viernes, 30 de enero de 2015

La minifalda roja de Isolda

Coincidencias ocurren con todos los días. Hace meses adquirí la novela El mundo de afuera. La he leído en este mes de enero y me causó sonrisas solitarias, cuando detecté que el símbolo identitario del texto es una minifalda roja. Escribí un texto sobre el sentimiento decembrino y también tomé la minifalda roja de Sabina, muchacha de finales de los años sesenta, como símbolo. Coincidencia feliz, para mí. La novela de Jorge Franco es una intensa escritura con un manejo del tiempo y el espacio impactante. Se encuentra un motivo permanente para adelantar los acontecimientos o remembrarlos, según el antes y después del hecho central: el secuestro de Diego Echavarría por el Mono Riascos.
Antes o después se presentan los espacios o los escenarios y en ellos desarrolla actos de los personajes de manera simultánea. Parece complicado el método, la técnica o el estilo narrativo. En un solo apartado se conjugan hasta cuatro escenas en lugares distintos y distantes. Con un poco de atención del lector, se puede llevar el hilo de los acontecimientos. Se está en Berlín y a la distancia de un párrafo, se está en el castillo del Poblado y por otro, en Santa Elena o en el centro de Medellín.

La palabra les es dada a todos los personajes y se detecta que entre quienes más hablan está el narrador omnisciente. El lector debe elegir entre el secuestrador Mono Riascos y el fisgón enamorado de Isolda, sin nombre. Ambos enamorados de esa niña, hija de Diego Echavarría y la alemana Benedicta. Ambos tienen como referente de su deseo, la minifalda roja. Hasta la aparición de esa prenda, símbolo de la liberalidad femenina de los años sesenta del siglo xx, el narrador se confunde con el secuestrador. Isolda hurta la pequeña falda en una tienda en la que su madre le compraba los vestidos recatados, acordes con la moralidad conservadora de la burguesía antioqueña. La niña adolescente se pone la prenda y baila para un grupo de muchachos colados en los predios del castillo, en ese grupo está el Mono Riascos. Ahí en ese momento aparece el narrador omnisciente y expresa su envidia y desilusión por no estar entre los muchachos. Ahí toma distancia y se entiende que el narrador es un vecino pudiente del sector, que fisgonea la vida de la gente del castillo.

El lenguaje de ambos personajes se distancia y se cruza a la vez. El Mono Riascos a veces parece más culto que el fisgón narrador. Ama la poesía de Julio Flores y esto lo hace más delicado en el hablar, aunque sea el jefe de una banda de ladrones, atracadores de bancos y en el tiempo de la novela, secuestradores. El fisgón narrador a veces se pliega a la jerga de la calle y se vuelve impostado, porque sabe de las calles de Berlín, de música clásica y de la segunda guerra mundial. Pero deja que el lector se construya una semblanza de la delincuencia de los años sesenta del siglo pasado. Parece un residuo caricaturesco de las mafias norteamericanas de los años treinta o unos camajanes bribones, para ser bondadoso con el escritor.

La novela, sí me hizo poner al frente de la banda del Mono Riascos, las delincuencias que llegaron después, ante las cuales, la del Mono aparece más humana o mejor, más ingenua. Son timadores, oportunistas ante el descuido de una ciudad confiada. Después de los años ochenta las bandas, son cruzadas por lo político y eso las hace despiadadas, hasta infligir dolor a sus víctimas. El Mono Riascos, pensaba cobrar el rescate e irse luego para el exterior a disfrutar el botín; él y sus compinches eran seres independientes y de alguna manera solidarios con sus víctimas, pues delinquían por los azares de la vida. Las bandas híbridas de narcotráfico, política y paramilitarismo, de los ochenta en adelante, estaban en red. Los grandes jefes ordenaban un atraco, un magnicidio, una entrega de droga o una masacre. Esto se cumplía y luego, el mismo jefe mandaba otros a limpiar las huellas, para cortar los procesos de investigación y garantizar la impunidad.
Guillermo Aguirre González

jueves, 22 de enero de 2015

La procesión

El vestido entero y la corbata estuvieron listos desde anoche. Antes de las once de la mañana del Viernes Santo, me vestí rápido pero aplicado. Salí de la casa con los hermanos. Llegamos al parquecito de Andalucía. Desde allí sale todos los años la procesión del viacrucis.
 
