lunes, 22 de diciembre de 2014

La minifalda roja de diciembre

La minifalda roja de diciembre
Guillermo Aguirre González

Ahora hago memoria o remembro acontecimientos y personas para solazar el ánimo. Cuando hablamos de navidad es inevitable evocar. El último mes del año lo esperábamos llenos de expectativas y gozos. Los pantalones cortos entraban en receso. A todos nos compraban bluyines de un índigo nacional de poco lustre pero cubrían todas las piernas y nos dejaban una sensación de hombres grandes. Éramos cinco con edades entre catorce y dieciséis años. Los acontecimientos esperados en diciembre tenían una magia secreta que hacía de nosotros unos muchachos de risas sin fin, por el bar, la pólvora, el agua de la quebrada o el pesebre.
El negro Ariza, nos llevaba por los bosques cercanos de la ciudad para recoger los adornos del bar. Esas caminadas eran como el preludio maravilloso de la alegría, del olor y el sabor de los treinta y un días siguientes. Ariza le colgaba al cielo del bar melenas y bromelias silvestres, el piso lo llenaba de carnaza gris, para mitigar las manchas y riegos de licor regurgitado por los que se excedían. Eso lo hacía porque la clientela aumentaba hasta el lleno total y se la pasaba bailando, en solitario, Los sabanales de Calixto Ochoa, llenos de esperanza por algunos besos de esas muchachas abundantes del barrio. Nosotros esperábamos esos momentos porque podíamos colarnos en el baile y el negro Ariza lo toleraba, a pesar de estar expresamente prohibido tener menores de edad en los bares. Al Bailar y escuchar Los sabanales, soñábamos tener los besos de Marucha de carnes turgentes y templadas. Marucha sobresalía entre las demás por sus pasiones decembrinas de pesebre. Ante él, rezaba la novena navideña y sufría unos extraños temblores que hacían moverse con ritmo sus pechos y nalgas.

Apretujados con la multitud que se concentraba en el parque Santander para ver los fuegos de pólvora, volábamos extasiados en medio de los estallidos. No había conciencia del otro, todos, por una hora, tuvimos la cabeza inclinada hacia arriba y los ojos fijos en las luces de colores contra el oscuro cielo de la noche. Una de esas tardes, Marucha compraba algunas cosas en el granero de Don Miro, yo compraba otras. Me dijo:

 –No te vi en los fuegos-

-Sí, estuve desde el principio hasta el fin con los muchachos- le contesté y le miré los ojos de miel. No dijo más. Salimos con las compras del granero, le vi alejarse con las piernas descubiertas. Marucha quería acortar su falda y nosotros bajarle las botas a los pantalones. El que no nos viera en los fuegos, se comprende, allá todos miran solo el cielo de la noche y las luces de la pólvora que en ese mes se repite siete veces por las celebraciones de la Virgen del Rosario.

A mitad del mes, casi automáticos, nos reuníamos en el callejón de los Tabuaica. Se decía que el nombre de esa calle estrecha y laberíntica, fue el resultado de la venta al azar y por lotes, de la tierra de la familia Tabuaica. La calle apareció en el mundo sin ninguna razón de ser arquitectónica. Los vecinos construyeron sus casas al lado de la otra y dejaban por pura necesidad e instinto, un espacio para poder entrar y salir. Otra de nuestras ansiedades era el pesebre de los Tabuaica. Se hacía en la vieja casa paterna de la familia y quedaba en el fondo del callejón. Milo Tabuaica, el mayor, era experto pesebrista. Elaboraba el de varías iglesias parroquiales, pero dejaba para el de su casa las mejores ideas. Se ingeniaba pequeños riachuelos serpentinos y a cada lado ponía un microcosmos de pueblo para el divino. El pesebre y el pueblo en la cabeza de Marucha estaban atados en su imaginación. Ella hacía regresión. Se trasladaba a la época del año uno.

Marucha era la única hija de Alfredo Mesa ferviente creyente y de voz atronadora. Era quien entonaba las oraciones en las misas de calle, en los velorios de los vecinos más conocidos, en las procesiones de la semana santa y en las novenas de navidad, a las que más esfuerzo dedicaba. Todos los Mesa recitaban la novena de navidad, Alfredo los obligó a memorizarla. La tiraban al aire, cuando se la pedíamos. La versión más escuchada por nosotros fue la de Óscar Mesa contemporáneo nuestro. Él no participaba de la cofradía de los cinco, fue un poco retraído. Óscar conectaba la voz con el cerebro, se erguía, miraba a la nada y con la frente alta, la novena le salía a borbotones por la boca. Marucha Mesa no se relacionaba con la novena así. Ella no la vocalizaba. La vivía. Sabíamos que en la novena de navidad en casa de los Tabuaica veríamos a Marucha sudar y temblar ante el pesebre y la voz de su padre.

