viernes, 21 de agosto de 2015

Cuando los árboles ríen

 
Imposible dejar la costumbre aunque se amenace con la muerte. Esto lo sintieron sus ideas trabadas y su iris azul rodeado de rojo. Desde sus seis años los vecinos acordaron llamarlo Robertico por su dicción pausada y repensada. Demoraba en dar su nombre y en responder a los saludos. Su familia era de baja estatura y robusta. Robertico prometía ser el más bajo de todos. Por ello el diminutivo de su nombre.

Muy temprano comenzó a corretear por las calles del barrio y ser conocido por la gracia de sus movimientos y por meterse en los rincones donde no todos se atrevían entrar.

A los trece años hacía lo que veía en los muchachos que frecuentaban los lugares recónditos del barrio. Comenzó a fumar marihuana. La hierba le creaba un redondel rojo a sus ojos azules y dotaba su cuerpo de una hiperactividad inquietante para quien lo observase.

El barrio Andalucía era pequeño. Lo componían unas tres manzanas de casas arrancadas a grandes lotes, con los cuales permanecían indivisas. Esto hizo que las calles fueran laberínticas, de manera que trajinar el barrio se hacía a los ojos de todos. El barrio estaba al lado de la calle principal que conectaba el oriente con el occidente de la ciudad. Esta principal la cruzaba una carrera iniciada en un callejón, seguía hacia el norte, topaba una calle ciega, fluía hacia una plazoleta circular y continuaba hacia el carreteable de la fábrica textilera, donde terminaba tanto ella como el barrio.

Robertico vivía en la calle principal, en una vieja casona de paredes altas de tierra apisonada. El piso tenía mosaicos hechos con cemento de colores y el fondo de la casa, como en la mayoría del lugar, terminaba en un solar con árboles de naranjas y mangos.

En su casa adquirió la paz necesaria para dejar que su imaginario volara sin barreras. La marihuana, le potenció esos vuelos y comenzó a caminar por el barrio incesantemente, mirando con sus ojos rojos y azules, todo, como si hubiese adquirido una mirada estereo, panóptica.

Llegó al barrio un nuevo narcótico, se le llamó bazuca, para hacerle honor al arma con la que los sandinistas de Nicaragua mataron al dictador Somoza en una calle de Paraguay. Este narcótico, se decía, es un subproducto del proceso de elaboración de la cocaína, es un desecho. Alguien descubrió que fumarlo producía una ansiedad imparable, el éxtasis de la ansiedad. Se popularizó el consumo y quienes lo asumieron hasta el vicio, cayeron en un profundo olvido de si mismos y de las normas sociales. Para ellos también se inventó un nombre se les llamó desechables, como quien dice, si ellos han desechado su mismo ser, la sociedad lo asume desechándolos.

Robertico se contactó con el nuevo consumo. Lo hizo a fondo y sufrió la dejadez. Su familia lo sometió a un tratamiento de desintoxicación y recuperación en una institución cuya terapia consistía en encerrar el sujeto y hacerlo sentir la basura del mundo y enseñarle un oficio.

Se recuperó, eligió como oficio la carpintería, volvió a trajinar el barrio, pero esta vez no motivado por el consumo, sino por la confección de pequeñas alcancías de madera. Las armaba en casa y las pulía incesantemente en su caminata sin fin por las calles. Con los lugares de expendio y consumo, tomó una posición de observador desde fuera. Saludaba y seguía. Allí estaba otro mundo. Estaba advertido de sus peligros, sin embargo lo miraba con desenfado, como si el peligro solo fuese eso, una advertencia de la autoridad, porque él allí, en ese mundo, solo había encontrado el vuelo de su imaginación. Así que un día volvió a vivir el barrio, sus calles sus gentes, sus callejones, de la manera como la había hecho siempre.

Consumió, pero ahora lo hacía con madurez. La madurez que le daba el tener un oficio. Los vuelos de su imaginación los ancló en esas pequeñas cajas de madera, en sus alcancías. Ahora su familia estaba tranquila, se decía: ese muchacho consume narcóticos pero trabaja permanentemente, sin descanso.

Desde horas tempranas salía de casa rumbo al la plazuela de Andalucía. Fumaba, trababa sus pensamientos y pulía la alcancía de turno. A las diez de la mañana jugaba el primer partido de fútbol en la calle principal, corría tras el balón con las manos ocupadas, en la izquierda la caja de madera, en la derecha papel de lija. Pula y juegue, fume y corra. Robertico se convirtió en personaje folclórico.

Movía a risa su cuerpo bajo y robusto, su tez blanca enrojecida por la actividad, sus ojos en extremo abiertos con sus dos colores: azul rodeado de rojo. Se le concebía como loco, poseído por una locura cómica e inofensiva.

Corrieron los años noventa. En la ciudad se agudizó el conflicto social. Los dineros del narcotráfico permearon todas las expresiones políticas, las legales y las ilegales. La masa de jóvenes sin oportunidades escolares o de trabajo fue reclutada por la izquierda y la derecha política, para ponerla al servicio de sus intereses. Fueron armados y se les señaló el enemigo. Los milicianos de izquierda debieron cercar barrios e imponer un orden y una moral pública, ácida, total. Los tomados por la derecha se les obligó al sicariato y al exterminio de comunistas desechables, milicianos y homosexuales.

La ciudad de Robertico y particularmente su barrio, sufrió la incidencia de ese ejército de muchachos convertidos en sicarios. La jerarquía dentro de ese ejército se conseguía demostrando habilidad en el asesinato de personas en las calles. Su consigna podía leerse en los muros, en grandes graffitings: “Se Busca y se Mata”. En Andalucía creció un muchacho amante de las pistolas y a los quince años fue reclutado y dotado de sendas pistolas con las cuales se hacia fotografiar, ellas en el cinto. Le apodaron el Tillo.

Los asesinatos ejecutados por esas bandas de sicarios fueron llamados limpieza social, porque hacían ejercicio de puntería con  muchachos como Robertico. Espantaron la gente de las calles. Impusieron un toque de queda sin declaración.

Veinticuatro años logró vivir jugando fútbol callejero, puliendo alcancías y consumiendo marihuana y bazuca y haciendo reír las gentes del barrio por su personalidad estrambótica e inédita. Una noche de octubre de 1992, salió de casa omitiendo las advertencias. Llegó a la plazuela, recorrió su redondel aspirando los humos de sus varetas, más profundamente que de costumbre. Se paró bajo una puerta amplia de garaje a mirar la plazuela. No lijaba, solo miraba, esperaba. De la oscuridad salió Tillo y le disparó en la cabeza. Robertico cayó, los árboles del parquecito tomaron forma en su imaginación de gente que reía, sonrió y murió aferrado a su oficio, a su caja de madera y su papel lija. Tillo guardó el arma y caminando sin afán volvió a la oscuridad.