miércoles, 4 de marzo de 2015

Rito de toro con olor

Ella estaba pendiente de mi nariz, cada que ponía la comida en la mesa y frente a mí. Y lo hacía porque yo antes de llevarme la cuchara a la boca olía la comida servida y levantaba un poco la nariz, para atrapar el olor y compararlo con otros que tenía en la memoria. Para mí, era una costumbre común, mis otros hermanos lo hacían, pero ella decía que yo olía la comida como un animal, es decir, no le gustaba mi gesto y además decía que la comida no se olía, porque había que imitar a Domingo Sabio que se comía lo que le pusieran en la mesa, pues eso era un regalo de dios. Ella no llegó a castigarme, pero el reclamo permanente fue suficiente para hacerme sentir discriminado. Domingo murió a los dieciséis años de inanición autoprovocada. La historia se la escuchaba a ella y al profesor Julio en la Escuela Preciosa Sangre que a pesar de ser escuela pública era atendida en contubernio entre el profesor Julio y el cura párroco Rogelio. La escuela terminaba a las cuatro de la tarde. Con el sol decadente caminaba cinco calles hasta la casa, allí me recibía el olor del hogao y sabía que en cuestión de una hora lo tendría sobre los frijoles cotidianos. En la mesa ante el plato humeante olvidaba las recriminaciones de Ella. Inevitable, mi nariz seguía el vapor flameante, despedido por la comida. Terminaba el gesto con la frente elevada, metiendo el olor en el fondo de la nariz.
 
 
Luego de comer, ella llamaba a cada hijo por su nombre completo y en tono solemne. Nos hacía sentar de nuevo para rezar el rosario. Lo hacíamos con voz económica, con palabras pronunciadas a la mitad, a media lengua. La atención estaba en la calle, después del rito vendrían los juegos, también cotidianos, pero por ser libres y gritados a todo pulmón, eran todo lo contrario de las rutinas de la casa y la escuela.

 
Los olores de la calle llegaban a la nariz. La calle en la noche olía distinto a la calle diurna. En la noche, el pavimento frío, dejaba llegar aromas lejanos, tristes, agrios, o alegres y dulces. Los comparaba con la calle caliente de sol, en el día. El pavimento atrapaba la canícula y neutralizaba los sentidos. Si algo quedaba en la memoria del olfato, estaba relacionado por el excremento de las caballerías de los Ortega. Ese cagajón sobre la calle del día, señalaba el lazo de la pequeña ciudad con el campo.
 
 
La Escuela Preciosa Sangre se construyó en una esquina robada al viejo cementerio. Ambos lugares estaban en el límite occidental de la pequeña ciudad. El olor de la escuela era rural. A la media jornada de los sábados el profesor Julio le puso el nombre de Sábados sabrosos y en ellos cantábamos acompañados por dulzainas; el profesor Julio sabía de canto y se lucía ante nosotros. Uno de esos sábados nos sacó de la escuela y trepamos la montaña. Cruzamos varias quebradas y entramos en un potrero. El profesor nos habló del ganado, su utilidad y los cuidados. Observábamos más con la nariz que con los ojos; pues la boñiga acumulada llenaba toda la imaginación e impedía pensar. Las palabras del profesor Julio eran sin pausa y explicaba que el olor intenso de esos excrementos a nosotros nos fastidiaba; pero que para las reses era su vida y que incluso el toro tenía un rito con la vaca para iniciar la reproducción de su especie. El toro olía los orificios traseros de la vaca y levantaba la cabeza hacia el cielo en acto que solo se explica pensando en lo bello de la naturaleza. Ese sábado en la mañana, así de golpe, entendí los reclamos de ella, cuando me servía la comida.

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