lunes, 9 de febrero de 2015

Letras contra el olvido

Cómo escribe y que dice la literatura colombiana de las últimas décadas, me ha interesado en estos años. Y ahora he tenido tiempo de meterme en la lectura de algunos escritores. Esta vez encontré en mi biblioteca personal El olvido que seremos, desde hace tiempo adquirido y también desde hace tiempo publicado. Lo fue en el 2006. Después de ocho años, he pasado mis ojos por las 274 páginas y en las últimas líneas el autor me recompensó con unas afirmaciones justas y pertinentes: estos hechos y quien los cuenta, lo hace para evitar el olvido, gracias a los ojos de “pocos o muchos que alguna vez se detengan en estas letras”.

Me pregunto ¿Cuáles son esos hechos que corren el peligro de ser olvidados? Y respondo: están en la memoria del autor y se relacionan, como él dice, con una deuda vieja para con su padre, un hombre conspicuo que vivió una vida de honda huella en la sociedad colombiana.

Ser hijo escritor de un hombre así, obliga dejar por escrito la historia de esa vida, más si ese padre es asesinado por sus ideas, por su práctica, por su dedicación a los demás. El relato de Héctor Abad es extenso, las palabras se atan a las imágenes y las imágenes, a veces, parecen unirse por libre asociación, pero la ilación permanece en el lector. Las tres o cuatro décadas inscritas, es un tiempo largo para la literatura. El lector percibe los ritmos de la fluidez de las palabras; a veces ágil y prolífico, otras difícil o esforzado; pero al final es reivindicativo y se siente el goce de leer un escritor avezado, genial.

Tengo una relación profesional con el discurso de la historia y un acercamiento a los hechos de la segunda mitad del siglo xx. Puedo afirmar que la tragedia de la república democrática, iniciada en 1810 entró en una nueva fase de agudización. El olvido que seremos, al ser la memoria de un hijo sobre su padre protagonista de esa tragedia, es el cumplimiento de una obligación más por el deber social que personal.

La utilización que hago del concepto de tragedia, no es para ocultar o velar los hechos; pero si obliga a explicar en qué consiste: la república democrática colombiana, fue organizada por una élite criolla, al aprovechar la coyuntura de la invasión napoleónica a España. El objetivo de esa elite fue claro desde el principio: lograr la plena propiedad económica, como la mejor forma de garantizar su preeminencia política, económica y cultural. Lo trágico está en las guerras periódicas, desde hace doscientos años, montadas sobre ese objetivo. Los poderes advenedizos, regionales o locales opuestos a esa elite, fueron acabados y sometidos con alianzas, frentes, coaliciones, de los poderosos. Los artesanos decimonónicos enfrentaron la libertad económica liberal, por ser su muerte socioeconómica; se les destruyó y exilió. Los obreros, en el alba del siglo xx se levantaros contra los bajos salarios y los horarios de trabajo extenso, se les destruyeron sus organizaciones y se asesinó a sus líderes. Dentro de la misma élite, hubo un sector que impidió el desarrollo del capitalismo, se le enfrentó con el coste de incendiar el país. Desde el Frente Nacional, la guerrilla de inspiración comunista, puso en evidencia la pobreza extrema al lado de la riqueza extrema. Ante su ascenso, la elite monta una cruzada de exterminio y diezma la población, antes que permitir la democratización de la riqueza y compartir el poder político.

Inmerso en esta tragedia está el padre del escritor. Él, dedicó su vida a darle conciencia sobre la causa de su situación, a los dominados, a los pobres, explotados, quienes por su misma condición no son capaz de adquirirla y luchar por si solos. Los que tiene la posibilidad de acceder a los bienes de la cultura, están obligados moralmente, a hacerlo y así lo hizo Héctor Abad Gómez. La agudización de la tragedia lo llevó a enfrentar y llevar a los tribunales a los tiranos con nombres propios, agazapados dentro de las instituciones. La tragedia colombiana lo llevó a ser un protagonista prestigioso de la lucha por la justicia y la igualdad. Abad Gómez fue eliminado por las elites bicentenarias, quienes organizaron un para estado armado para eliminar a sus opositores.

