En las mañanas lo despertaba
el balar de las cabras. Sabía que debía levantarse y correr hacia el corral,
abrir el portillo y dejar salir los cornudos. La casa, siempre pintada de
verde, estaba en medio de un solar amplio que permitía a los animales, criados
por Graciela, solazarse en el día. El diario vivir de El Chamo transcurría entre
el ordeño, recolección de estiércol y sus salidas en las tardes con los vecinos
de su edad. Eran cuatro. Caminaban por el parque central de La Pequeña Ciudad y
se les veía reír a la puerta del billar del gordo Aristides.
El Chamo y Graciela
conversaban después de la comida de las siete de la noche. La voz de El Chamo
era delgada y recia. Con doce años hablaba de dirigir a sus compañeros en las
correrías por las calles y se ufanaba tanto de esa pequeña hazaña que Graciela
reía largamente de la ingenuidad de su hijo.
A los dieciocho años
la actividad política de su hermano mayor, permitió que la alcaldía lo
enganchara como guarda de Seguridad y Control, una guardia civil local, ayuda
de la policía nacional. En los tiempos del gobierno del alcalde “Virgomaestre”,
como él se autodenominó, fue despedido del puesto por liberal, dicharachero y
sus ínfulas de mandatario. El Chamo desde su auto oficial de guarda mandaba a
sus compañeros como si fuese su superior y a los ciudadanos les hablaba y
ordenaba como si fuese el mismo alcalde. Todos sabían de la ingenuidad
megalómana de El Chamo y en vez de odiarle o despreciarle, le seguían el juego.
El Chamo no tomaba conciencia de la burla y en realidad creía que era tomado en
serio.
El Virgomaestre
llegó a la alcaldía por militante de la Anapo, partido que desplazó por seis
años a liberales y conservadores de los puestos públicos, y del concejo
municipal. Hizo de Seguridad y Control una guardia anapista. El Chamo despedido
de su puesto de mando viajó a Medellín. Después de violar todos los protocolos,
se metió al despacho del gobernador, y le dijo: doctor Diego, usted se equivocó
de hombre al nombrar al Virgomaestre, yo conozco la ciudad desde chiquito, se
quien es quien y se cómo controlarlos. Ñervito atraca todos los días de seis a
ocho de la noche por detrás de la plaza de mercado. El negro Tábano es el
violador de la Piedrancha. El doctor Siroco se ha robado dos veces el
presupuesto de los restaurantes de las escuelas. Ana Tumbas tiene un putiadero detrás
del cementerio con pelaítas de quince años. José Arepas salta tapias todos los
días y se roba de las casas lo que encuentra. La flaca Rosario vende mariguana
y le pasa plata a la policía para que la dejen trabajar. A la Varilla le traen cigarrillos
Malboro y tiene inundada la ciudad de contrabando. Yo doctor Diego le limpio el
municipio con tres patadas y verá lo que es el orden y la justicia.
El gobernador,
atónito, entre la risa y la sorpresa, hizo lo que todos hacían con El Chamo, seguirle
la corriente; pero este fue más lejos. En una tarjeta de invitación que tenía
destinada a la basura escribió: a petición del ciudadano El Chamo Ramos y por
insistencia de todos los ciudadanos debe ser nombrado Alcalde de La Pequeña
Ciudad. Dado en Antioquia el 31 de octubre de 1971. El Chamo deslumbrado ante
su logro, tomó el papel, hizo una reverencia profunda, corrió y saltó fuera de
la gobernación.
El Virgomaestre
nunca lo recibió. El Chamo por bares y cantinas, en los mentideros políticos,
exhibía su nombramiento como alcalde de La Pequeña Ciudad, y provocaba la risa
por doquier. Como respuesta ante la burla, El Chamo puso demandas por incumplimiento
del mandato de su tarjeta. Fue a los directorios políticos, a los tribunales.
Viajó a Bogotá e hizo conocer su caso del jefe nacional del partido liberal. En
todas aquellas instituciones y lugares que visitó se hizo hacer un documento de
reconocimiento de la legalidad de su tarjeta. El visitado expedía gustoso el
documento, para reir. Por ello El Chamo hoy sigue su diario vivir caminando las
oficinas públicas con un portafolio bajo el brazo repleto de documentos donde
está escrita la burla mordaz de una sociedad que se ríe de sus tontos.
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