Ulises y las
sirenas. Óleo de Draper 1909
Permaneció dos años
en los estantes del libreo, me lo dijo cuándo adquirí el ejemplar. Y permaneció
otros dos en mi biblioteca. El volumen del libro insinuaba que debía abrirse
cuando se tuviera suficiente tiempo para enfrentarlo. Y ocurrió hace unos meses.
Una tarde de sábado decidí abrir el Ulises de Joyce. Una obra experimental. El autor
quiso hacer algo distinto en literatura. Tuvo ante sí el romanticismo, el
simbolismo y el naturalismo. El Ulises es una obra monumental por su extensión
e innovadora porque se separa de esos movimientos literarios. Es de difícil
lectura, pues la resultante de esa innovación es laberíntica como dice Borges. Largo
y extenso recorrido por la observación y la asociación de ideas que causan en
el cerebro de un narrador narrado. Prima
el monólogo desbordado por el poder ponerse fuera del yo y darse a otro que
habla, pero que exige retornar a sí mismo.
Antes de iniciar la
lectura, tantas veces aplazada, me topé con un comentario corto pero
contundente: las relaciones entre el Ulises de Joyce y la Odisea de Homero es
tan basta que todo lo que se diga vale. Puedo decir también que las relaciones
se dan entre los dos Ulises y no entre los dos Odiseos, porque Joyce pensó en
el héroe en clave latina y no griega; es decir, Ulises es la versión latina de
Odiseo; por eso la epopeya homérica se titula la Odisea y no Uliseada, como
puede argüirse. No es que piense en una versión latina de la obra homérica,
distinta o revisada de la griega; es solo que los nombres griegos latinizados, despistan
muchas veces.
Además de este
ingrediente está la polivalencia entre las obras de Joyce y Homero como se dijo
antes. ¿Será cierto que Joyce hizo una epopeya moderna? A mi parecer no, porque
la epopeya tiene unos componentes identitarios muy claros: la intromisión de
los dioses en los asuntos humanos, componente muy claro en la Odisea. En el Ulises
de Joyce esto no se ve, porque la religiosidad católica, en la geografía o
espacio de la novela, sigue siendo esa religión abstracta e intelectualizada,
en la que el dios único no está en la vida diaria. En la Irlanda de las
primeras décadas del siglo xx, el dios cristiano no se presenta físicamente en
la vida de Bloom, como lo hacen los dioses olímpicos en la vida de Odiseo. El
dios cristiano esta en las ideas sobre el bien, el mal, el deber ser y las
prohibiciones.
La mirada que le he
dado al Ulises de Joyce, ha sido para tratar de identificar la voz que habla
tras las letras: es una voz confusa. El narrador tan pronto está en la escena
describiendo, como está monologizando dentro del mismo espacio escenario. Hay
una simultaneidad que desanima al lector porque confunde. Luego de sobrevivir
el interés ante el océano monológico y una vez identificada la mecánica, pude
esforzarme con la ayuda de Hermes, para hallar las similitudes o deudas de
Joyce con Homero.
Tiene nombre el
narrador. Es el señor Bloom, Benjamín Bloom. Los acontecimientos y los
personajes salen de su boca, los espacios, los edificios, la ciudad de Dublín.
Al mismo tiempo transforma la descripción en una autodescripción, en una
confesión de sus sentimientos y consideraciones sobre la vida. Los demás son ensalzados,
criticados o acribillados. Pongo un ejemplo, es el momento en el que Bloom pasa
de la escena al abismo de sí mismo: “El señor Bloom revisó las uñas de su mano
izquierda, luego las de su mano derecha. Las uñas, sí. ¿Hay algo más en el que
ellos ella ve? Fascinación. El peor hombre de Dublín. Eso lo conserva en pie.
Ellas sienten a veces lo que es una persona. Instinto. Pero un tipo como ese.
Mis uñas. Precisamente las estoy mirando: bien recortadas. Y después pensando
solo…”
He visto en el Ulises,
la densidad de una literatura hecha con la extremación del sentido estético de
las imágenes, hasta lograr un divorcio entre el autor y el lector. Es este
último quien debe acercarse y comprender. Ya señalé la complejidad del
narrador: juego entre la ominisapienza y la subjetividad del monólogo. Otra
complejidad es la relación de la obra con la Odisea. Se me ocurre preguntar
¿Qué relación existe entre Ítaca e Irlanda? La respuesta es una perogrullada:
el mar océano; pero el mar no explica ninguna similitud entre Telémaco y los
cuatro seres humanos que habitan la torre tomada en arriendo por Buck Mulligan,
amigo acompañante de Bloom. Es difícil.
