lunes, 27 de abril de 2015

El servido

Quien te sirve no es un esclavo, ocupa un lugar en la vida económica, tiene dignidades logradas inviolables e inalienables. Si alguien te vende una copa de licor, por ello, no es inferior a ti y si te abrogas, por eso, el derecho a violentarlo en su integridad, estás preso de la servidumbre voluntaria. El servilista es quien se cree tener siervos para ejercer poder sobre ellos. Así como el esclavista quiere tener esclavos para saciar sus pretensiones de superioridad.
La servidumbre voluntaria, concepto acuñado por La Boétie, llama a una crítica permanente del Estado, si abandonas el estado feudal y abrazas el estado liberal democrático, sigues como siervo. Si abandonas el estado democrático liberal y asumes el estado revolucionario socialista, sigues preso de una servidumbre voluntaria.
Recuerda que la servidumbre tiene dos partes, el siervo y el servilista. Si como propone La Boétie, no sometes a una crítica permanente el poder del Estado, y quienes lo agencian, los partidos, los medios de comunicación, las organizaciones nacionales y locales, etc. ocuparás uno de los dos polos de la servidumbre voluntaria.
La crítica permanente del Estado es una lucha contra uno. Es escarbar en las circunvoluciones, la servidumbre deseante para evitar violentar a quien ejerce la función social de servir copas de licor, de confeccionar vestidos, de lustrar botas o de escribir textos para un periódico.
Pero el concepto de servidumbre voluntaria, no puede quedarse en la lucha del individuo contra el Estado, ni en sistema argumentativo de la necesidad de la revolución o en claves para organizar partidos contestatarios. La Boétie, señala hacia el salvaje, la primitividad como decimos hoy. Señala una humanidad que supo crear dispositivos sociales para impedir la dominación. Se permitía el comercio y se extirpaba cuando amenazaba la libertad y la igualdad fundamentales. Se permitía el sacerdote, pero se le mataba cuando sus contactos metafísicos no operaban en la materia.
Ese ejercicio etnológico, racional, llama desde el siglo XVII a ponderar el poder que nos habita y que nos hacer ser en sobriedad o embriagués. Poder que tiene la forma de la servidumbre y nos hace ver a los demás como lechugas para ser ingeridas o desechos deleznables.

lunes, 6 de abril de 2015

La cincuentaicinco

Él llegó al callejón de Don Leonardo a los nueve años. Llegó con su padre, un hermano menor y la madrastra. El padre, como empleado del Departamento Administrativo de Seguridad del Estado, le daba prestigio entre los demás muchachos y cierta licencia para hacer transgresiones. Don Juan, el detective, permanecía fuera de casa mucho tiempo. Él aprovechaba esa ausencia, para funcionar por las calles con libertad. La madrastra nunca le reprochaba, solo le hablaba en tono de consejo, incitándole a comer, dormir o bañarse.

A finales de los años setenta, entró en la adolescencia. Con su parlamento altisonante, insistía, con una repetición enfermiza, en llegar a fumigar a los fachistas como cucarachas; por ello los muchachos comenzaron a llamarle fachicida. Materializaron en ese apodo el eco recogido de las propagandas de radio y televisión que promocionaban hasta el hastío la fumigación de los cafetos para evitar la enfermedad de la Roya.

El acto de fumigar pasó de ser un elemento de la economía cafetera a nombrar la práctica social de la masacre. Práctica de terror, característica del devenir colombiano en el último cuarto del siglo XX.

Voy a fumigarte. Era la amenaza que los muchachos de la cincuentaicinco se lanzaban cuando peleaban. Y si recibían la noticia sobre una masacre paramilitar o de la guerrilla, la gravedad del hecho se paliaba con decir: fueron fumigados porque algo hicieron; justificación oculta del victimario.

Benhur era el nombre de pila de Fachicida. Pronto el nombre se olvidó y el apodo se popularizó en la medida de sus andanzas y fechorías. La libertad dada por su madrastra y la ausencia del padre, le permitía pernotar casi a diario y consumir licor y alucinógenos. La mayoría de las veces, por la carencia de monedas bebía alcohol antiséptico mezclado con refresco.

A diario peleaba con alguien, amigo, vecino o transeunte. Pocas veces abandonaba la cincuentaicinco. Su cotidianidad trascurría en pavonearse por la calle de extremo a extremo, con un caminar lento y la cabeza siempre en alto, sintiéndose mirado y a lo mejor, para él, admirado.

Pocas veces permanecía largo rato con un grupo. Hablaba tratando de dar siempre la última opinión sobre el tema y partía hacia otro lado. En las noches con sus compadres noctámbulos, consumía, hablaba y salía a sus rondas diarias. Sabía que en la noche no encontraría otros grupos, por eso se alejaba poco de la casa. En la noche mantenía siempre la casa al alcance de sus piernas.

