Él llegó al
callejón de Don Leonardo a los nueve años. Llegó con su padre, un hermano menor
y la madrastra. El padre, como empleado del Departamento Administrativo de
Seguridad del Estado, le daba prestigio entre los demás muchachos y cierta licencia
para hacer transgresiones. Don Juan, el detective, permanecía fuera de casa
mucho tiempo. Él aprovechaba esa ausencia, para funcionar por las calles con
libertad. La madrastra nunca le reprochaba, solo le hablaba en tono de consejo,
incitándole a comer, dormir o bañarse.
A finales de
los años setenta, entró en la adolescencia. Con su parlamento altisonante,
insistía, con una repetición enfermiza, en llegar a fumigar a los fachistas
como cucarachas; por ello los muchachos comenzaron a llamarle fachicida.
Materializaron en ese apodo el eco recogido de las propagandas de radio y televisión
que promocionaban hasta el hastío la fumigación de los cafetos para evitar la enfermedad
de la Roya.
El acto de
fumigar pasó de ser un elemento de la economía cafetera a nombrar la práctica
social de la masacre. Práctica de terror, característica del devenir colombiano
en el último cuarto del siglo XX.
Voy a
fumigarte. Era la amenaza que los muchachos de la cincuentaicinco se lanzaban
cuando peleaban. Y si recibían la noticia sobre una masacre paramilitar o de la
guerrilla, la gravedad del hecho se paliaba con decir: fueron fumigados porque
algo hicieron; justificación oculta del victimario.
Benhur era
el nombre de pila de Fachicida. Pronto el nombre se olvidó y el apodo se
popularizó en la medida de sus andanzas y fechorías. La libertad dada por su
madrastra y la ausencia del padre, le permitía pernotar casi a diario y
consumir licor y alucinógenos. La mayoría de las veces, por la carencia de
monedas bebía alcohol antiséptico mezclado con refresco.
A diario
peleaba con alguien, amigo, vecino o transeunte. Pocas veces abandonaba la
cincuentaicinco. Su cotidianidad trascurría en pavonearse por la calle de
extremo a extremo, con un caminar lento y la cabeza siempre en alto,
sintiéndose mirado y a lo mejor, para él, admirado.
Pocas veces
permanecía largo rato con un grupo. Hablaba tratando de dar siempre la última
opinión sobre el tema y partía hacia otro lado. En las noches con sus compadres
noctámbulos, consumía, hablaba y salía a sus rondas diarias. Sabía que en la
noche no encontraría otros grupos, por eso se alejaba poco de la casa. En la
noche mantenía siempre la casa al alcance de sus piernas.
La
cincuentaicinco, por esa época, tenía siempre en sus esquinas grupos de
muchachos. En su mayoría consumidores de alguna sustancia enervante. Benhur los
trajinaba todos y desplegaba su verbo con tono de suficiencia. Su universo
mental lo adquiría por oído. Por ello escuchó alguna vez una disertación
acusatoria contra el fachismo, quiso ser peor que ellos y se declaró con
capacidad de eliminar su imaginada competencia, por medio de una fumigación
intensiva.
Esa actitud
de pronunciar la última palabra sobre cualquier tema, aunque fuese incoherente,
le creó varios enemigos, líderes de su mismo estilo. Llegado a un grupo donde
uno de sus contrincantes departía, luego de algún intercambio de opiniones
altisonantes, se cazaba la trinca. Todos los días necesitaba pleito.
Al pasar de
grupo en grupo o de esquina en esquina, ponía conversa a alguna muchacha. En
este transe insuflaba el pecho en ademán de guapo. Les hablaba riendo y
golpeaba repetidas veces con el puño, una pared.
En todos
originó un sentimiento ambivalente. Odiado, cuando enervado por el consumo,
desafiaba a la generalidad. Conmiserado cuando se tenía que soportar y considerar
miembro del barrio. Hizo parte del folclor. Sus saludos en alta voz a sus
camaradas fueron parte del paisaje urbano del lugar.
Se labró una
especial enemistad con los dueños de los bares y las tiendas. Sus bolsillos
casi siempre vacíos lo llevaban a comprar sin pagar. Las veces que podía pagar no
se le vendía. Todos los dueños de negocios de la cincuentaicinto, terminaron
peleando con él.
Un sicariato
de los años noventa, asistente de Bar, puso coto a su guapeza. Una noche, algo
bebido y fumado, se alejó de la cincuentaicinco. Entró al Bar Las Palmas,
especialista en tangos. Este Bar se ubicaba una cuadra más allá, en la
cincuenta y seis. Quedaba fuera de su territorio cotidiano. Allí pidió un trago
en voz alta. Fue increpado por el dueño y un asistente. Le madaron callar,
porque interfería con el traganíquel. Reviró, y el asistente desenfundó una pistola
y se la puso en la frente. Benhur se arrodilló, lloró e implorando pidió se le
perdonase la vida.
Este
comportamiento del guapo, ante la pistola, marcó el inicio de su desprestigio
entre los muchachos y algún gozo entre sus enemigos. Cambió. Solo en la
cincuentaicinco se tornó agresivo con quien le mostrase miedo y desafiante ante
todos. Irrespetó a las muchachas, los viejos, los negociantes. La madrastra, y
don Juan lo declararon incontrolable. En la cincuentaicinco lo correteaban
cuchillo en mano. La policía le encarceló varias veces y varias veces obligó a
su padre para que como detective traficara influencias y liberarle.
Por ese
tiempo, llegó al barrio Arcadio, tomó en alquiler la tienda más importante de
la cincuentaicinco. Arcadio tenía
un aspecto de extrema sencillez, venía del
Magdalena medio colombiano, desplazado por el conflicto guerrillero y paramilitar.
Entre él y su mujer, Blanca, equiparon la tienda con abarrotes y verduras y el
vecindario encontraba allí casi todo para la vida diaria.
Como todos
los dueños de negocio de la cincuentaicinco entraron en lucha con Benhur.
Blanca no le vendía y lo hacía abandonar la tienda con palabras duras. Blanca
vendía licor y se quedaba con los clientes hasta altas horas de la noche. Una
noche cerró la tienda, cruzó la calle y se encontró en la puerta de su casa con
Benhur, éste sabía que Arcadio no estaba en la ciudad y por eso aprovechó y
asedió a la mujer. Blanca respondió con la misma dureza de siempre y logró
entrar a su casa. Desde esa noche, Benhur comenzó a insultarla públicamente. ¡y
se creen señoras estas putas…! le decía cuantas veces podía.
Corrían los
días de junio, el tráfico por la vía, que ponía límite occidental a la cincuentaicinco,
era importante. A las once de la mañana de un viernes, Arcadio pasó ante Benhur
con un costal lleno de víveres. Benhur soltó estas palabras: Ahí le llevás
comida a esa puta… Arcadio siguió, entró a la casa. En pocos minutos salió, con
una navaja automática en el bolsillo.
Benhur al
verlo venir se puso en actitud de pelea. Esgrimió los puños. Arcadio dio varios
pasos hacia él y cuando lo tuvo al alcance, sacó la navaja, la desplegó y con
gran fuerza le incrustó la hoja en el estómago de abajo hacia arriba. Fachicida
no creyó que aquel hombre manso fuese a levantar la mano contra él, se puso las
manos en la herida se inclinó lentamente y murió allí desangrado. Arcadio fue a
juicio. Un juez, meses después lo absolvió por haber actuado en medio de ira
intensa. Vendió la tienda y con su mujer volvió al Magdalena Medio.
Guillermo Aguirre González