Las palabras son
cosas. Cuando el dedo índice de Enrique señalaba en mi casa, un rincón del
corredor de entrada, trunco por una pared saliente, para mostrarme una pepa de
algarroba labrada con intensa dificultad, hasta darle forma de anillo obispal,
y me decía ser obra de brujas, veía esa fruta marrón con alma café pastel, como
negra protuberancia diabólica, nacida justamente en el ángulo más recóndito del
rincón, el punto de encuentro del piso con dos paredes.
Enrique me doblaba
en edad y conocía mis miedos producidos por esa mentalidad infantil capaz de transformar
las palabras en cosas, de materializar los sonidos de la boca. Sabía que lo
admiraba tanto como a su perro, Sila, un
collie escocés dorado y blanco. El dominio sobre el animal me hacía ver a su
dueño como un ser con poderes. Él escuchaba mis relatos fantasiosos y luego al
día siguiente me hacía burlas sobre los sueños pesados llenos de los seres de
los relatos. Mamá le contaba sobre mis pesadillas y Enrique reía. Vivía con su
madre, a la que le decíamos la señorita Emilia, en una casona inmensa de
paredes altas y forradas con papel decorado. Ella siempre hablaba de historia
antigua. Emilia y mi madre pasaban un
par de horas todas las tardes conversando sin detenerse. En el tema muchas
veces estaban griegos, persas y romanos, Circe y la desgracia de Ulises. Me
gustaba escucharla escondido para que la presencia de mi corta edad no la
obligase a ahorrar palabras o esconderlas, como lo había percibido algunas
veces. El collie tenía tres años y había llegado a una estatura que le permitía
al pararse en sus patas traseras abrazarse a las personas con fuerza
inevitable. Una tarde, pasaba frente a la casa de la señorita Emilia, Lola
Mejía. Muchacha de quince años y un cuerpo turgente por la madurez, pelo
castaño ondulado y miel en la piel. Estaba de una falda corta de tela delgada
para que sus formas se insinuasen. El collie, Enrique y yo sentados en el quicio
de la puerta de la casona, vimos como el perro luego de mirar a Lola, saltó
suave sobre ella, la abrazó, la sintió como una perra y comenzó a fregar el sexo
contra sus nalgas. El llamado al orden de Enrique no se escuchó suficiente, fue
necesario golpear a Sila.
En la noche la
escena entró en mis sueños, como todo lo que lograba atrapar la atención en la
vigilia, hechos o palabras. Una collie con la cabeza de Lola, desapareció entre
los brazos de Sila. Mis gritos chocaban contra la fronda de pelo rubio del
animal y se devolvían contra mi cuerpo estremeciéndolo; pero en realidad era
mamá quien trataba de despertarme.
Aprendí a labrar
las pepas de algarroba. Era dispendioso en extremo. Se lograba perforar por el
centro, luego de largas horas de limar con ángulos de vidrio grueso y filoso, el
corazón, lograr un orificio y agrandarlo hasta que entrase en el dedo anular.
Lo logré. Enrique, el collie Sila y la señorita Emilia se fueron del barrio. El
miedo al rincón del corredor, creado por Enrique y yo, dio paso a otros miedos, construidos por
otras palabras. Esta vez salieron de la radio de pasta beige y marrón, los
mismos colores de la semilla de algarroba. Muchas tardes, a la hora vespertina,
se lanzaba al aire varias radionovelas. Las urgencias del juego callejero me impedían
seguirlas con regularidad. Pero un pasaje secuencia fue a mis sueños pesados:
unos exploradores ubicados en África, buscaban diamantes. Sus excavaciones se
toparon con un laberinto. Creyeron haber encontrado una mina y comenzaron a
recorrerlo; pero el entusiasmo se transformó en terror. Escucharon unos alaridos tronantes y luego de
grandes dudas, decidieron hallar el ser que producía esas voces monstruosas. Hallaron un humanoide
de varios metros de alto, con un solo ojo en la cara y semidesnudo. Lo soñé y
quise controlarlo con los rayos emanados de la fruta de algarroba convertida en
anillo poderoso. Pero el monstruo se aproximó a mi cara y de nuevo mamá
aparecía a mi lado tratando de despertarme con suaves movimientos. Al día
siguiente dibujé un Polifemo sacado del sueño y de la voz de la señorita Emilia,
porque las palabras se convierten en cosas.
Guillermo Aguirre González
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