Coincidencias ocurren con todos los días. Hace
meses adquirí la novela El mundo de afuera. La he leído en este mes de enero y
me causó sonrisas solitarias, cuando detecté que el símbolo identitario del
texto es una minifalda roja. Escribí un texto sobre el sentimiento decembrino y
también tomé la minifalda roja de Sabina, muchacha de finales de los años
sesenta, como símbolo. Coincidencia feliz, para mí. La novela de Jorge Franco
es una intensa escritura con un manejo del tiempo y el espacio impactante. Se
encuentra un motivo permanente para adelantar los acontecimientos o
remembrarlos, según el antes y después del hecho central: el secuestro de Diego
Echavarría por el Mono Riascos.
Antes o después se presentan los espacios o los
escenarios y en ellos desarrolla actos de los personajes de manera simultánea.
Parece complicado el método, la técnica o el estilo narrativo. En un solo
apartado se conjugan hasta cuatro escenas en lugares distintos y distantes. Con
un poco de atención del lector, se puede llevar el hilo de los acontecimientos.
Se está en Berlín y a la distancia de un párrafo, se está en el castillo del
Poblado y por otro, en Santa Elena o en el centro de Medellín.
La palabra les es dada a todos los personajes y se
detecta que entre quienes más hablan está el narrador omnisciente. El lector
debe elegir entre el secuestrador Mono Riascos y el fisgón enamorado de Isolda,
sin nombre. Ambos enamorados de esa niña, hija de Diego Echavarría y la alemana
Benedicta. Ambos tienen como referente de su deseo, la minifalda roja. Hasta la
aparición de esa prenda, símbolo de la liberalidad femenina de los años sesenta
del siglo xx, el narrador se confunde con el secuestrador. Isolda hurta la
pequeña falda en una tienda en la que su madre le compraba los vestidos
recatados, acordes con la moralidad conservadora de la burguesía antioqueña. La
niña adolescente se pone la prenda y baila para un grupo de muchachos colados
en los predios del castillo, en ese grupo está el Mono Riascos. Ahí en ese
momento aparece el narrador omnisciente y expresa su envidia y desilusión por
no estar entre los muchachos. Ahí toma distancia y se entiende que el narrador
es un vecino pudiente del sector, que fisgonea la vida de la gente del castillo.
El lenguaje de ambos personajes se distancia y se
cruza a la vez. El Mono Riascos a veces parece más culto que el fisgón
narrador. Ama la poesía de Julio Flores y esto lo hace más delicado en el
hablar, aunque sea el jefe de una banda de ladrones, atracadores de bancos y en
el tiempo de la novela, secuestradores. El fisgón narrador a veces se pliega a
la jerga de la calle y se vuelve impostado, porque sabe de las calles de
Berlín, de música clásica y de la segunda guerra mundial. Pero deja que el lector
se construya una semblanza de la delincuencia de los años sesenta del siglo
pasado. Parece un residuo caricaturesco de las mafias norteamericanas de los
años treinta o unos camajanes bribones, para ser bondadoso con el escritor.
La novela, sí me hizo poner al frente de la banda
del Mono Riascos, las delincuencias que llegaron después, ante las cuales, la
del Mono aparece más humana o mejor, más ingenua. Son timadores, oportunistas
ante el descuido de una ciudad confiada. Después de los años ochenta las
bandas, son cruzadas por lo político y eso las hace despiadadas, hasta infligir
dolor a sus víctimas. El Mono Riascos, pensaba cobrar el rescate e irse luego
para el exterior a disfrutar el botín; él y sus compinches eran seres
independientes y de alguna manera solidarios con sus víctimas, pues delinquían
por los azares de la vida. Las bandas híbridas de narcotráfico, política y paramilitarismo,
de los ochenta en adelante, estaban en red. Los grandes jefes ordenaban un
atraco, un magnicidio, una entrega de droga o una masacre. Esto se cumplía y
luego, el mismo jefe mandaba otros a limpiar las huellas, para cortar los
procesos de investigación y garantizar la impunidad.
Guillermo Aguirre González