martes, 5 de marzo de 2019

Los deseos de guerra


Amar la guerra, pedirla, desearla, convocarla e invocarla, se hace desde y por las convicciones idiosincráticas del deseante. Querer la destrucción del otro, de un pueblo, de una nación, es querer al mismo tiempo la autodestrucción. Es querer la muerte con entusiasmo; ese entusiasmo que hunde sus raíces en dios o en la historia. Se quiere la guerra porque se cree en dios promisión de vida después de la muerte. Esta convicción religiosa tiene como principio el desprecio de la vida sobre la tierra y de la ciencia que advierte la finitud de los recursos naturales.

Aunque las iglesias agencien una formalidad de paz y convivencia, la esperanza de la otra vida mejor, el comportamiento y conducta en la vida presente permite todas las prácticas criminales, explotación del otro y la naturaleza, destrucción del medio que sustenta la vida, ataque a la libertad y autodeterminación de los pueblos y los individuos. Los llamados presentes a la guerra se relacionan con la vigencia y persistencia de las convicciones religiosas, llamados sustentados por la historia de las religiones, plena de violencias contra los no creyentes, en especial el exterminio o la esclavización.

El mundo del deseante de la guerra está sujeto a fuerzas sobrenaturales que le hacen ver en la muerte de sus opositores una satisfacción o una ofrenda al mundo normativo de su dios. El deseante de la guerra cristiano común o filohebreo concibe el mundo como un diseño divino, en el cual, él ocupa un lugar privilegiado por ser un observante riguroso de las reglas del diseñador divino, entre ellas el ocultamiento del cuerpo, una sexualidad supervisada, una actitud policiva con el vecino y un voto por la guerra cuando su jerarca (religioso, civil o militar) se lo demandan; pues al fin y al cabo de los tiempos, espera el paraíso eterno de la vida eterna después de la muerte.

La autodestrucción es permanente en el deseante de la guerra. Por estar en la vida ya es culpable y por eso transgrede, por eso destruye y se autodestruye. La culpa original, el nacer ya destruido, le presenta una vida a recorrer y vivir haciendo depredación de su medio natural y de los otros. El sacrificio personal, la destrucción personal, es la expiación de la culpa original y de las otras generadas por el cumplimiento de las reglas del creador-diseñador del mundo. El fin, la vida después de la muerte, justifica todo. La evidencia de la injusticia y la desigualdad socioeconómica, están presupuestadas en el diseño primordial y deben preservarse, son inevitables. Su denuncia o propuesta para erradicarlas, es ir contra el orden y sus reglas y es estar y ponerse del lado de los subversivos entre ellos los ateos y comunistas vistos como los subversivos mayores, concebidos destructores satánicos de lo inamovible. Así lo dice la jerarquía político religiosa; así lo dice el sentido común del hebreogénico cultivador de la guerra como principio y guía desde el origen de los tiempos. Así lo han hecho. La historia de la religión monoteísta es un permanente guerrear.

El entusiasmo del deseante de la guerra, enraizado en la historia, se mueve por el dictado moderno de actuar por mandato de la historia. Esta edad de la humanidad trasladó los atributos de una divinidad tutelar a la historia. Esta entró a concebirse como un afuera del tiempo, un ente que traslapa y surca los espacios y determina las acciones humanas. Los seres humanos que han logrado romper con el determinismo religioso, adoptan el determinismo histórico: la historia absuelve, condena, obliga, indica los caminos, destina y llama.

Los deseantes de la guerra así justificados, exhiben sus teorías y convicciones como la verdad potenciada desde el fondo de los tiempos, debidamente cotejada y enriquecida por el devenir. Esta forma de pensar esa verdad producida históricamente, tiene el don del progreso involucrado, para distribuirlo según los criterios del poder político social. El poder moderno legitimado en la historia condena pueblos y naciones a sufrir la guerra sanadora o correctora ante los desvíos del camino trazado; o por estar en vías que no conducen al progreso, del cual es imagen inevitable los centros de poder. Por estas convicciones idiosincráticas se han exterminado naciones con culturas inéditas e independientes; se han exterminado naciones que han querido salirse del dominio económico del poder moderno y dirigirse hacia otros órdenes posibles.

El orden moderno determinado por la historia es trifronte: el frente hasta ahora triunfante es el liberalismo indiferente; sostiene que la historia es un libre juego de fuerzas e imita la naturaleza, es decir, el liberalismo indiferente es natural y la naturaleza no se puede regular o someter a leyes humanas caprichosas. El poder político económico solo interviene cuando aparecen contrapoderes que intentan violar ese libre progreso natural e histórico; por eso el deseante de la guerra inscrito en este frente, la asume, la prestigia, la financia.

Se abre aquí un lugar para el frente que aparece como respuesta a quienes violentan el progreso natural, es el frente autoproclamado depositario del semen del progreso, de la historia y la verdad. Esa simiente se encarna en una etnia imagen de la perfección física y moral y desde esas convicciones cumple el destino histórico de corregir el rumbo de la humanidad. Declara el derecho natural que tiene de exterminar y esclavizar las etnias mescladas o impuras. Este absolutismo fascista ha llegado luego de la confrontación entre el liberalismo indiferente y el contrapoder que generó.

Este es el tercer frente de la modernidad basado en el determinismo histórico. Tiene el nombre de campo socialista o comunista y tiene una estructura teórica gigantesca construida a lo largo de cien años. El deseante de la guerra inspirado o inscrito en este determinismo histórico sabe que la base de su actuar es la confrontación y la guerra llamada guerra revolucionaria. La lucha de clases y la propuesta política se retroalimentan por el materialismo histórico que brinda la verdad desde la división de la sociedad en clases y el dominio de una sobre las otras clases.

La guerra y la historia se alimentan y se abalan. Pero si se entiende que ningún ser humano, pueblo o nación debe morir por mano de ninguna autoridad sustentada en la historia, es necesario construir una teoría o sistema de pensamiento que le quite a la historia la necesidad de la guerra. Es, desde luego, un deber, pensar la historia no como un ente suprahumano y transgeneracional, sino como la memoria del ser humano continente de la ciencia, la filosofía, el arte y la técnica, dedicadas a garantizar la permanencia de la vida, el planeta y la humanidad. El ser humano y el planeta han de desaparecer por efecto de fuerzas siderales; pero que no sea por autodestrucción.

Imagen: Banksy. Girl and Soldier. Arte callejero

No hay comentarios:

Publicar un comentario