miércoles, 4 de febrero de 2015

La semilla de algarroba

Las palabras son cosas. Cuando el dedo índice de Enrique señalaba en mi casa, un rincón del corredor de entrada, trunco por una pared saliente, para mostrarme una pepa de algarroba labrada con intensa dificultad, hasta darle forma de anillo obispal, y me decía ser obra de brujas, veía esa fruta marrón con alma café pastel, como negra protuberancia diabólica, nacida justamente en el ángulo más recóndito del rincón, el punto de encuentro del piso con dos paredes.
 
Enrique me doblaba en edad y conocía mis miedos producidos por esa mentalidad infantil capaz de transformar las palabras en cosas, de materializar los sonidos de la boca. Sabía que lo admiraba tanto como a su perro, Sila,  un collie escocés dorado y blanco. El dominio sobre el animal me hacía ver a su dueño como un ser con poderes. Él escuchaba mis relatos fantasiosos y luego al día siguiente me hacía burlas sobre los sueños pesados llenos de los seres de los relatos. Mamá le contaba sobre mis pesadillas y Enrique reía. Vivía con su madre, a la que le decíamos la señorita Emilia, en una casona inmensa de paredes altas y forradas con papel decorado. Ella siempre hablaba de historia antigua. Emilia  y mi madre pasaban un par de horas todas las tardes conversando sin detenerse. En el tema muchas veces estaban griegos, persas y romanos, Circe y la desgracia de Ulises. Me gustaba escucharla escondido para que la presencia de mi corta edad no la obligase a ahorrar palabras o esconderlas, como lo había percibido algunas veces. El collie tenía tres años y había llegado a una estatura que le permitía al pararse en sus patas traseras abrazarse a las personas con fuerza inevitable. Una tarde, pasaba frente a la casa de la señorita Emilia, Lola Mejía. Muchacha de quince años y un cuerpo turgente por la madurez, pelo castaño ondulado y miel en la piel. Estaba de una falda corta de tela delgada para que sus formas se insinuasen. El collie, Enrique y yo sentados en el quicio de la puerta de la casona, vimos como el perro luego de mirar a Lola, saltó suave sobre ella, la abrazó, la sintió como una perra y comenzó a fregar el sexo contra sus nalgas. El llamado al orden de Enrique no se escuchó suficiente, fue necesario golpear a Sila.
 
En la noche la escena entró en mis sueños, como todo lo que lograba atrapar la atención en la vigilia, hechos o palabras. Una collie con la cabeza de Lola, desapareció entre los brazos de Sila. Mis gritos chocaban contra la fronda de pelo rubio del animal y se devolvían contra mi cuerpo estremeciéndolo; pero en realidad era mamá quien trataba de despertarme.
 
Aprendí a labrar las pepas de algarroba. Era dispendioso en extremo. Se lograba perforar por el centro, luego de largas horas de limar con ángulos de vidrio grueso y filoso, el corazón, lograr un orificio y agrandarlo hasta que entrase en el dedo anular. Lo logré. Enrique, el collie Sila y la señorita Emilia se fueron del barrio. El miedo al rincón del corredor, creado por Enrique y yo,  dio paso a otros miedos, construidos por otras palabras. Esta vez salieron de la radio de pasta beige y marrón, los mismos colores de la semilla de algarroba. Muchas tardes, a la hora vespertina, se lanzaba al aire varias radionovelas. Las urgencias del juego callejero me impedían seguirlas con regularidad. Pero un pasaje secuencia fue a mis sueños pesados: unos exploradores ubicados en África, buscaban diamantes. Sus excavaciones se toparon con un laberinto. Creyeron haber encontrado una mina y comenzaron a recorrerlo; pero el entusiasmo se transformó en terror.  Escucharon unos alaridos tronantes y luego de grandes dudas, decidieron hallar el ser que producía  esas voces monstruosas. Hallaron un humanoide de varios metros de alto, con un solo ojo en la cara y semidesnudo. Lo soñé y quise controlarlo con los rayos emanados de la fruta de algarroba convertida en anillo poderoso. Pero el monstruo se aproximó a mi cara y de nuevo mamá aparecía a mi lado tratando de despertarme con suaves movimientos. Al día siguiente dibujé un Polifemo sacado del sueño y de la voz de la señorita Emilia, porque las palabras se convierten en cosas.
Guillermo Aguirre González

No hay comentarios:

Publicar un comentario