En el capítulo
titulado El Hades, sí se entiende la relación con Homero. Leopoldo Bloom y sus
amigos salen de la torre, van al cementerio a acompañar el sepelio de un
conocido. El cementerio ocasiona en Bloom un monólogo largo sobre la muerte,
sobre los cuerpos en descomposición. Crea imágenes de cuerpos inanes, como
zombies, igual como ocurre en el Hades visitado por Ulises. Bloom insiste en el
beneficio de la sangre y materia viva para la tierra. Los productos de una tierra
así abonada son de mejor calidad. El lector puede extrapolar la escena en la
que se entra al Hades. Ulises cava un hoyo de medio brazo, vierte en el harina
y miel y luego la sangre de un buey sacrificado in situ. Este rito mágico
permite al héroe entrar al Hades y hablar con los cuerpos de los hombres
muertos.
El monólogo largo de
Bloom en el Hades, me entusiasmó por continuar la lectura, porque luego de liberados
de la difícil lectura, nos lleva con la prensa periódica y los procesos
conexos: las noticias, los periodistas, los voceadores, las jerarquías de
mando, etc. Pero es una relación que hago, como lector, y la hace Joyce cuando
titula las notas de apoyo con nombre de los cantos de la Odisea. Lo mismo se
puede decir del capítulo llamado Lestrigones: los hombres sobrehumanos no
aparecen en Dublín; pero Joyce los ve, porque debió hacer el ejercicio de
escribir sus vivencias de un día de vida al mismo tiempo que leía la Odisea.
En el Ulises
Irlandés, Joyce emplea una forma de escribir y hacer literatura, imbuido por
las vanguardias del tránsito entre el siglo XIX y el XX. Deja el clasicismo, lo
que equivale en literatura a romper con el romanticismo y el naturalismo. Joyce
experimenta y produce una literatura extrema que exige al lector acercarse y construir
sentido. El ejercicio literario está en la destrucción de todo cuanto se acerca
al remolino Caribdis, una opción crítica sobre la existencia humana; condenar
el mundo a fenecer por la envidia, la codicia, la incultura y la ciega
dominación. O hacer literatura, sacrificarle a Escila unos elementos para
satisfacer los monstruosos tentáculos; sacrificar la belleza de la escritura,
la lógica impuesta, el diálogo mesurado y dosificado, o lo evidente y
predecible que cuida la atención del lector corriente. La obra de arte
literaria es un tejer o destejer el alma del autor y el lector.
Ahora las letras se
sacan de un recorrer-observar la ciudad maloliente en verano. Tiendas edificios,
puentes, tranvías atestados con gentes de varios países de Europa y en
especial, clérigos jesuitas propios y extraños que imparten bendiciones y
escudriñan los cuerpos para deducir la conducta por la apariencia, medida con
los ideales del hombre blanco dublinense cristiano. La ciudad y sus gentes
aparecen a los ojos de Bloom abiertas, atentas, a las tres de la tarde, como
una roca viva de movimientos lentos, pesados pero firmes. La ciudad tiene espacios
agradables, otros sucios; Bloom se siente agradado en los lugares en los que se
come, canta y baila. La roca viva de la ciudad, tiene una magia seductora y
posesiva, como lo es las voces femeninas, cuando cantan canciones populares que
mueven los sentimientos de comensales, atados por apreciaciones de la vida política,
la religión y expresiones culturales para ser contempladas. Voces de oro, de
bronce, acompañadas por las cuerdas percutidas de un piano recién equilibrado.
Sonidos que llegan a los oídos de seres atados a sus sillas por la belleza de
las cosas humanas.
Otros espacios de
Dublín tienen nexos con el pasado próximo o lejano. El próximo es la Edad
Media, el lejano es la persistencia celta. Esa parte de la ciudad que visita
Bloom a las 5 pm acompañado de un mercader prestamista, tiene las calles
estrechas con su debida forma de libro abierto para hacer correr todas las
aguas por su centro. El personaje visitado tiene estructura ciclópea y carga
una vestimenta llena de aderezos, objetos símbolos que lo atan al pasado celta
y lo hacen expresión de la resistencia nacional irlandesa contra la dominación
inglesa. Llama a defender, dice Bloom, lo de “Nosotros Mismos”, Sinn Féin, la
nación irlandesa.
