viernes, 11 de septiembre de 2015

Por la esquina del negro Ariza

Viene Ángel Hachas. Cruza el puente de la calle 55 sobre la quebrada la García. Viene saludando a gritos a los transeúntes. No le importa su medio cuerpo quieto, ni sus dientes muy visibles, no recuerda a nadie ni quien fue. Tras él vienen dos mujeres muy maduras de aspecto conventual. Ellas, cuando Ángel se desborda, quiere desconocer el tráfico y saludar los que pasan por el lado contrario de la calle, lo toman de la mano inmóvil y comprende que debe seguir y bajar la voz. Todo comenzó hace unos cuarenta y cinco años.

Las calles fueron pavimentadas en 1950. Por eso los muchachos comenzaron a usar zapatos, como si el pavimento los exigiera; pero así no era, el polvo amarillo de la tierra de Olleba exigía cubrir los pies, siempre hubo riesgo de enfermarse. El pavimento se relacionó con ese sentimiento nostálgico de aristocracia colonial, y se pensó que la pequeña ciudad pavimentada exigía unos muchachos bien presentados o al menos calzados. Ángel Hachas fue de los primeros en usar zapatos, su familia tenía dinero. Contaba entre sus miembros dos solteronas, una monja, un sacerdote, un médico, un político y un especialista en levantar tapias.

Ángel nació después de todos ellos. Rápidamente, cuando llegó al uso de razón, se cansó del diario ejemplarizar de Antonio su padre. Él debía seguir los modelos familiares. Cada año se le programaba para recluirlo en un seminario. Cuando Antonio hablaba de ello, Ángel miraba sin ver hacia cualquier parte. Esta actitud convenció a Antonio de que había tenido un hijo poquito, que prefería pararse en la esquina del negro Ariza y seguir las influencias de los muchachos del barrio: entre ellos Frank, hijo del dueño de la fábrica de muebles, llamada por los vecinos, la Complementaria de don Juan. Frank hablaba siempre de tipos de maderas y máquinas. Jorge quien mantenía muchos pesos, los ganaba en la dentistería que su abuelo legó a la familia; tomaba aguardiente desde muy pequeño. León, viviente entre automóviles de servicio público, ambicionaba ser chofer como su padre, hermanos y tíos. Jairo, hijo del zapatero Arteaga, hablaba de cueros y venta de frituras por las calles, a lo que era obligado. El hijo del negro Ariza, patrocinaba estar siempre en la esquina; pues su padre en ella tenía una tienda de abarrotes y cuando el negro lo dejaba a cargo del negocio, había fiesta. Carmelo que vivía en el callejón enseñó al grupo como robarle al dormido y al descuidado.

Llegó al barrio y a la esquina, José, enganchado por la Complementaria de don Juan. José hablaba extendiendo las vocales y las consonantes. Esto producía risa en el grupo de muchachos. Ángel aprovechaba y contaba chistes groseros que le salían altamente cómicos por su dicción. Este recién llegado produjo celos en Ángel Hachas. -¿Cómo es posible que este recién llegado torpe para hablar, se convierta en centro de atención de los muchachos? ¡Yo llevo dieciocho años con ellos y no los he podido hacer reír! Se decía-.

Una tarde de sábado, el grupo de muchachos caminó por el pie de monte del cerro Quitasol. Allí corría un agua limpia, llena de rumor y fresco; ellos la llamaban la Acequia. Sentados en su margen hablaban de la vista de Olleba que de allí se divisaba. José afirmó que si tuviesen unos binóculos, podrían comunicarse con cualquiera que viesen en cualquier calle. El grupo se rió por el chiste tonto y por la dicción. Ángel Hachas, comenzó a golpearlo, y ambos se metieron en una pelea, terminaron tirados en el suelo, ambos trenzados y cada uno le tenía al otro atrapado con una llave maestra de luchador. Los otros se esforzaron mucho para separarlos y se convencieron de estar ante un par de apocados, de tontos.

