Imposible
dejar la costumbre aunque se amenace con la muerte. Esto lo sintieron sus ideas
trabadas y su iris azul rodeado de rojo. Desde sus seis años los vecinos
acordaron llamarlo Robertico por su dicción pausada y repensada. Demoraba en
dar su nombre y en responder a los saludos. Su familia era de baja estatura y
robusta. Robertico prometía ser el más bajo de todos. Por ello el diminutivo de
su nombre.
Muy
temprano comenzó a corretear por las calles del barrio y ser conocido por la
gracia de sus movimientos y por meterse en los rincones donde no todos se
atrevían entrar.
A
los trece años hacía lo que veía en los muchachos que frecuentaban los lugares
recónditos del barrio. Comenzó a fumar marihuana. La hierba le creaba un redondel
rojo a sus ojos azules y dotaba su cuerpo de una hiperactividad inquietante
para quien lo observase.
El
barrio Andalucía era pequeño. Lo componían unas tres manzanas de casas
arrancadas a grandes lotes, con los cuales permanecían indivisas. Esto hizo que
las calles fueran laberínticas, de manera que trajinar el barrio se hacía a los
ojos de todos. El barrio estaba al lado de la calle principal que conectaba el
oriente con el occidente de la ciudad. Esta principal la cruzaba una carrera
iniciada en un callejón, seguía hacia el norte, topaba una calle ciega, fluía
hacia una plazoleta circular y continuaba hacia el carreteable de la fábrica
textilera, donde terminaba tanto ella como el barrio.
Robertico
vivía en la calle principal, en una vieja casona de paredes altas de tierra apisonada.
El piso tenía mosaicos hechos con cemento de colores y el fondo de la casa,
como en la mayoría del lugar, terminaba en un solar con árboles de naranjas y
mangos.
En
su casa adquirió la paz necesaria para dejar que su imaginario volara sin
barreras. La marihuana, le potenció esos vuelos y comenzó a caminar por el
barrio incesantemente, mirando con sus ojos rojos y azules, todo, como si
hubiese adquirido una mirada estereo, panóptica.
Llegó
al barrio un nuevo narcótico, se le llamó bazuca, para hacerle honor al arma
con la que los sandinistas de Nicaragua mataron al dictador Somoza en una calle
de Paraguay. Este narcótico, se decía, es un subproducto del proceso de
elaboración de la cocaína, es un desecho. Alguien descubrió que fumarlo
producía una ansiedad imparable, el éxtasis de la ansiedad. Se popularizó el
consumo y quienes lo asumieron hasta el vicio, cayeron en un profundo olvido de
si mismos y de las normas sociales. Para ellos también se inventó un nombre se
les llamó desechables, como quien dice, si ellos han desechado su mismo ser, la
sociedad lo asume desechándolos.
Robertico
se contactó con el nuevo consumo. Lo hizo a fondo y sufrió la dejadez. Su
familia lo sometió a un tratamiento de desintoxicación y recuperación en una
institución cuya terapia consistía en encerrar el sujeto y hacerlo sentir la
basura del mundo y enseñarle un oficio.
Se
recuperó, eligió como oficio la carpintería, volvió a trajinar el barrio, pero
esta vez no motivado por el consumo, sino por la confección de pequeñas
alcancías de madera. Las armaba en casa y las pulía incesantemente en su
caminata sin fin por las calles. Con los lugares de expendio y consumo, tomó
una posición de observador desde fuera. Saludaba y seguía. Allí estaba otro mundo.
Estaba advertido de sus peligros, sin embargo lo miraba con desenfado, como si
el peligro solo fuese eso, una advertencia de la autoridad, porque él allí, en
ese mundo, solo había encontrado el vuelo de su imaginación. Así que un día
volvió a vivir el barrio, sus calles sus gentes, sus callejones, de la manera
como la había hecho siempre.
Consumió,
pero ahora lo hacía con madurez. La madurez que le daba el tener un oficio. Los
vuelos de su imaginación los ancló en esas pequeñas cajas de madera, en sus alcancías.
Ahora su familia estaba tranquila, se decía: ese muchacho consume narcóticos
pero trabaja permanentemente, sin descanso.
Desde
horas tempranas salía de casa rumbo al la plazuela de Andalucía. Fumaba, trababa
sus pensamientos y pulía la alcancía de turno. A las diez de la mañana jugaba
el primer partido de fútbol en la calle principal, corría tras el balón con las
manos ocupadas, en la izquierda la caja de madera, en la derecha papel de lija.
Pula y juegue, fume y corra. Robertico se convirtió en personaje folclórico.
Movía
a risa su cuerpo bajo y robusto, su tez blanca enrojecida por la actividad, sus
ojos en extremo abiertos con sus dos colores: azul rodeado de rojo. Se le
concebía como loco, poseído por una locura cómica e inofensiva.
Corrieron
los años noventa. En la ciudad se agudizó el conflicto social. Los dineros del
narcotráfico permearon todas las expresiones políticas, las legales y las
ilegales. La masa de jóvenes sin oportunidades escolares o de trabajo fue
reclutada por la izquierda y la derecha política, para ponerla al servicio de
sus intereses. Fueron armados y se les señaló el enemigo. Los milicianos de
izquierda debieron cercar barrios e imponer un orden y una moral pública,
ácida, total. Los tomados por la derecha se les obligó al sicariato y al
exterminio de comunistas desechables, milicianos y homosexuales.
La
ciudad de Robertico y particularmente su barrio, sufrió la incidencia de ese
ejército de muchachos convertidos en sicarios. La jerarquía dentro de ese
ejército se conseguía demostrando habilidad en el asesinato de personas en las
calles. Su consigna podía leerse en los muros, en grandes graffitings: “Se
Busca y se Mata”. En Andalucía creció un muchacho amante de las pistolas y a
los quince años fue reclutado y dotado de sendas pistolas con las cuales se
hacia fotografiar, ellas en el cinto. Le apodaron el Tillo.
Los
asesinatos ejecutados por esas bandas de sicarios fueron llamados limpieza
social, porque hacían ejercicio de puntería con muchachos como Robertico. Espantaron la gente
de las calles. Impusieron un toque de queda sin declaración.
Veinticuatro
años logró vivir jugando fútbol callejero, puliendo alcancías y consumiendo
marihuana y bazuca y haciendo reír las gentes del barrio por su personalidad
estrambótica e inédita. Una noche de octubre de 1992, salió de casa omitiendo
las advertencias. Llegó a la plazuela, recorrió su redondel aspirando los humos
de sus varetas, más profundamente que de costumbre. Se paró bajo una puerta
amplia de garaje a mirar la plazuela. No lijaba, solo miraba, esperaba. De la
oscuridad salió Tillo y le disparó en la cabeza. Robertico cayó, los árboles
del parquecito tomaron forma en su imaginación de gente que reía, sonrió y
murió aferrado a su oficio, a su caja de madera y su papel lija. Tillo guardó
el arma y caminando sin afán volvió a la oscuridad.
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