El sábado 22 de diciembre, los cinco muchachos corrimos hacia el campo, nos metimos en el agua clara de la quebrada del Hato. Volvimos cuando el sol cayó, en medio de empujones, persecuciones, boxeo, gritos y siempre con risas contagiosas, pactamos visitar el pesebre Tabuaica a las siete de la noche hora de la novena de ese día. La noche recién entrada era muy calurosa, en el callejón entraba muy poco viento. Nos encontramos bajo los bombillos eléctricos de luz amarilla, sentados en la acera del frente. Vimos entrar a los vecinos. Marucha llegó vestida con una minifalda roja y una blusa apretada y blanca. Entramos tras ella. Su padre había llegado antes y esperaba el momento de comenzar, sentado al lado del pesebre lleno de solemnidad. Tocaba el turno al séptimo día. Alfredo, pasó la mano por las abundantes canas de su cabeza, interrumpió con mano levantada la bullaranga de los sonajeros, cascabeles, trompetines de plástico y tambores de hojalata. Entonó: “Consideración del séptimo día. Representémonos el viaje de María y José hacía Belén llevando consigo aún no nacido…” –Marucha, centro de nuestra atención, levantó el pecho y dirigió el oído hacía la voz de su padre quien terminó la frase-. “…al creador del universo, hecho hombre” –la muchacha de ojos miel templó todas las carnes de su cuerpo y comenzó a temblar. Su mirada fija en el pesebre insinuaba que estaba transportada al Belén del año uno, que el tiempo había retrogradado. Sudaba, su rostro gesticulaba, sus labios espumearon un poco y parecía hablar en una lengua desconocida. Sus pechos húmedos por el sudor transparentaban la piel joven. Luego de unos minutos relajó el cuerpo, su cabeza se inclinó leve hacía un lado y la mirada de miel volvió a su rostro tranquilo de siempre. Dos mujeres la tomaron de los brazos y la ocultaron en una habitación. Alfredo Mesa nunca interrumpió el rezo de la novena, estaba acostumbrado a los trances de su hija y a muchos otros. Sabía del poder de la palabra. Sabía que una voz fuerte y bien entonada puede hacer desfallecer a los débiles cuando se narra la vida de los héroes fundadores o creadores del mundo.

Volvimos a ver la minifalda roja de Marucha salir de una puerta y esta vez se nos acercó y comenzó a hablar y decir cosas triviales como si nada.

martes, 9 de diciembre de 2014

Comentario sobre Viaje a la semilla

El cayado del retorno
Guillermo Aguirre González

El hombre viejo de estirpe africana se sienta en el pedestal de una Ceres vigía de la casa y apoya el mentón sobre su cayado inseparable. Observa con atención el trabajo de los obreros que demuelen la casa de estilo grecorromano, en la mitad del siglo diez y nueve. La casa está en el suelo, las columnas, los capiteles, los arquitrabes, cornisas, puertas, cerrojos, tejas: ¡Todo! Los obreros volverán luego a recoger los escombros.

El africano viejo deja de meditar. De repente se yergue, traza signos aéreos con su cayado y hace que la casa comience a recomponerse, como una película en reversa. Los elementos de la casa vuelan a su lugar originario.

Los habitantes de la casa vuelven viejos, así como la abandonaron y comienzan a rejuvenecer y a desandar la vida. Alejo Carpentier para esa involución, en el momento en el que la casa va a construirse por primera vez. Está el terreno en el que ha de levantarse. Los obreros demoledores llegan a recoger los escombros. No encuentran nada, no se conmueven, suponen que alguien lo hizo por ellos y así lo informan a la empresa que los contrató.

El tiempo de Ceres y el del africano viejo son iguales. Es un tiempo circular, arcaico. Es el eterno retorno. Todo vuelve a empezar eternamente. Ese mundo lo vivieron los seres humanos de la edad de los mitos. Es una metafísica en la que el mundo se organiza a la manera del origen magnífico de las cosas. Hubo un orden primigenio instaurado por los dioses. Ahora todo lo que se hace, imita ese primer momento creativo e invoca las mismas fuerzas genitoras. La vida de los vivos, muere y vuelve a ser creada por el mismo arquetipo.

El hombre negro viejo, en América, tiene los mitos de su nativa África, por los que puede convocar la fuerza de sus dioses creadores del cosmos, del orden, para rehacer las destrucciones del hombre europeo, adscrito a un tiempo sin retorno, irrepetible; pero ambas tradiciones hacen simbiosis con un tercer incorporado, el mundo naturalista indígena en el que el agua, las plantas, los astros y los animales son el principio. Las tres tradiciones cran una cultura nueva. En América hispánica o lusitana, apareció una identidad cultural, cuyo modo de resolver los problemas de la vida es maravilloso, es una taumaturgia visible en la vida cotidiana.

