Ella estaba
pendiente de mi nariz, cada que ponía la comida en la mesa y frente a mí. Y lo hacía
porque yo antes de llevarme la cuchara a la boca olía la comida servida y
levantaba un poco la nariz, para atrapar el olor y compararlo con otros que
tenía en la memoria. Para mí, era una costumbre común, mis otros hermanos lo
hacían, pero ella decía que yo olía la comida como un animal, es decir, no le
gustaba mi gesto y además decía que la comida no se olía, porque había que
imitar a Domingo Sabio que se comía lo que le pusieran en la mesa, pues eso era
un regalo de dios. Ella no llegó a castigarme, pero el reclamo permanente fue
suficiente para hacerme sentir discriminado. Domingo murió a los dieciséis años
de inanición autoprovocada. La historia se la escuchaba a ella y al profesor
Julio en la Escuela Preciosa Sangre que a pesar de ser escuela pública era
atendida en contubernio entre el profesor Julio y el cura párroco Rogelio. La
escuela terminaba a las cuatro de la tarde. Con el sol decadente caminaba cinco
calles hasta la casa, allí me recibía el olor del hogao y sabía que en cuestión
de una hora lo tendría sobre los frijoles cotidianos. En la mesa ante el plato
humeante olvidaba las recriminaciones de Ella. Inevitable, mi nariz seguía el
vapor flameante, despedido por la comida. Terminaba el gesto con la frente
elevada, metiendo el olor en el fondo de la nariz.
Luego de comer,
ella llamaba a cada hijo por su nombre completo y en tono solemne. Nos hacía
sentar de nuevo para rezar el rosario. Lo hacíamos con voz económica, con palabras
pronunciadas a la mitad, a media lengua. La atención estaba en la calle, después
del rito vendrían los juegos, también cotidianos, pero por ser libres y
gritados a todo pulmón, eran todo lo contrario de las rutinas de la casa y la
escuela.
Los olores de la calle
llegaban a la nariz. La calle en la noche olía distinto a la calle diurna. En
la noche, el pavimento frío, dejaba llegar aromas lejanos, tristes, agrios, o
alegres y dulces. Los comparaba con la calle caliente de sol, en el día. El
pavimento atrapaba la canícula y neutralizaba los sentidos. Si algo quedaba en
la memoria del olfato, estaba relacionado por el excremento de las caballerías
de los Ortega. Ese cagajón sobre la calle del día, señalaba el lazo de la pequeña
ciudad con el campo.
La Escuela
Preciosa Sangre se construyó en una esquina robada al viejo cementerio. Ambos
lugares estaban en el límite occidental de la pequeña ciudad. El olor de la
escuela era rural. A la media jornada de los sábados el profesor Julio le puso
el nombre de Sábados sabrosos y en ellos cantábamos acompañados por dulzainas; el
profesor Julio sabía de canto y se lucía ante nosotros. Uno de esos sábados nos
sacó de la escuela y trepamos la montaña. Cruzamos varias quebradas y entramos
en un potrero. El profesor nos habló del ganado, su utilidad y los cuidados. Observábamos
más con la nariz que con los ojos; pues la boñiga acumulada llenaba toda la
imaginación e impedía pensar. Las palabras del profesor Julio eran sin pausa y
explicaba que el olor intenso de esos excrementos a nosotros nos fastidiaba;
pero que para las reses era su vida y que incluso el toro tenía un rito con la
vaca para iniciar la reproducción de su especie. El toro olía los orificios
traseros de la vaca y levantaba la cabeza hacia el cielo en acto que solo se
explica pensando en lo bello de la naturaleza. Ese sábado en la mañana, así de
golpe, entendí los reclamos de ella, cuando me servía la comida.
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