En el mar, las horas
de luz se prolongan, por el verano. Bloom pasa por la playa de la bahía sur de
Dublín, de regreso a su casa. Ve tres mujeres jóvenes tomando el aire fresco de
la tarde. Son hermosas. Las corteja un extranjero y ellas
lo aceptan por eso. En sus cabezas nacen pensamientos de comparación entre la
vida difícil de Irlanda y la vida posible al lado de un extranjero rico; porque
ese hombre que las corteja tiene la apariencia de tener riqueza. En las tres
hay una Nausicaa, de alguna isla del Ponto dispuesta a yacer con el extranjero
príncipe. El mar, la arena, la tarde, evoca en ellas y en el narrador, Bloom,
el flirteo tímido de la adolescencia, la mirada escudriña bajo las faldas y el
descuido de ellas deja ver la tela suave de sus bragas.
El sol ha caído. El
tránsito del día a la noche, llama a ver la tierra-espacio del día de Bloom,
como una isla bañada por el Ponto Euxino. Una isla en la que yacen dispuestas,
maduras y voluptuosas, las mujeres del poder, mujeres de dios, con los deseos
aplazados o frustrados. Esas mujeres de dios, administradas por el jesuitismo,
son parecidas a las vacas del sol, homéricas y prohibidas. Quien quiera unirse
a ellas, mujeres irlandesas, debe cumplir con el rito y ser bendecido por los
códigos sociales. Si no se hace así, viene la condena a la destrucción de la
reputación y será expulsado del centro de la sociedad hacia las márgenes. Las
mujeres irlandesas vistas como pobladoras destinadas a la progenie, paren hijos
robustos para dios, la guerra y el capital.
La noche dice del
fin del día. La palabra dice de los hombres y las mujeres acompañantes de ese
día de verano del periodista Bloom. El final del día se acerca y los cuerpos
presentan un estado parecido a la posesión del hechizo. El jesuita profesor, el
filósofo, el tabernero, las mujeres, perciben la voz de Dublín que habla de sus
seres, de lo que tienen, de lo que les falta. Es la palabra del vecino, del
padre, de la madre, de la hermana, del enemigo-amigo, que dice estar presos de
la magia de la ciudad populosa, de carne, hierro y piedra. El hechizo ubica los
personajes acompañantes de Benjamín en un barrio con prostíbulos y una
complicada red de raíles. Es un lugar de la ciudad, sucio y laberíntico, propio
para la transgresión. Ahí se representa una escena teatral. Los acontecimientos
representados se desprenden de la seducción sufrida por Bloom, puesta ante sus
ojos por una proxeneta. Le ofrece una virgen de trece años y luego del acceso
carnal, es delatado y conducido a un tribunal. A ese espacio institucional
llegan las mujeres que han sufrido el asedio del periodista disoluto. Los
personajes entran y sales de la escena con cortas intervenciones. La
representación es una ficción dirigida a resumir los acontecimientos de ese día
de verano de la vida del señor Bloom: hombre casado, bebedor, puto, que
entierra a un amigo y recorre incansable la ciudad, en estado de hechizo.
La ciudad ha sido
explorada, no con las intensiones del descubridor, sino con la costumbre
rutinaria del habitante anclado al territorio. La aventura ha terminado, la
aventura acostumbrada; pero esta vez se ha intensificado por ser un día de
verano, un día con más luz y más largo. Se ha arribado a casa después de trece
horas de trajín por las calles Dublinesas. Benjamín regresa a casa con su mejor
amigo, filósofo y literatofilio, ambos sienten un amor de padre a hijo. Benjamín
Bloom se cree el padre. No encuentra llaves y decidido, escala los muros y le
franquea la entrada al amigo desde dentro. Han trasegado la ciudad océano y
ahora irrumpen en la isla casa-hogar. El padre enciende el fuego y entra en un
soliloquio propiciado por preguntas y respuestas sobre su vida y su mujer.
La mujer está en la
cama, no espera a su pareja, a Ben Bloom, sabe que ese día él no buscará el
lecho marital. Ella también entra en un soliloquio. Las palabras mentales le
discurren sin pausa y con un sentimiento de mujer poseída y poseedora. En su
pensamiento le dice a Ben de su derecho a tomar los hombres que le gusten así
como él toma las mujeres que quiere. Repasa los momentos iniciales del
matrimonio llenos se sexo potente, tanto por su raja-orificio, como por el pene
grande y rígido de Ben que quería meterlo todo el día. Bloom llegó de la ciudad
océano, cual Odiseo y encontró en su isla casa-hogar a una Molly-Penélope
satisfecha por otros pretendientes. La vida de concertista se lo facilitaba.