Luego de la pelea, en la esquina, Ángel Hachas comenzó a hablar de la fábrica de textiles. Cada vez que pasaban los obreros en bicicleta, daba un paso adelante y seguía con la cabeza el recorrido, estiraba el cuello y tensaba el cuerpo. Ser obrero textil se convirtió en su ideal. Antonio le daba regaños por su cortos ideales y le ponía como ejemplo a Ignacio, su hermano, un poco mayor con estudios de abogacía avanzados. Esto no caló en el espíritu de Ángel. Desertó del bachillerato y se dedicó a conversar con los obreros del barrio sobre los pormenores de la elaboración de las telas y del ambiente de trabajo dentro en la fábrica.

El sentido aristocrático colonial de la familia, abdicó los proyectos para Ángel, empleó sus influencias locales y lo colocó en la fábrica como obrero. Con los primeros sueldos, Ángel compró la bicicleta y la moguera, símbolos del ser obrero, tal como los veía y los había elaborado en su imaginario. Luego del turno de trabajo llegaba a la esquina, estacionaba la cicla en el andén y convidaba a observar su adquisición: una MonarK, cachona, roja, de neumáticos gruesos, con una pequeña parrilla para la moguera y un soporte de vasos para líquidos llamada caramañola. Repentinamente montaba, y recorría las calles de Olleba. Llegaba jadeante. Hablaba de lo que había visto y a quien.

Los sueldos de Ángel, chocaron con los muchos pesos de Jorge. Una tarde calurosa de noviembre, en el bar La Cumbre, el grupo tomaba aguardiente. Entre tangos y parrandas, Ángel esgrimió su orgullo de obrero bebedor y brindó y proclamó ser experto tomador. Jorge lo retó y con media botella de aguardiente en la mano le dijo que lo demostrara. Ángel bebió todo el contenido con un solo gesto. Rieron, aplaudieron, hubo hurras. En pocos minutos, el bebedor quedó dormido sobre la mesa. Fue llevado a su casa. De la casa, debió ser llevado a un hospital, donde se le diagnosticó un derrame cerebral. Se le practicó una traqueotomía y estuvo cuatro meses internado. En la fábrica le concedieron una pensión por invalidez. A los seis meses del incidente recibió un dinero importante por el tiempo no laborado y como inicio de la pensión.

La poquedad hizo lo suyo. Con tomar media botella de aguardiente casi de un solo trago, Ángel quería iniciarse en el mundo del gasto, de la vida de bares, cantinas y prostíbulos, tal como lo había escuchado de sus compañeros de trabajo. Todos le hablaban de excesos y él quería superarlos a todos. La razón aristocrática colonial de su familia le había aislado del mundo y le había condicionado a no alejarse de dios y las costumbres tradicionales. Por ellas debería terminar el bachillerato, graduarse, casarse y tener hijos, para estar en paz con la sociedad de Olleba.

El proyecto inacabado de enfrentarse a todo lo que el mundo podía ofrecer, fue la obsesión en su lecho de enfermo. Esta fuerza le permitió resistir y volver a estar de pie como un hombre nuevo. Adquirió un semblante risueño y sus dientes en forma de hacha comenzaron a verse, a relucir y a caracterizarlo.

Cuando recibió el dinero, forcejeó con sus hermanas y su padre por salir a la calle. Logró hacerlo. El primero que se encontró de los muchachos fue León. Bebieron licor en todos los bares conocidos y al filo de la media noche, viajaron a Medellín. Buscaron un burdel en la tolerancia de Lovaina. Bebieron y comieron. Esto lo repitió Ángel con algunos de los muchachos de la esquina del negro Ariza.

El cuerpo de Ángel Hachas no estaba hecho para tomar el mundo de esa manera. Su poquedad le tenía signado. Y la entrada al hospital meses atrás le había herido y menguado. Recayó. De nuevo otro derrame cerebral. Este fue definitivo. Quedó con medio cuerpo inhabilitado. La mirada desviada, un pie a rastras, y una mano encorvada. Saluda a gritos y se considera amigo de todo el mundo. Muestra permanente la forma de hacha de sus dientes y ya no recuerda, la complementaria, la acequia, la esquina, la fábrica y a la ciudad Olleba en que vive.

No hay comentarios:

Publicar un comentario