Amar la guerra,
pedirla, desearla, convocarla e invocarla, se hace desde y por las convicciones
idiosincráticas del deseante. Querer la destrucción del otro, de un pueblo, de
una nación, es querer al mismo tiempo la autodestrucción. Es querer la muerte
con entusiasmo; ese entusiasmo que hunde sus raíces en dios o en la historia.
Se quiere la guerra porque se cree en dios promisión de vida después de la
muerte. Esta convicción religiosa tiene como principio el desprecio de la vida
sobre la tierra y de la ciencia que advierte la finitud de los recursos
naturales.
Aunque las iglesias
agencien una formalidad de paz y convivencia, la esperanza de la otra vida
mejor, el comportamiento y conducta en la vida presente permite todas las
prácticas criminales, explotación del otro y la naturaleza, destrucción del
medio que sustenta la vida, ataque a la libertad y autodeterminación de los
pueblos y los individuos. Los llamados presentes a la guerra se relacionan con
la vigencia y persistencia de las convicciones religiosas, llamados sustentados
por la historia de las religiones, plena de violencias contra los no creyentes,
en especial el exterminio o la esclavización.
El mundo del deseante de la guerra está sujeto a
fuerzas sobrenaturales que le hacen ver en la muerte de sus opositores una
satisfacción o una ofrenda al mundo normativo de su dios. El deseante de la guerra cristiano común o
filohebreo concibe el mundo como un diseño divino, en el cual, él ocupa un
lugar privilegiado por ser un observante riguroso de las reglas del diseñador
divino, entre ellas el ocultamiento del cuerpo, una sexualidad supervisada, una
actitud policiva con el vecino y un voto por la guerra cuando su jerarca
(religioso, civil o militar) se lo demandan; pues al fin y al cabo de los
tiempos, espera el paraíso eterno de la vida eterna después de la muerte.
La autodestrucción
es permanente en el deseante de la guerra.
Por estar en la vida ya es culpable y por eso transgrede, por eso destruye y se
autodestruye. La culpa original, el nacer ya destruido, le presenta una vida a
recorrer y vivir haciendo depredación de su medio natural y de los otros. El
sacrificio personal, la destrucción personal, es la expiación de la culpa
original y de las otras generadas por el cumplimiento de las reglas del creador-diseñador
del mundo. El fin, la vida después de la muerte, justifica todo. La evidencia
de la injusticia y la desigualdad socioeconómica, están presupuestadas en el
diseño primordial y deben preservarse, son inevitables. Su denuncia o propuesta
para erradicarlas, es ir contra el orden y sus reglas y es estar y ponerse del
lado de los subversivos entre ellos los ateos y comunistas vistos como los
subversivos mayores, concebidos destructores satánicos de lo inamovible. Así lo
dice la jerarquía político religiosa; así lo dice el sentido común del
hebreogénico cultivador de la guerra como principio y guía desde el origen de
los tiempos. Así lo han hecho. La historia de la religión monoteísta es un
permanente guerrear.
El entusiasmo del deseante de la guerra, enraizado en la
historia, se mueve por el dictado moderno de actuar por mandato de la historia.
Esta edad de la humanidad trasladó los atributos de una divinidad tutelar a la
historia. Esta entró a concebirse como un afuera del tiempo, un ente que
traslapa y surca los espacios y determina las acciones humanas. Los seres
humanos que han logrado romper con el determinismo religioso, adoptan el
determinismo histórico: la historia absuelve, condena, obliga, indica los
caminos, destina y llama.
Los deseantes de la guerra así justificados,
exhiben sus teorías y convicciones como la verdad potenciada desde el fondo de
los tiempos, debidamente cotejada y enriquecida por el devenir. Esta forma de
pensar esa verdad producida históricamente, tiene el don del progreso
involucrado, para distribuirlo según los criterios del poder político social.
El poder moderno legitimado en la historia condena pueblos y naciones a sufrir
la guerra sanadora o correctora ante los desvíos del camino trazado; o por
estar en vías que no conducen al progreso, del cual es imagen inevitable los
centros de poder. Por estas convicciones idiosincráticas se han exterminado
naciones con culturas inéditas e independientes; se han exterminado naciones
que han querido salirse del dominio económico del poder moderno y dirigirse
hacia otros órdenes posibles.
El orden moderno
determinado por la historia es trifronte: el frente hasta ahora triunfante es
el liberalismo indiferente; sostiene que la historia es un libre juego de
fuerzas e imita la naturaleza, es decir, el liberalismo indiferente es natural
y la naturaleza no se puede regular o someter a leyes humanas caprichosas. El
poder político económico solo interviene cuando aparecen contrapoderes que
intentan violar ese libre progreso natural e histórico; por eso el deseante de la guerra inscrito en este
frente, la asume, la prestigia, la financia.
Se abre aquí un
lugar para el frente que aparece como respuesta a quienes violentan el progreso
natural, es el frente autoproclamado depositario del semen del progreso, de la
historia y la verdad. Esa simiente se encarna en una etnia imagen de la
perfección física y moral y desde esas convicciones cumple el destino histórico
de corregir el rumbo de la humanidad. Declara el derecho natural que tiene de
exterminar y esclavizar las etnias mescladas o impuras. Este absolutismo
fascista ha llegado luego de la confrontación entre el liberalismo indiferente
y el contrapoder que generó.
Este es el tercer
frente de la modernidad basado en el determinismo histórico. Tiene el nombre de
campo socialista o comunista y tiene una estructura teórica gigantesca construida
a lo largo de cien años. El deseante de
la guerra inspirado o inscrito en este determinismo histórico sabe que la
base de su actuar es la confrontación y la guerra llamada guerra
revolucionaria. La lucha de clases y la propuesta política se retroalimentan
por el materialismo histórico que brinda la verdad desde la división de la
sociedad en clases y el dominio de una sobre las otras clases.
La guerra y la
historia se alimentan y se abalan. Pero si se entiende que ningún ser humano,
pueblo o nación debe morir por mano de ninguna autoridad sustentada en la
historia, es necesario construir una teoría o sistema de pensamiento que le
quite a la historia la necesidad de la guerra. Es, desde luego, un deber,
pensar la historia no como un ente suprahumano y transgeneracional, sino como
la memoria del ser humano continente de la ciencia, la filosofía, el arte y la técnica,
dedicadas a garantizar la permanencia de la vida, el planeta y la humanidad. El
ser humano y el planeta han de desaparecer por efecto de fuerzas siderales;
pero que no sea por autodestrucción.
Imagen: Banksy. Girl
and Soldier. Arte callejero
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