La cincuentaicinco, por esa época, tenía siempre en sus esquinas grupos de muchachos. En su mayoría consumidores de alguna sustancia enervante. Benhur los trajinaba todos y desplegaba su verbo con tono de suficiencia. Su universo mental lo adquiría por oído. Por ello escuchó alguna vez una disertación acusatoria contra el fachismo, quiso ser peor que ellos y se declaró con capacidad de eliminar su imaginada competencia, por medio de una fumigación intensiva.

Esa actitud de pronunciar la última palabra sobre cualquier tema, aunque fuese incoherente, le creó varios enemigos, líderes de su mismo estilo. Llegado a un grupo donde uno de sus contrincantes departía, luego de algún intercambio de opiniones altisonantes, se cazaba la trinca. Todos los días necesitaba pleito.

Al pasar de grupo en grupo o de esquina en esquina, ponía conversa a alguna muchacha. En este transe insuflaba el pecho en ademán de guapo. Les hablaba riendo y golpeaba repetidas veces con el puño, una pared.

En todos originó un sentimiento ambivalente. Odiado, cuando enervado por el consumo, desafiaba a la generalidad. Conmiserado cuando se tenía que soportar y considerar miembro del barrio. Hizo parte del folclor. Sus saludos en alta voz a sus camaradas fueron parte del paisaje urbano del lugar.

Se labró una especial enemistad con los dueños de los bares y las tiendas. Sus bolsillos casi siempre vacíos lo llevaban a comprar sin pagar. Las veces que podía pagar no se le vendía. Todos los dueños de negocios de la cincuentaicinto, terminaron peleando con él.

Un sicariato de los años noventa, asistente de Bar, puso coto a su guapeza. Una noche, algo bebido y fumado, se alejó de la cincuentaicinco. Entró al Bar Las Palmas, especialista en tangos. Este Bar se ubicaba una cuadra más allá, en la cincuenta y seis. Quedaba fuera de su territorio cotidiano. Allí pidió un trago en voz alta. Fue increpado por el dueño y un asistente. Le madaron callar, porque interfería con el traganíquel. Reviró, y el asistente desenfundó una pistola y se la puso en la frente. Benhur se arrodilló, lloró e implorando pidió se le perdonase la vida.

Este comportamiento del guapo, ante la pistola, marcó el inicio de su desprestigio entre los muchachos y algún gozo entre sus enemigos. Cambió. Solo en la cincuentaicinco se tornó agresivo con quien le mostrase miedo y desafiante ante todos. Irrespetó a las muchachas, los viejos, los negociantes. La madrastra, y don Juan lo declararon incontrolable. En la cincuentaicinco lo correteaban cuchillo en mano. La policía le encarceló varias veces y varias veces obligó a su padre para que como detective traficara influencias y liberarle.

Por ese tiempo, llegó al barrio Arcadio, tomó en alquiler la tienda más importante de la cincuentaicinco. Arcadio tenía un aspecto de extrema sencillez, venía del Magdalena medio colombiano, desplazado por el conflicto guerrillero y paramilitar. Entre él y su mujer, Blanca, equiparon la tienda con abarrotes y verduras y el vecindario encontraba allí casi todo para la vida diaria.

Como todos los dueños de negocio de la cincuentaicinco entraron en lucha con Benhur. Blanca no le vendía y lo hacía abandonar la tienda con palabras duras. Blanca vendía licor y se quedaba con los clientes hasta altas horas de la noche. Una noche cerró la tienda, cruzó la calle y se encontró en la puerta de su casa con Benhur, éste sabía que Arcadio no estaba en la ciudad y por eso aprovechó y asedió a la mujer. Blanca respondió con la misma dureza de siempre y logró entrar a su casa. Desde esa noche, Benhur comenzó a insultarla públicamente. ¡y se creen señoras estas putas…! le decía cuantas veces podía.

Corrían los días de junio, el tráfico por la vía, que ponía límite occidental a la cincuentaicinco, era importante. A las once de la mañana de un viernes, Arcadio pasó ante Benhur con un costal lleno de víveres. Benhur soltó estas palabras: Ahí le llevás comida a esa puta… Arcadio siguió, entró a la casa. En pocos minutos salió, con una navaja automática en el bolsillo.

Benhur al verlo venir se puso en actitud de pelea. Esgrimió los puños. Arcadio dio varios pasos hacia él y cuando lo tuvo al alcance, sacó la navaja, la desplegó y con gran fuerza le incrustó la hoja en el estómago de abajo hacia arriba. Fachicida no creyó que aquel hombre manso fuese a levantar la mano contra él, se puso las manos en la herida se inclinó lentamente y murió allí desangrado. Arcadio fue a juicio. Un juez, meses después lo absolvió por haber actuado en medio de ira intensa. Vendió la tienda y con su mujer volvió al Magdalena Medio.
Guillermo Aguirre González