A las doce del día el calor era mucho dentro del vestido y veía a todos los de mi lado abanicarse con la cartilla de las catorce estaciones; este calor lo aguantábamos por las palabras poderosas del padre Pérez. Decía que estábamos en medio del sacrificio, equivalente al dolor que sentía Cristo por sus llagas y señalaba con el dedo y el brazo izquierdo muy estirados al Señor Caído, que en ese momento me parecía más ensangrentado que todos los días.
 
El sermón del padre Pérez, estaba a punto de darle inicio a la primera estación, cuando un rumor se sintió en la gente y desde la altura de la cintura de las señoras y señores, vi las caras mirar hacía la casa de Jonasito. El rumor decía... lo mató, lo mató, lo mató el hermano.
 
Entre piernas largas y barrigas de gente grande me metí y llegué a la puerta de la casa. Estaba cerrada. Detrás se escuchaba llorar una mujer y una voz de hombre viejo, entre palabras feas, decía: ya viene la policía.

Un acólito vestido con túnica blanca habló en el oído del padre Pérez. Se rezó la primera estación muy rápido y se sacó la gente del parquecito de Andalucía, hacía la segunda estación del viacrucis, cuyo altar estaba organizado en la casona de los Naranjo, dos cuadras más abajo.

Me quedé en el parquecito con otra gente frente de la casa de Jonasito. La puerta era de tablones gruesos unidos por otros, atravesados, que daban la apariencia de fortaleza. Y así era porque allí guardaban “carros de caballos” y materiales de construcción. A veces entraban camiones.
 
La gente se dividió entre los que nos quedamos y los que se llevó el padre Pérez. Fueron más los que siguieron en la procesión. Me tocó ver llegar la policía con un señor de corbata, pelo fijado, bien peinado y brillante, que llevaba una máquina de escribir y a Alfredo el hijo menor de Jonasito sentado en la acera, dos puertas más arriba, borracho, llorando y diciendo... ¡lo tuve que matar!
 
Escuchaba decir que desde muy temprano los dos hermanos comenzaron un alegato, con golpes y perseguidas y que casi a las doce del día Alfredo le pegó al otro una puñalada en el pecho.
 
Me halaron de un brazo, era Alba que me sacaba y regañaba por haberme quedado. Alba mi hermana mayor tenía el rostro rojo por el calor y el vestido negro. Alcanzamos la procesión que ya estaba en la tercera estación del viacrucis. El padre Pérez seguía con su sermón interminable, contestado por todos con el canto leído en la cartilla. El cuerpo del hermano de Alfredo no se apartaba de mi pensamiento. Imaginaba la camisa perforada por el cuchillo y su sangre brotar de la herida del pecho. Conocía a Edilma a Alfredo y al muerto desde el primer día de kinder. Éste quedaba en una casa grande con patio en el centro y un solar con mangos y naranjos, donde pasábamos el recreo. El kinder estaba una cuadra arriba del parquecito de Andalucía. La maestra era una mujer blanca alta, casada con un señor gordo, moreno y más bajito que ella. La maestra a la que le decíamos la señorita Delia repartía la clase entre atender la asfixia de su marido y el escribir en el tablero. Casi siempre era más importante su marido que nosotros, por lo que había muchos recreos.
 
Para llegar al Kinder, tenía que pasar por el parquecito de Andalucía y allí veía todos los días a la familia de Jonasito. A Alfredo y su hermano los veía entrar o salir en el “carro de caballo”, cargando ladrillos, arena o piedras. Por ello tenían cuerpos musculosos y hablaban duro. Alfredo siempre estaba regañando a su hermano, por dejarle la mayor cantidad de trabajo, por maltratar a Edilma y desobedecer y robar a Jonasito. Edilma casi nunca salía de la casa, se la veía mirar por la ventana a sus dos hermanos, sentados en la acera del parquecito, o se le oía llorar cuando los hermanos, dentro de la casa, se golpeaban.
 
Los hermanos, casi todos los días bebían aguardiente, y así trabajaban; así los niños del Kinder, teníamos que verlos. A veces jugábamos en el parquecito porque la señorita Delia tenía que salir con su marido para el hospital y nos soltaba a media mañana o a media tarde. El parquecito era redondo, tenía jardineras en triángulo y en el centro una fuente de forma irregular forrada en azulejos. Las jardineras tenían lirios amarillos y pequeños avisos en metal donde leíamos con dificultad “nnn… no ppp… pi… se lll… la gr gr graam ma – no pise la grama”. Nos metíamos en la fuente. Los hijos de Jonasito, no gustaban de vernos jugar allí. Trataban de atraparnos, esto nos daba miedo y corríamos a nuestras casas.
 