La literatura colombina de los últimos tiempos tiene ante sí, al menos desde la segunda parte del siglo xx, una temática insoslayable: la nueva edición del paraestatalismo, coloreada con la política, el narcotráfico y el exterminio de los opositores.
Guillermo Aguirre González

miércoles, 4 de febrero de 2015

La semilla de algarroba

Las palabras son cosas. Cuando el dedo índice de Enrique señalaba en mi casa, un rincón del corredor de entrada, trunco por una pared saliente, para mostrarme una pepa de algarroba labrada con intensa dificultad, hasta darle forma de anillo obispal, y me decía ser obra de brujas, veía esa fruta marrón con alma café pastel, como negra protuberancia diabólica, nacida justamente en el ángulo más recóndito del rincón, el punto de encuentro del piso con dos paredes.
 
Enrique me doblaba en edad y conocía mis miedos producidos por esa mentalidad infantil capaz de transformar las palabras en cosas, de materializar los sonidos de la boca. Sabía que lo admiraba tanto como a su perro, Sila,  un collie escocés dorado y blanco. El dominio sobre el animal me hacía ver a su dueño como un ser con poderes. Él escuchaba mis relatos fantasiosos y luego al día siguiente me hacía burlas sobre los sueños pesados llenos de los seres de los relatos. Mamá le contaba sobre mis pesadillas y Enrique reía. Vivía con su madre, a la que le decíamos la señorita Emilia, en una casona inmensa de paredes altas y forradas con papel decorado. Ella siempre hablaba de historia antigua. Emilia  y mi madre pasaban un par de horas todas las tardes conversando sin detenerse. En el tema muchas veces estaban griegos, persas y romanos, Circe y la desgracia de Ulises. Me gustaba escucharla escondido para que la presencia de mi corta edad no la obligase a ahorrar palabras o esconderlas, como lo había percibido algunas veces. El collie tenía tres años y había llegado a una estatura que le permitía al pararse en sus patas traseras abrazarse a las personas con fuerza inevitable. Una tarde, pasaba frente a la casa de la señorita Emilia, Lola Mejía. Muchacha de quince años y un cuerpo turgente por la madurez, pelo castaño ondulado y miel en la piel. Estaba de una falda corta de tela delgada para que sus formas se insinuasen. El collie, Enrique y yo sentados en el quicio de la puerta de la casona, vimos como el perro luego de mirar a Lola, saltó suave sobre ella, la abrazó, la sintió como una perra y comenzó a fregar el sexo contra sus nalgas. El llamado al orden de Enrique no se escuchó suficiente, fue necesario golpear a Sila.
 
En la noche la escena entró en mis sueños, como todo lo que lograba atrapar la atención en la vigilia, hechos o palabras. Una collie con la cabeza de Lola, desapareció entre los brazos de Sila. Mis gritos chocaban contra la fronda de pelo rubio del animal y se devolvían contra mi cuerpo estremeciéndolo; pero en realidad era mamá quien trataba de despertarme.
 
Aprendí a labrar las pepas de algarroba. Era dispendioso en extremo. Se lograba perforar por el centro, luego de largas horas de limar con ángulos de vidrio grueso y filoso, el corazón, lograr un orificio y agrandarlo hasta que entrase en el dedo anular. Lo logré. Enrique, el collie Sila y la señorita Emilia se fueron del barrio. El miedo al rincón del corredor, creado por Enrique y yo,  dio paso a otros miedos, construidos por otras palabras. Esta vez salieron de la radio de pasta beige y marrón, los mismos colores de la semilla de algarroba. Muchas tardes, a la hora vespertina, se lanzaba al aire varias radionovelas. Las urgencias del juego callejero me impedían seguirlas con regularidad. Pero un pasaje secuencia fue a mis sueños pesados: unos exploradores ubicados en África, buscaban diamantes. Sus excavaciones se toparon con un laberinto. Creyeron haber encontrado una mina y comenzaron a recorrerlo; pero el entusiasmo se transformó en terror.  Escucharon unos alaridos tronantes y luego de grandes dudas, decidieron hallar el ser que producía  esas voces monstruosas. Hallaron un humanoide de varios metros de alto, con un solo ojo en la cara y semidesnudo. Lo soñé y quise controlarlo con los rayos emanados de la fruta de algarroba convertida en anillo poderoso. Pero el monstruo se aproximó a mi cara y de nuevo mamá aparecía a mi lado tratando de despertarme con suaves movimientos. Al día siguiente dibujé un Polifemo sacado del sueño y de la voz de la señorita Emilia, porque las palabras se convierten en cosas.
Guillermo Aguirre González