Los criollos fueron capaces de montar la república democrática, sin ciudadanos, sin civilidad, sin democracia, con un rito electoral prestidigitado. La paz prometida por el arbitraje del orden legislativo, la convirtieron en una guerra bicentenaria en la que un grupo ha pretendido y pretende, lograr para sí, la plena propiedad económica. La justicia ha tenido una existencia triste, igual a la de una ciega que no puede llegar a ninguna parte porque no tiene piernas.

Las letras, “esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero”, les fueron negadas a la gran mayoría y cuando se permitieron las impartió una escuela controlada, pobre, que en vez de enamorar produce deserción.

Pero es realidad maravillosa, cuando ese pueblo mestizo canta con palabras no escritas o escritas con dificultad, su vorágine, y se levanta para exigir su derecho a la vida. Cuando los obreros demoledores llegaron a recoger los escombros, no sabían si comenzaban o terminaban el trabajo.

El nacimiento del sol nuevo y la Navidad

El nacimiento del sol nuevo y la Navidad
Por Guillermo Aguirre González

El cristianismo pasó a ser una religión legal en el año 313, por el Edicto de Milán del emperador Constantino. Con esta legalización y los primeros concilios canónicos, la iglesia comenzó un proceso de montar fiestas religiosas cristianas sobre las fiestas paganas de los romanos. Estas estuvieron claramente periodizadas por el calendario de Julio César, llamado calendario juliano desde el año 46 antes de nuestra era o antes de Cristo. El calendario juliano fue solar. Por eso las fiestas más especiales fueron los solsticios de verano e invierno.
 
En el solsticio de invierno, los romanos celebraban el nacimiento del sol nuevo (Natalis Solis Invicti) con las fiestas saturnales. Estas tuvieron una duración de siete días y se ubicaban en los últimos días de diciembre. Por las fiestas se aplazaban las guerras, los negocios, se intercambiaba regalos y se encendían luces en todas las casas. Las saturnales se celebraban en Roma desde el año 237 antes de la era cristiana se hacían en nombre de Saturno, dios del campo y de las siembras. En estas fiestas quienes más las disfrutaban, porque se hacían para ellos, fueron los esclavos, pues terminaba el trabajo y entraba el descanso de fin de año.
Hacer fiesta o celebraciones en el solsticio de invierno es un acontecimiento de culturas diversas con calendario solar, como los egipcios, los mayas y los incas.

El cristianismo en su cometido de cristianizar a los paganos, montó sobre la época de las saturninas, la efemérides del nacimiento de Jesús Cristo. En un principio coexistieron, pero cuando la iglesia tomó poder político, las fiestas paganas desaparecieron. Solo sobre vivió la forma y las actividades: las luces, los regalos, el banquete, el descanso, en general la fiesta.

A esta efemérides de la natividad de Jesús, se le agrega el pesebre entre el siglo XII y el Siglo XIII de nuestra era. Lo hace el italiano Francisco de Asís, quien luego será canonizado. En sus largas estadías en el bosque, donde hablaba con la naturaleza, pues concebía a los animales sus hermanos, celebraba la navidad haciendo una réplica en miniatura de la ciudad de Belén, en tiempos del nacimiento de su dios Jesús.

Esta tradición la conserva el mundo occidental cristiano. Celebra la víspera del nacimiento el veinticuatro de diciembre y la hierofanía o la epifanía el día siguiente. Es el momento en el que llega o se muestra lo sagrado. La navidad más que una conmemoración es la renovación, la actualización ritual de lo sagrado. Por eso el pesebre popular es atemporal o anacrónico. Se mezcla el presente con el pasado porque Jesús niño viene de Belén a la urbe de hoy.

La navidad en este tiempo, no se reduce a la epifanía de Jesús. Se dedica todo el mes de diciembre a muchas actividades con periodicidad anual: Los balances, el cierre de actividades de instituciones y organizaciones; el siete y ocho de diciembre dedicado a la virgen y el último día del año para las nostalgias, premoniciones y la promesa de un cambio.

Por eso dice la canción de Lucy Figueroa: Llegó Diciembre con su alegría mes de parrandas y animación. En que se baila de noche y día y es solo juergas y diversión. Se hace natilla se hacen buñuelos, se dan regalos en caridad. Engringolados chicos y abuelos hacen el árbol de navidad. El marranito que había comprado desde Noviembre para engordar, ya de las patas bien amarrado y vengan todos a chamuscar. Nube de globos el cielo llena, pólvora a chorro llena también. Y algunos novios en nochebuena por chupar piña ni oyen ni ven. Ya nació el niño ya tiene un diente ya siente ganas de caminar. Que traigan vino, ron y aguardiente porque toditos quieren bailar. Toquen guabina después el porro, luego un merengue cumbia al vaivén. Y que me toquen a mi un pasillo y un bambuquito quiero también.