Óleo de Gabriel de San Martín. Risa de primavera
Se reía desde siempre de los defectos de los
demás sin saber porqué. A los veinte años descubrió que reírse de los defectos
de los otros era considerarlos o inferiores o manchados, y esto se lo explicaba,
con una frase prestada de la academia, como un sentimiento antropocéntrico de
grupo.
Una noche de noviembre, sentado en la puerta su bar preferido, con ella, vio pasar un cojo y Mariza se rió desmesurada abriendo hasta el límite su boca roja, él también lo hizo, pues a ambos les entró por los ojos el ritmo extraño de ese caminar.
Él pensó en su propia risa y en la de Mariza. Es normal que Mariza se ría de los cojos o de los defectuosos, ella no ha hecho el descubrimiento, ella no se ha preguntado y respondido sobre la igualdad, la libertad y el respeto, sigue en el mundo de la exclusión. En ese mundo de los padres, pleno de inquisición y exclusión.
Oliverio se propuso explicar porqué continuaba riendo de los defectos ajenos, si había entrado la conciencia, gracias a sus lecturas, de que esa actitud es un irrespeto y es poner a los otros en un plano de inferioridad. Se examinó y se dijo que ello estaba anclado muy hondo en su ser. Pensó en la primera vez que lo hizo. Si, allí estaba su madre riendo desde el fondo de sus recuerdos. Ella se reía de los pantalones cortos. Ella los hacía y obligaba a Oliverio, con amenazas de castigo, a ponérselos. La risa salía cuando Oliverio exigía que el pantalón llegase a las rodillas, en contravía de la moda llevada por todos los chicos de pantalones cortos hasta a la mitad de los muslos.
La risa de la madre salía como mecanismo y signo para calificar a los demás. Y enseñarle a aceptar o rechazar a este o aquel. Los primeros estigmatizados eran los negros. El negro Ariza, ella decía al verle pasar, que caminaba con el cuerpo encorvado y que quien podría querer a alguien así. Analida, la vecina de enfrente, la llamaba bruja porque su ventana nunca se cerraba y eso no es bueno, decía. Jesús Ángel, el dueño del bar de la esquina, bebía con los clientes y fumaba tabaco sin parar: este es un viejo baboso sin ninguna dignidad, afirmaba. Así Oliverio aprendió a juzgar las gentes del barrió sometidas a un código extraño de burlas, traído desde una hispanidad caduca, pero persistente. Quedaba poca gente honorable para la madre de Oliverio y para él mismo. Este filtro social produjo un puñado de amistades posibles y respetables. Amistades que extrañamente coincidían con las familias pudientes del barrio.
A pesar de esa cultura social excluyente, Oliverio, como un niño cualquiera, luego de asistir a la escuela, se tomaba la calle con todos los demás. En esos momentos de felicidad, los códigos maternos se neutralizaban y solo volvían a la memoria cundo la madre se le presentaba en un cara a cara y le decía: ¿acaso no te he prohibido jugar con estos chusmeros?
Una tarde de julio después de la escuela y comenzando el furor de las vacaciones de medio año, los niños en masa jugaban a la guerra. Los pantalones cortos de Oliverio se abrieron por la bragueta. Las mangas se adhirieron a las rodillas por efecto del sudor y luego de una amplia zancada, ocurrió que su sexo quedó expuesto y vino la risa y la burla de todos. Quien más rió con estruendo fue Roña el hijo del negro Ariza. Fue motivo para sacar todos los códigos de la madre, Roña se transformó en un enemigo digno de muerte; para Oliverio fue un negro chuchumeco, cochino, hijo de un ser que caminaba con el cuerpo encorvado.
En el bar, esa noche de noviembre, Oliverio con veinte años y un mundo nuevo en su cabeza, aguantaba a Mariza. Había aprendido a querer su piel blanca su cabello negro y abundante. Le gustaba ver su cuerpo al caminar, porque tenía ritmo y gracia. Ella era un poco más alta que él. El mirarle los ojos desde abajo le hacía sentirse protegido por la belleza; pero la risa explosiva de esa boca roja, repetida cada vez que pasaba alguien estigmatizado por lo códigos etnocéntricos que ella aún habitaba, producían en Oliverio desazón y desesperanza. Habitar el bar, las lecturas, la academia, la ruptura con esa hispanidad caduca, le habían tirado en brazos de una rebeldía llena de todo, menos de las exclusiones ancestrales de su familia.