Alba cantaba en la procesión con la voz clara como cuando cantaba los tangos que le dedicaba Gilberto desde la cantina de don Leonardo. La veía entregada. Terminado el canto, seguía el sermón del padre Pérez. En ese momento, Alba y todos los demás, comenzaban a hablar pasito con quien tenían al lado. Alba con mi mano en la suya desde que me sacó del parquecito, le dijo a una señora con pañoleta de dibujos blancos y negros y de su misma estatura: Eso tenía que terminar en tragedia, ya la Inspección sabía y por eso Alfredo vivía encima de él a pesar de ser más joven. Por eso la pobre Edilma casi no salía de la casa, estaba avergonzada de lo que el muerto hacía con ella.
 
La sangre quieta de las llagas del Señor Caído, la sangre chorreante del pecho del hermano de Alfredo, el llanto encerrado de Edilma, el calor que causaba el sol de medio día dentro de mi vestido entero, hicieron girar la procesión en mi cabeza. Solté por fuerza la mano de Alba y me saqué la corbata y la chaqueta. Alba pellizcándome el hombro dijo: “en la casa arreglamos desgualetao”.
Guillermo Aguirre González

 

 

viernes, 16 de enero de 2015

Las yerbas, las aguas y el cielo rojo

El olor de los vinos y licores pasan la puerta del bar como vapores que delatan el consumo. Los transeúntes miran atraídos luego de otear el vaho. Hoy tengo nostalgia y entre sorbos, aprecio la permanente expansión sostenida desde los días primigenios del siglo xx, como el padecimiento de la ciudad de las telas y los rieles; esta actividad ha funcionado como atracción para hombres y mujeres de la región, incluso extranjeros que vinieron a vender sabiduría sobre tramas, urdimbres, aceros y electricidad. Las gentes desbordaron el núcleo madre de la ciudad, regido por dos largas calles tendidas de sur a norte, entre las cuales se puso a la venta territorios que antes existieron como fincas de pancoger. Los atraídos por la novedad de los rieles y las telas, no pudieron comprar las fincas, presionaron a los dueños raizales con ofertas de compra de partes o lotes pequeños. Resultó entre las dos calles originarias el fenómeno del callejón sin salida. La venta de lotes se hizo al azar, con una única percepción sobre el espacio: dejar un camino para entrar y salir. En las casas que construyeron, hay un siglo de intuición arquitectónica. La choza de bahareque tiene el tiempo ancestral, las casas de tapias y tejas de barro cocido son frescas en verano y cálidas en invierno. Las casas de ladrillo fueron la opción de los llegados casi en masa, expulsados del campo por la violencia política de los años cincuenta. El ladrillo de barro cocido es una unidad versátil y permite armar una construcción rápida apropiada para los afanes de los nuevos inmigrantes. La frontera de las dos calles largas del origen fueron traspasadas y la ciudad creció unas veces pensada y trazada, pero las más de las veces, al azar. Este azar es el que se encuentra en los callejones de mi barrio. En la memoria se quedó, no solo en la mía, en la de muchos otros debe estar, la vida azarosa de Mayita Gonzaga, mandadero experto, cumplidor de las misiones con agilidad y oportunidad. Caminaba repitiendo en voz baja la tarea encomendada.
 
Fue parido con dificultad. Cuando asomó la cabeza al mundo fuera del vientre de su madre se detuvo el esfuerzo del nacimiento. La partera le debió halar y por eso su familia explica el cuello largo que lo caracteriza. En el ámbito de la memoria, le veo temprano, todos los días, ir de callejón en callejón. El espacio de su cotidianeidad tiene forma de U. En el centro está el callejón de Ilduara García. La señora raizal, de porte aristocrático, pelo negro y piel clara. Su casa es una heredad de origen colonial, ahora inmersa en un vecindario con gentes venidas de las zonas rurales aledañas, quienes se aposentaron en desorden y le dieron a la callejuela ciega una forma laberíntica.
 
La U dirige sus brazos al norte. Cuando Mayita sale de ella se dirige a su derecha al callejón de la arcaizante Felipa Ramón. Esos ámbitos son bellos. Felipa vive en una casa de Tapias altas, amplias puertas y ventanas de madera pintada de rojo con cristales de colores. Las otras casas están alineadas sobre una calle amplia. El callejón de Felipa termina en una arboleda con mangos, aguacates y carambolos, separada de la calle por un lindero de liberales lechosos.
 
