Mark Rothko. Negro, rojo y negro, 1968. Óleo y papel encolado sobre lienzo.
Decía que se casó y vivió más por azar que por amor. No tengo memoria de antes de su matrimonio porque ella solo hablaba de su frustración. Cuando se refería a esos tiempos, decía que se casó por un poema que Arcesio le recitó al oído en un baile de cumpleaños. Hablaba de su vida a veces con alegría, pero en general lo hacía con tristeza honda. Yo visitaba su casa con regularidad. Estudiaba con sus tres hijos en el liceo. Ellos también hablaban de Arcesio con sentimientos cruzados. Ese recurso de invocar al padre, varias veces en nuestras charlas, me creó una gran expectación por Arcesio. Comencé a imaginarlo con la estatura de Miguel el mayor, porque mi madre decía que el primer hijo siempre saca la altura del papá. Imaginaba a Arcesio de piel blanca y ojos negros como lo era Luz Estela, la segunda. Lo imaginé con el pecho tirado hacia adelante como Juan el menor.
Me
acostumbre a esas imágenes y recurría a ellas cuando escuchaba sobre él. Antes
de terminar el liceo, Miguel y yo, nos metimos en una pequeña empresa. Nuestros
conocimientos sobre dibujo, adquiridos por intuición y observación de un vecino
que pintaba sobre lienzos al lado de una ventana ancha y alta, nos sirvieron
para esa aventura empresarial. Altagracia vio con buenos ojos nuestra aventura
y permitió instalar en el solar de la casa una ramada. Hicimos gala de un
extraño sentido de bricolaje y armamos un techo y unos bancos de trabajo con
maderos y tejas metálicas que Arcesio había dejado años atrás arrumados en un
rincón. Miguel, tomaba los maderos, los inspeccionaba e invocaba la forma como
Arcesio pudiera hacer el trabajo en que estábamos metidos. -Vamos, el no está,
hagámoslo nosotros- le tenía que repetir varias veces.
En ese taller improvisado hacíamos estampados sobre tela y papel. El mayor cliente, nos ocupaba, cada vez que había una huelga de obreros. Ricardo creció con nosotros en el barrio. Nos aventajaba en años y experiencia de vida. Cada vez que podía nos hablaba de la clase obrera, su misión en el mundo y por eso Miguel y yo resultamos expertos en dibujar puños en alto y la figura del Che Guevara. Lo hacíamos de memoria para combinarla con los mensajes que Ricardo traía anotados en un cuaderno. -Letra y figura con eso hagan una buena composición, siempre con los colores negro y rojo- decía tomando un aspecto solemne.
En la noche de un lunes de julio, Ricardo nos llevó por algunos barrios del occidente, para mostrarnos lo que hacía con los estampados. Terminamos participando en la actividad. Con engrudo pegamos los papeles impresos en muchas paredes. Y al final una patrulla nos detuvo y encarceló en la única estación de policía de la ciudad. Nos interrogó Pedro Pablo, un policía vecino. –Muchachos ustedes son menores de edad, no se dejen echar carreta de esos revolucionarios güevones- dijo hablando en voz alta, pero sin enfado. Una hora luego, llegó Altagracia, firmó un papel y con ella, volvimos al barrio. Ricardo salió después. Ella me dejó en casa y siguió con Miguel dándole reprimendas. Escuché que decía: -claro, apuesto a que si Arcesio estuviera no me ponías en estas. Lo que es criar hijos sin padre; pero es mejor así que vivir con un borracho infiel- Altagracia siguió hablando al caminar; escuché su voz evanescente e incomprensible. Los mismos reproches me tocaron antes de dormir.
Volvimos luego a lo mismo. Altagracia nos habló del trabajo: -ustedes solo hagan sus dibujos, no tienen porqué salir de aquí a exponerse a los peligros de la calle y menos de noche- dijo con angustia; ella quería nuestra pequeña empresa. Muchas veces recibimos algún dinero de sus ahorros para las necesidades del taller.
Corrieron varios meses. Habíamos perfeccionado el trabajo y Ricardo Traía más. Una tarde, las alambradas de secado de los impresos estaban repletas de papel colgado con cuidado. Tenían la inscripción: “Viva el 1º. De mayo combativo y clasista”. Cuando la luz del día se iba escuché unas palabras de saludo con extrañeza, que llegaban de la puerta de entrada de la casa. No entendí bien lo que se decía, seguí deslizando la tinta sobre el bastidor y observaba absorto la impresión, porque había que mirar con detenimiento cada reproducción. Sentí una presencia no habitual. Miré ese cuerpo y descubrí la estatura de Miguel, La piel blanca y los ojos negros de Luz Estela, el pecho tirado hacia adelante de Juan. Innegable! Era Arcesio. La imagen en la memoria coincidía con el padre de la familia. Nos saludó amable. Miguel tomo la expresión que delataba sus sentimientos cruzados. Al fin se habló entre todos de lo que se hacía en el taller. Altagracia le reprochó su presencia y lo invitó a marcharse con ademanes amenazantes. Arcesio se enfureció, se acercó al oído de Miguel y le dijo: -esa madre tuya es una puta-. El hijo levantó la mano contra el padre; el puño de Miguel cayó sobre el pecho; le hizo perder el equilibrio y caer de espaldas contra el suelo. Arcesio se levantó con rapidez y soltó una andanada de palabras contra nuestro trabajo. Terminó amenazando con denunciar ante la policía a los hijos por subversivos y a la esposa por alcahueta. Nunca lo hizo. El taller siguió hasta morir de muerte técnica y Altagracia nos admiró siempre y habló bien de la pequeña empresa ante los vecinos.