La minifalda roja de diciembre
Guillermo
Aguirre González
Ahora hago memoria o remembro acontecimientos y
personas para solazar el ánimo. Cuando hablamos de navidad es inevitable evocar.
El último mes del año lo esperábamos llenos de expectativas y gozos. Los
pantalones cortos entraban en receso. A todos nos compraban bluyines de un
índigo nacional de poco lustre pero cubrían todas las piernas y nos dejaban una
sensación de hombres grandes. Éramos cinco con edades entre catorce y dieciséis
años. Los acontecimientos esperados en diciembre tenían una magia secreta que
hacía de nosotros unos muchachos de risas sin fin, por el bar, la pólvora, el
agua de la quebrada o el pesebre.
El negro Ariza, nos llevaba por los bosques cercanos
de la ciudad para recoger los adornos del bar. Esas caminadas eran como el
preludio maravilloso de la alegría, del olor y el sabor de los treinta y un días
siguientes. Ariza le colgaba al cielo del bar melenas y bromelias silvestres,
el piso lo llenaba de carnaza gris, para mitigar las manchas y riegos de licor
regurgitado por los que se excedían. Eso lo hacía porque la clientela aumentaba
hasta el lleno total y se la pasaba bailando, en solitario, Los sabanales de Calixto
Ochoa, llenos de esperanza por algunos besos de esas muchachas abundantes del
barrio. Nosotros esperábamos esos momentos porque podíamos colarnos en el baile
y el negro Ariza lo toleraba, a pesar de estar expresamente prohibido tener menores
de edad en los bares. Al Bailar y escuchar Los sabanales, soñábamos tener los
besos de Marucha de carnes turgentes y templadas. Marucha sobresalía entre las
demás por sus pasiones decembrinas de pesebre. Ante él, rezaba la novena
navideña y sufría unos extraños temblores que hacían moverse con ritmo sus
pechos y nalgas.
Apretujados con la multitud que se concentraba en el
parque Santander para ver los fuegos de pólvora, volábamos extasiados en medio
de los estallidos. No había conciencia del otro, todos, por una hora, tuvimos
la cabeza inclinada hacia arriba y los ojos fijos en las luces de colores
contra el oscuro cielo de la noche. Una de esas tardes, Marucha compraba
algunas cosas en el granero de Don Miro, yo compraba otras. Me dijo:
–No te vi en
los fuegos-
-Sí, estuve desde el principio hasta el fin con los
muchachos- le contesté y le miré los ojos de miel. No dijo más. Salimos con las
compras del granero, le vi alejarse con las piernas descubiertas. Marucha
quería acortar su falda y nosotros bajarle las botas a los pantalones. El que
no nos viera en los fuegos, se comprende, allá todos miran solo el cielo de la noche
y las luces de la pólvora que en ese mes se repite siete veces por las
celebraciones de la Virgen del Rosario.
A mitad del mes, casi automáticos, nos reuníamos en el
callejón de los Tabuaica. Se decía que el nombre de esa calle estrecha y
laberíntica, fue el resultado de la venta al azar y por lotes, de la tierra de
la familia Tabuaica. La calle apareció en el mundo sin ninguna razón de ser arquitectónica.
Los vecinos construyeron sus casas al lado de la otra y dejaban por pura
necesidad e instinto, un espacio para poder entrar y salir. Otra de nuestras
ansiedades era el pesebre de los Tabuaica. Se hacía en la vieja casa paterna de
la familia y quedaba en el fondo del callejón. Milo Tabuaica, el mayor, era
experto pesebrista. Elaboraba el de varías iglesias parroquiales, pero dejaba
para el de su casa las mejores ideas. Se ingeniaba pequeños riachuelos serpentinos
y a cada lado ponía un microcosmos de pueblo para el divino. El pesebre y el
pueblo en la cabeza de Marucha estaban atados en su imaginación. Ella hacía
regresión. Se trasladaba a la época del año uno.
Marucha era la única hija de Alfredo Mesa ferviente
creyente y de voz atronadora. Era quien entonaba las oraciones en las misas de
calle, en los velorios de los vecinos más conocidos, en las procesiones de la
semana santa y en las novenas de navidad, a las que más esfuerzo dedicaba. Todos
los Mesa recitaban la novena de navidad, Alfredo los obligó a memorizarla. La
tiraban al aire, cuando se la pedíamos. La versión más escuchada por nosotros
fue la de Óscar Mesa contemporáneo nuestro. Él no participaba de la cofradía de
los cinco, fue un poco retraído. Óscar conectaba la voz con el cerebro, se
erguía, miraba a la nada y con la frente alta, la novena le salía a borbotones
por la boca. Marucha Mesa no se relacionaba con la novena así. Ella no la
vocalizaba. La vivía. Sabíamos que en la novena de navidad en casa de los
Tabuaica veríamos a Marucha sudar y temblar ante el pesebre y la voz de su
padre.
El sábado 22 de diciembre, los cinco muchachos corrimos
hacia el campo, nos metimos en el agua clara de la quebrada del Hato. Volvimos cuando
el sol cayó, en medio de empujones, persecuciones, boxeo, gritos y siempre con
risas contagiosas, pactamos visitar el pesebre Tabuaica a las siete de la noche
hora de la novena de ese día. La noche recién entrada era muy calurosa, en el
callejón entraba muy poco viento. Nos encontramos bajo los bombillos eléctricos
de luz amarilla, sentados en la acera del frente. Vimos entrar a los vecinos. Marucha
llegó vestida con una minifalda roja y una blusa apretada y blanca. Entramos
tras ella. Su padre había llegado antes y esperaba el momento de comenzar, sentado
al lado del pesebre lleno de solemnidad. Tocaba el turno al séptimo día.
Alfredo, pasó la mano por las abundantes canas de su cabeza, interrumpió con
mano levantada la bullaranga de los sonajeros, cascabeles, trompetines de
plástico y tambores de hojalata. Entonó: “Consideración del séptimo día. Representémonos
el viaje de María y José hacía Belén llevando consigo aún no nacido…” –Marucha,
centro de nuestra atención, levantó el pecho y dirigió el oído hacía la voz de
su padre quien terminó la frase-. “…al creador del universo, hecho hombre” –la
muchacha de ojos miel templó todas las carnes de su cuerpo y comenzó a temblar.
Su mirada fija en el pesebre insinuaba que estaba transportada al Belén del año
uno, que el tiempo había retrogradado. Sudaba, su rostro gesticulaba, sus
labios espumearon un poco y parecía hablar en una lengua desconocida. Sus
pechos húmedos por el sudor transparentaban la piel joven. Luego de unos
minutos relajó el cuerpo, su cabeza se inclinó leve hacía un lado y la mirada
de miel volvió a su rostro tranquilo de siempre. Dos mujeres la tomaron de los
brazos y la ocultaron en una habitación. Alfredo Mesa nunca interrumpió el rezo
de la novena, estaba acostumbrado a los trances de su hija y a muchos otros.
Sabía del poder de la palabra. Sabía que una voz fuerte y bien entonada puede
hacer desfallecer a los débiles cuando se narra la vida de los héroes
fundadores o creadores del mundo.
Volvimos a ver la minifalda roja de Marucha salir de
una puerta y esta vez se nos acercó y comenzó a hablar y decir cosas triviales
como si nada.