El callejón de la izquierda tiene el nombre de otra mujer, la de las yerbas. Ella llegó de Dabeiba a mediados de los años cuarenta del siglo pasado y trajo consigo un saber homeopático que le dio fama de curandera en el barrio. El callejón de la india Benita, a diferencia de los otros, se le dio el nombre de un inmigrante. No tomó el nombre de la familia raizal dueña de la tierra que se vendió a pedazos, por el fondo de la entrada de servidumbre de la casona de los López de Mesa. Este callejón estrecho, hacía inevitable el contacto de los vecinos e imposible la vida privada.
 
Mayita Gonzaga hombre de veinte años, combinaba en sus actos y lenguaje las ideas, conductas y gestos de las tres señoras. Ellas y él se tenían una confianza mutua extrema. Muchas veces cuando la noche le atrapaba, era invitado a pernotar en sus casas. Ilduara García le confiaba el correo con sus deudores y el cobro de dineros. Mayita la trataba con nombre propio y escuchaba con atención dogmática la historia siempre repetida del aporte de los García al bienestar de los pobres de la ciudad. Le hablaba de la relación indisoluble del catolicismo con la nación y de los abusos de la democracia liberal para con las familias con derechos coloniales. Cuando Mayita repartía limosnas en nombre de su protectora, estiraba el portento de su cuello alargado y hablaba en voz alta sobre el camino al cielo ya ganado por Ilduara, por esa voluntad de desprenderse de parte de su riqueza para favorecer a los pobres. Pero su discurso se truncaba cuando se le atravesaba en la cabeza el olor de la casa de Benita.
 
Una noche de lluvia, debió quedarse en el callejón lúgubre de las yerbas. La india Benita hacía quemas cotidianas y llenaba la estrecha calle sinuosa de aromas enervantes. Mayita sintió el peso de su cabeza, pero gustaba de eso, por tener pensamientos claros y agradables. Recorría sin moverse las calles del barrio y pasaban ante sus ojos los amigos, los vecinos. Detallaba sus vestidos y sentía gozo al verlos limpios, con sus caras risueñas. Lo sacó de su introspección, la voz gangosa de la india Benita. Ella le habló del poder de los espíritus de los vegetales, de los cuerpos que viajan sin moverse y de la felicidad que habita en las aguas corrientes. Las imágenes producidas por las palabras de la india Benita se grababan para siempre en la memoria de Mayita. El rito se interrumpía cuando tocaban la puerta y él debía levantarse para abrirla y entregar al visitante furtivo un paquetito a cambio unas monedas que aumentaban el dinero de la india.
 
A Mayita los mundos se le cruzaban y no sabía quién era. Con esta actitud llegó a la casa roja de Felipa, una tarde. Recibió la encomienda de traer de la tienda de Clodomiro, por los lados del ferrocarril, unas botellas de aguardiente. Ágil y presto llegó con ellas a las seis, cuando comenzaba la oscuridad. Felipa ansiosa tomó una, la puso entre sus ojos y la luz de un bombillo y sonrió, haciendo un gesto de aceptación. Felipa Ramón sirvió dos copas, ambos bebieron. Ella degustó y Mayita se estremeció. -Hombre aprende estas cosas de la vida- dijo la mujer morena con pelo en bucles negros y con un vestido que dejaba ver parte de sus pechos aun duros. Ese trago limpió el pensamiento de Mayita de las huellas de los otros callejones y las palabras de sus mujeres. Felipa le habló de la libertad instaurada por su dios permisivo, del gobierno corrompido de la dictadura y de cómo el pueblo estaba embrujado por el brillo de los uniformes de los militares. Mayita trataba de mirar el callejón por una de las amplias ventanas, pero Felipa le tomó la barbilla y lo obligó a mirarla a los ojos. Hombre –continuó- nadie en Colombia ha hecho justicia con los pobres y los trabajadores, como los liberales. Vos tenés que ser liberal y pelear contra esta dictadura. Se sirvieron otro trago. Mayita sintió el paso ardiente del licor por su largo cuello y produjo un sonido como de jirafa. Recordó las palabras de las otras mujeres y pensó en un cielo rojo, en los espíritus que habitan las aguas y en el bienestar liberal.
Por Guillermo Aguirre González