martes, 8 de septiembre de 2015

El hijo de Jenaro

Abstracto de Conn Ryder
 
Esa humanidad viva que asumiste desde la juventud temprana, te hizo beber la existencia a largos y grandes tragos. La bebiste con una velocidad inusitada para no darle tiempo a la razón. Ella, dique hecho para la familia de Jenaro, tu padre censor, como decías, cuando intentabas hacer un alto, cuando querías fundamentar tu vida y te ponías a leer. Pronto le sustrajiste a Jenaro los billetes de sus bolsillos, en sus noches de tragos, cuando caminando de puntillas, entrabas en su cuarto y sin quitar los ojos sobre su cara madura de barba hirsuta, metías dos dedos en su camisa con la lentitud calmada que siempre te caracterizó. Esos billetes, no los almacenabas, no los acumulabas. Se gastaban en la esquina con un derroche festivo por culpa de la agilidad de tus dedos. Los amigos, siempre reunidos participaban gozosos del gasto, porque era inesperado y azaroso. Ocurría cundo menos lo esperaban.

Recuerdo la vez que fuiste un paso más arriba. Te metiste con la tienda de Braulio. Ella en el término de la cuesta, con puertas por dos calles, estaba forrada en estanterías de madera rústica llenas de abastos. Te paraste en la puerta, mirabas cuesta abajo, fingiendo despreocupación y esperabas la atención de Braulio con algún cliente, para poner en acción la agilidad de tus dedos y extraer enlatados. Esa vez Braulio detectó, la marca en hueco cerca a la puerta y la relacionó con tigo. Cerró la tienda y fue a buscarte con un policía. Te hallaron con las latas de conservas en los bolsillos. Fuiste prendido y estuviste dos meses en la cárcel preventorio. Saliste con la cabeza rapada, la mirada perdida; hablabas poco, pero se notaba en tu cara esos pensamientos de fundamentación de la vida. Repartiste puñetazos casi a diario entre los muchachos de la esquina que se burlaban de tu cabeza sin pelo y del presidiario primerizo. Luego te refugiabas en los libros de Jenaro.

La escuela, por insistencia de Jenaro te recibió de nuevo; pero ya no la escuela Modelo, la nuestra, la del barrio, sino la suburbana. Allí si contabas las hazañas con vana gloria, porque estabas con otros, en igualdad de aventuras. Terminaste la escuela primaria con buenas calificaciones, más las ganas aumentadas de beber la existencia a largos y grandes tragos. Jenaro no se explicaba ese sinsentido. ¿Cómo este muchacho tan inmanejable, terminaba los estudios primarios con felicitaciones de los profesores? Se preguntaba.

Con edad de bachiller, te enredaste en la política. Te metiste con Javier Tropero. ¿Recuerdas? Hablábamos en muchas ocasiones de él, porque sus compañeros de monaguillería, lo pillaron más de una vez saqueando las ofrendas de los fieles al crucifijo de la Iglesia mayor. Por estos barrios todo se sabe. Javier aprovechó tu verbo ágil y te reclutó para el partido. Con él creciste en vivencias. El bolsillo de Jenaro se transformó en negocios y deudas con quienes no te conocían y a quienes nunca pagabas. La tienda de Braulio tomó la forma de oficina pública desmantelada, a las que te llevaba Javier Tropero por el tiempo necesario para el saqueo. ¡Recuerda! Lo hicieron aquí en la pequeña ciudad, luego en la administración departamental y terminaron en la capital de la república. Me decías que no te quedabas anclado en ninguna parte porque eso era la muerte y no permitías que te vieran mucho tiempo en un solo lugar. Sé que el dinero lo gastabas igual como en la esquina de los muchachos. Experimentabas todas las drogas y licores. Te encerrabas con algunas mujeres y hombres a consumir toda la compra y el dinero. Terminaban ansiosos y dispuestos a todo para reanudar la fuma.

Uno de esos tiempos cuando intentabas hacer un alto, cuando querías fundamentar tu vida y te ponías a leer, volviste al barrio y te vi desposar a Claudia y ponerle un hijo. La dejaste sola seis meses y al regresar intempestivo, te contaron que tenía un amante. La repudiaste. La abordaste en la vía pública. Ella aceptó el repudio con ira y acusaciones; te dijo drogadicto, ladrón de cuello blanco, doctor estafa, marica, perro, hijo de puta. Me contaste que le asestaste un palmo de mano en un lado de la cara y la gente les hizo ruedo y exclamaba indignada.

Tu vida atada a la fuma, no la resistió Javier Tropero. Te aisló. Él un Tropero político de relaciones adineradas con una imagen para cuidar, no podía estar a tu lado. Regresaste al barrio, menguado y derrotado. Volviste a leer y pensar en la razón de de Jenaro, tu padre censor, como decías. Pero la lógica de tu vida estaba en el gasto, y comenzaste a saludar en voz alta a cercanos y desconocidos con mano prieta para conseguir un trago de licor o un cigarro. Tus acreedores frustrados de todos los tiempos encontraron un lugar y un momento para la venganza. Eso parecía no importarte porque la sombra de Javier Tropero aun te cubría. Decidiste morir así gastando la vida a largos y grandes tragos, hasta que se te estalló ese cuerpo de cincuenta infiernos, ¿o cielos?

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