El olor de los
vinos y licores pasan la puerta del bar como vapores que delatan el consumo.
Los transeúntes miran atraídos luego de otear el vaho. Hoy tengo nostalgia y
entre sorbos, aprecio la permanente expansión sostenida desde los días
primigenios del siglo xx, como el padecimiento de la ciudad de las telas y los
rieles; esta actividad ha funcionado como atracción para hombres y mujeres de
la región, incluso extranjeros que vinieron a vender sabiduría sobre tramas,
urdimbres, aceros y electricidad. Las gentes desbordaron el núcleo madre de la
ciudad, regido por dos largas calles tendidas de sur a norte, entre las cuales
se puso a la venta territorios que antes existieron como fincas de pancoger.
Los atraídos por la novedad de los rieles y las telas, no pudieron comprar las
fincas, presionaron a los dueños raizales con ofertas de compra de partes o
lotes pequeños. Resultó entre las dos calles originarias el fenómeno del
callejón sin salida. La venta de lotes se hizo al azar, con una única percepción
sobre el espacio: dejar un camino para entrar y salir. En las casas que
construyeron, hay un siglo de intuición arquitectónica. La choza de bahareque
tiene el tiempo ancestral, las casas de tapias y tejas de barro cocido son
frescas en verano y cálidas en invierno. Las casas de ladrillo fueron la opción
de los llegados casi en masa, expulsados del campo por la violencia política de
los años cincuenta. El ladrillo de barro cocido es una unidad versátil y
permite armar una construcción rápida apropiada para los afanes de los nuevos
inmigrantes. La frontera de las dos calles largas del origen fueron traspasadas
y la ciudad creció unas veces pensada y trazada, pero las más de las veces, al
azar. Este azar es el que se encuentra en los callejones de mi barrio. En la memoria
se quedó, no solo en la mía, en la de muchos otros debe estar, la vida azarosa de
Mayita Gonzaga, mandadero experto, cumplidor de las misiones con agilidad y
oportunidad. Caminaba repitiendo en voz baja la tarea encomendada.
Fue parido con dificultad. Cuando asomó la cabeza al mundo fuera del
vientre de su madre se detuvo el esfuerzo del nacimiento. La partera le debió
halar y por eso su familia explica el cuello largo que lo caracteriza. En el
ámbito de la memoria, le veo temprano, todos los días, ir de callejón en
callejón. El espacio de su cotidianeidad tiene forma de U. En el centro está el
callejón de Ilduara García. La señora raizal, de porte aristocrático, pelo
negro y piel clara. Su casa es una heredad de origen colonial, ahora inmersa en
un vecindario con gentes venidas de las zonas rurales aledañas, quienes se
aposentaron en desorden y le dieron a la callejuela ciega una forma
laberíntica.
La U dirige sus brazos al norte. Cuando Mayita sale de ella se dirige a
su derecha al callejón de la arcaizante Felipa Ramón. Esos ámbitos son bellos.
Felipa vive en una casa de Tapias altas, amplias puertas y ventanas de madera
pintada de rojo con cristales de colores. Las otras casas están alineadas sobre
una calle amplia. El callejón de Felipa termina en una arboleda con mangos,
aguacates y carambolos, separada de la calle por un lindero de liberales
lechosos.
El callejón de la izquierda tiene el nombre de otra mujer, la de las
yerbas. Ella llegó de Dabeiba a mediados de los años cuarenta del siglo pasado
y trajo consigo un saber homeopático que le dio fama de curandera en el barrio.
El callejón de la india Benita, a diferencia de los otros, se le dio el nombre de
un inmigrante. No tomó el nombre de la familia raizal dueña de la tierra que se
vendió a pedazos, por el fondo de la entrada de servidumbre de la casona de los
López de Mesa. Este callejón estrecho, hacía inevitable el contacto de los
vecinos e imposible la vida privada.
Mayita Gonzaga hombre de veinte años, combinaba en sus actos y lenguaje
las ideas, conductas y gestos de las tres señoras. Ellas y él se tenían una
confianza mutua extrema. Muchas veces cuando la noche le atrapaba, era invitado
a pernotar en sus casas. Ilduara García le confiaba el correo con sus deudores
y el cobro de dineros. Mayita la trataba con nombre propio y escuchaba con atención
dogmática la historia siempre repetida del aporte de los García al bienestar de
los pobres de la ciudad. Le hablaba de la relación indisoluble del catolicismo
con la nación y de los abusos de la democracia liberal para con las familias
con derechos coloniales. Cuando Mayita repartía limosnas en nombre de su
protectora, estiraba el portento de su cuello alargado y hablaba en voz alta
sobre el camino al cielo ya ganado por Ilduara, por esa voluntad de
desprenderse de parte de su riqueza para favorecer a los pobres. Pero su
discurso se truncaba cuando se le atravesaba en la cabeza el olor de la casa de
Benita.
Una noche de lluvia, debió quedarse en el callejón lúgubre de las
yerbas. La india Benita hacía quemas cotidianas y llenaba la estrecha calle
sinuosa de aromas enervantes. Mayita sintió el peso de su cabeza, pero gustaba
de eso, por tener pensamientos claros y agradables. Recorría sin moverse las
calles del barrio y pasaban ante sus ojos los amigos, los vecinos. Detallaba sus
vestidos y sentía gozo al verlos limpios, con sus caras risueñas. Lo sacó de su
introspección, la voz gangosa de la india Benita. Ella le habló del poder de
los espíritus de los vegetales, de los cuerpos que viajan sin moverse y de la
felicidad que habita en las aguas corrientes. Las imágenes producidas por las
palabras de la india Benita se grababan para siempre en la memoria de Mayita.
El rito se interrumpía cuando tocaban la puerta y él debía levantarse para
abrirla y entregar al visitante furtivo un paquetito a cambio unas monedas que
aumentaban el dinero de la india.
A Mayita los mundos se le cruzaban y no sabía quién era. Con esta
actitud llegó a la casa roja de Felipa, una tarde. Recibió la encomienda de
traer de la tienda de Clodomiro, por los lados del ferrocarril, unas botellas
de aguardiente. Ágil y presto llegó con ellas a las seis, cuando comenzaba la
oscuridad. Felipa ansiosa tomó una, la puso entre sus ojos y la luz de un
bombillo y sonrió, haciendo un gesto de aceptación. Felipa Ramón sirvió dos
copas, ambos bebieron. Ella degustó y Mayita se estremeció. -Hombre aprende
estas cosas de la vida- dijo la mujer morena con pelo en bucles negros y con un
vestido que dejaba ver parte de sus pechos aun duros. Ese trago limpió el
pensamiento de Mayita de las huellas de los otros callejones y las palabras de
sus mujeres. Felipa le habló de la libertad instaurada por su dios permisivo,
del gobierno corrompido de la dictadura y de cómo el pueblo estaba embrujado
por el brillo de los uniformes de los militares. Mayita trataba de mirar el
callejón por una de las amplias ventanas, pero Felipa le tomó la barbilla y lo
obligó a mirarla a los ojos. Hombre –continuó- nadie en Colombia ha hecho
justicia con los pobres y los trabajadores, como los liberales. Vos tenés que
ser liberal y pelear contra esta dictadura. Se sirvieron otro trago. Mayita sintió
el paso ardiente del licor por su largo cuello y produjo un sonido como de
jirafa. Recordó las palabras de las otras mujeres y pensó en un cielo rojo, en
los espíritus que habitan las aguas y en el bienestar liberal.
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