidad de decir nada. Entendimos que Isaías jugó porque se avergoñaba de las muchachas, por jugar con unos muchachos menores. Quería dar muestras de madurez y seriedad con quedarse quieto y esconder sus deseos.

Isaías era el mayor, de más estatura que todos nosotros, tenía la piel ceniza y un rostro casi inexpresivo; el más ingenuo y de menor labia. Tomás y yo teníamos el pacto de explotar los miedos de todos y en especial el de Isaías por las aguas de la represa. Tomás hacía siempre el mismo recuento de las veces que el demonio se apareció en el barrio y a pesar de ser el mismo relato cada vez producía más temor. Yo refería la represa y muchas veces aconsejé a los que escuchaban conseguir una barca para navegar sobre las aguas desbordadas, que llegaran a inundar la calle de nuestros juegos. Esos miedos metidos en las cabezas de los muchachos venían de los mayores y de la fabulación general de los habitantes de la pequeña ciudad. La empresa textil organizaba visitas guiadas a la represa. Muchas veces permitía cruzarla en embarcaciones o hacer pesca; pero esa experiencia en vez de sacar el temor, afianzaba la convicción del diluvio posible.

Lilian desposó a Isaías. Bastó una señal para que este dijera sí. El hecho contrario nunca se habría dado. Isaías no habría propuesto nada. La pareja se fue del barrio y tras ellos nos fuimos muchos a tejer las historias particulares de cada quien. Los partidos de futbol, la calle pavimentada, Tomás, Isaías y su mujer, vienen a mi cabeza, por verlo vestido con el uniforme de bombero vociferar a través de un megáfono -¡corran que se vino la represa!

Se de las intensas lluvias del presente. Se de las laderas areniscas de la cordillera. Se de las avenidas de lodo y piedra varias veces trágicas para la pequeña ciudad; pero hoy coincidió una avenida catastrófica de la quebrada del Barro, en la geografía de la represa, con la llegada de Isaías al mando de los bomberos. La avenida arrasó las viviendas construidas en el cauce o cerca, con sus dueños y habitantes. No dio tiempo a nadie de correr. La magnitud de la masa de lodo y piedra llegó magnificada a oídos del mando y en la cabeza del mando tomo la dimensión de un diluvio local, necesario por la fuerza de la tradición. En pocos minutos la voz del megáfono se convirtió en la voz del pueblo y esta, en verdad incuestionable. La materia de esta voz se ve. Las gentes llevan sobre sus hombros los más preciados bienes. Corren en busca de alguna altura que los salve de las aguas desbordadas. El transporte está colapsado. Todos han perdido la dimensión de las cosas. La catástrofe llega con lentitud y permite ponerse a salvo, como ocurre con todo lo originado por el pánico.