El vestido entero y la corbata estuvieron listos desde
anoche. Antes de las once de la mañana del Viernes Santo, me vestí rápido pero
aplicado. Salí de la casa con los hermanos. Llegamos al parquecito de Andalucía.
Desde allí sale todos los años la procesión del viacrucis.
A las doce del día el calor era mucho dentro del
vestido y veía a todos los de mi lado abanicarse con la cartilla de las catorce
estaciones; este calor lo aguantábamos por las palabras poderosas del padre
Pérez. Decía que estábamos en medio del sacrificio, equivalente al dolor que
sentía Cristo por sus llagas y señalaba con el dedo y el brazo izquierdo muy
estirados al Señor Caído, que en ese momento me parecía más ensangrentado que
todos los días.
El sermón del padre Pérez, estaba a punto de darle
inicio a la primera estación, cuando un rumor se sintió en la gente y desde la
altura de la cintura de las señoras y señores, vi las caras mirar hacía la casa
de Jonasito. El rumor decía... lo mató, lo mató, lo mató el hermano.
Entre piernas largas y barrigas de gente grande me metí
y llegué a la puerta de la casa. Estaba cerrada. Detrás se escuchaba llorar una
mujer y una voz de hombre viejo, entre palabras feas, decía: ya viene la
policía.
Un acólito vestido con túnica blanca habló en el oído
del padre Pérez. Se rezó la primera estación muy rápido y se sacó la gente del
parquecito de Andalucía, hacía la segunda estación del viacrucis, cuyo altar
estaba organizado en la casona de los Naranjo, dos cuadras más abajo.
Me quedé en el parquecito con otra gente frente de la
casa de Jonasito. La puerta era de tablones gruesos unidos por otros,
atravesados, que daban la apariencia de fortaleza. Y así era porque allí
guardaban “carros de caballos” y materiales de construcción. A veces entraban
camiones.
La gente se dividió entre los que nos quedamos y los
que se llevó el padre Pérez. Fueron más los que siguieron en la procesión. Me
tocó ver llegar la policía con un señor de corbata, pelo fijado, bien peinado y
brillante, que llevaba una máquina de escribir y a Alfredo el hijo menor de Jonasito
sentado en la acera, dos puertas más arriba, borracho, llorando y diciendo...
¡lo tuve que matar!
Escuchaba decir que desde muy temprano los dos hermanos
comenzaron un alegato, con golpes y perseguidas y que casi a las doce del día
Alfredo le pegó al otro una puñalada en el pecho.
Me halaron de un brazo, era Alba que me sacaba y
regañaba por haberme quedado. Alba mi hermana mayor tenía el rostro rojo por el
calor y el vestido negro. Alcanzamos la procesión que ya estaba en la tercera
estación del viacrucis. El padre Pérez seguía con su sermón interminable,
contestado por todos con el canto leído en la cartilla. El cuerpo del hermano
de Alfredo no se apartaba de mi pensamiento. Imaginaba la camisa perforada por
el cuchillo y su sangre brotar de la herida del pecho. Conocía a Edilma a
Alfredo y al muerto desde el primer día de kinder. Éste quedaba en una casa
grande con patio en el centro y un solar con mangos y naranjos, donde pasábamos
el recreo. El kinder estaba una cuadra arriba del parquecito de Andalucía. La
maestra era una mujer blanca alta, casada con un señor gordo, moreno y más
bajito que ella. La maestra a la que le decíamos la señorita Delia repartía la
clase entre atender la asfixia de su marido y el escribir en el tablero. Casi
siempre era más importante su marido que nosotros, por lo que había muchos
recreos.
Para llegar al Kinder, tenía que pasar por el
parquecito de Andalucía y allí veía todos los días a la familia de Jonasito. A
Alfredo y su hermano los veía entrar o salir en el “carro de caballo”, cargando
ladrillos, arena o piedras. Por ello tenían cuerpos musculosos y hablaban duro.
Alfredo siempre estaba regañando a su hermano, por dejarle la mayor cantidad de
trabajo, por maltratar a Edilma y desobedecer y robar a Jonasito. Edilma casi
nunca salía de la casa, se la veía mirar por la ventana a sus dos hermanos,
sentados en la acera del parquecito, o se le oía llorar cuando los hermanos,
dentro de la casa, se golpeaban.
Los hermanos, casi todos los días bebían aguardiente, y
así trabajaban; así los niños del Kinder, teníamos que verlos. A veces
jugábamos en el parquecito porque la señorita Delia tenía que salir con su
marido para el hospital y nos soltaba a media mañana o a media tarde. El
parquecito era redondo, tenía jardineras en triángulo y en el centro una fuente
de forma irregular forrada en azulejos. Las jardineras tenían lirios amarillos
y pequeños avisos en metal donde leíamos con dificultad “nnn… no ppp… pi… se lll…
la gr gr graam ma – no pise la grama”. Nos metíamos en la fuente. Los hijos de
Jonasito, no gustaban de vernos jugar allí. Trataban de atraparnos, esto nos
daba miedo y corríamos a nuestras casas.
Alba cantaba en la procesión con la voz clara como
cuando cantaba los tangos que le dedicaba Gilberto desde la cantina de don
Leonardo. La veía entregada. Terminado el canto, seguía el sermón del padre
Pérez. En ese momento, Alba y todos los demás, comenzaban a hablar pasito con
quien tenían al lado. Alba con mi mano en la suya desde que me sacó del
parquecito, le dijo a una señora con pañoleta de dibujos blancos y negros y de
su misma estatura: Eso tenía que terminar en tragedia, ya la Inspección sabía y por
eso Alfredo vivía encima de él a pesar de ser más joven. Por eso la pobre
Edilma casi no salía de la casa, estaba avergonzada de lo que el muerto hacía
con ella.
La sangre quieta de las llagas del Señor Caído, la
sangre chorreante del pecho del hermano de Alfredo, el llanto encerrado de
Edilma, el calor que causaba el sol de medio día dentro de mi vestido entero,
hicieron girar la procesión en mi cabeza. Solté por fuerza la mano de Alba y me
saqué la corbata y la chaqueta. Alba pellizcándome el hombro dijo: “en la casa
arreglamos desgualetao”.
Guillermo Aguirre González
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