Linóleo de fabián Rendón
A veces gustaba
caminar cuesta abajo, del parque central hacia la casa. Sabía que era largo el
camino; pero sentía placer pasar por el mercado, los bares, el puente sobre la
quebrada La García y ganar el llano de Niquía, que rodeaba las casas de antejardín,
separadas por calles amplias con calzada de concreto. El barrio era nuevo,
comparado con los del centro histórico de la pequeña ciudad. Las viviendas de
ladrillo estaban colonizadas por pequeños saurios a diferencia de las viejas,
construidas en tierra apisonada, en forma de tapias altas, colonizadas por
escorpiones de aguijones venenosos. Gustaba del cruce de olores del mercado, oler
el anís del aguardiente exhalado por los bares y el viento que surcaba el
puente lleno de un acre olor de vegetales tronchados arrastrados por el agua
turbia.
Otras veces tomaba
el bus, siempre atestado de gentes venidas de Medellín o que solo les
disgustaba recorres la cuesta abajo y enfrentar el paisaje urbano. El
recorrido, de cualquier modo lo hacía dos veces por día porque estudiaba el
bachillerato en el Liceo cerca del parque central. Ahí se graduó y construyó
unas relaciones sociales con gentes del rededor. Terminó con dos tipos de
relaciones de amistad. Unas en el barrio y otras en el centro histórico de la
pequeña ciudad.
En el barrio le
gustaban los relatos de los vecinos más antiguos, que le referían historias del
sufrimiento de los indígenas torturados por los conquistadores españoles. Se explicaba
la gota de sangre caída desde el techo, sobre la mesa del comedor, un veintiocho
de diciembre, como el anuncio de la agonía por tortura, flotante aún sobre los
llanos de Niquía. Para aquella vos popular, esas tierras seguían ocupadas por
las almas de los niquías sometidos por el arcabuz, la espada y la cruz. El
crujir de las cosas, la ocupación de las calles por bultos en movimiento, el
envolate de los traseuntes por los caminos rurales aledaños, podría ser causado
por las ánimas de los indios o por la de los colonizadores que se mataron entre
ellos por la ambición y quedaron errantes pidiendo venganza ante la crueldad sufrida.
Estos convites de
antejardín cruzados por aguardiente y marihuana, le dejaron un goce por el
ejercicio de la imaginación. A veces se creía el único con un sentido
extraordinario para trasladarse al espacio-tiempo de las narraciones. Luego de
graduase en el Liceo leyó toda la obra de Herman Hiss e imitó al Lobo Estepario,
muchas noche cuando recorría los bares del centro histórico de la pequeña
ciudad. Claudia, amiga y compañera desde la niñez siempre le acompañaba. Con
los amigos del Liceo asumieron con mística el pensamiento marxista y ambos
leían, muchas veces hasta el amanecer los libros que les pasaban. A él le
apasionó especialmente el Que hacer de Lenin, porque –decía- tenía contenido práctico
y era un derrotero. En grupo recorrieron todos los territorios de la ciudad,
urbanos y rurales, en un debate sin fin sobre la revolución comunista.
Participaron en células, distribuyeron propaganda. Estuvieron en todas las
carpas de obreros en huelga para enfrentar a los desviados, quienes defendían
otras formas de hacer la revolución.
La pareja llegó a la
universidad. Se metieron al programa de filosofía. Corrían los años setenta. Claudia
abandonó los estudios luego de un año. Le dijo una tarde de caminada por el
centro de Medellín –compa, te quiero mucho, pero no pienso seguir sin dinero.
En mi casa no hay nada para vivir. Mis papás están muy viejos y es necesario
ayudarlos. Me voy a buscar un trabajo en el que gane un salario- Él la tomó de
de un brazo; y detenidos en una esquina con muchos transeúntes le habló trascendente,
con los ojos puestos en los de ella. Quitó la palabra amor de su lenguaje y dijo
–Claudia, nuestras vidas no nos pertenecen. Le pertenecen a la revolución. No
podemos pensar en nuestro interés personal. Es necesario ser colectivos y ser
dialécticos en la conducción de la relación tanto interpersonal como con los
otros. Si insistís en tu interés personal estás traicionando la revolución-.
Claudia miró los
ojos negros de él, que refulgían autoritarios. Calló por unos instantes. Sintió
la ciudad a su rededor, el ruido, el smog, el trajín y su propio sudor copioso
por el cuestionamiento entre ambos. Luego dijo resuelta –compa, ya tomé la
decisión. No vuelvo a la universidad. Voy a trabajar para conseguir que llevar a
la casa-. Él le soltó el brazo, le dirigió una última mirada de censura y se
fue presuroso.
Se dedicó a los
debates de grupo. Le sacó punta a la revolución inmediata. Los días y las noches
se le convirtieron en un tiempo que cada vez acercaba más la gloria de las
masas liberadas del yugo burgués. Pero en vez de la gloria de las masas,
conoció a Gloria Echavarría, líder y siniestra en momentos conspirativos. Vivía
sola en un apartamento del centro de la ciudad, de su propiedad. Él simpatizó
de inmediato con ella. Coincidieron en las mismas lecturas, las mismas
militancias, los gustos y en especial, ambos sentían la revolución a la vuelta
de la esquina. Cuando tomaban aguardiente y fumaban marihuana, la imaginación
se les anclaba en las lecturas hechas y la palabra discurría indefinida sobre
la nueva sociedad, el nuevo ser humano, por fin la felicidad que proporciona la
distribución de los bienes por el principio socialista de a cada quien según
sus capacidades y según el tipo de trabajo.
No llegó la
revolución pero si un hijo. Lo llamaron Vladimir. Le dedicaron todo el tiempo.
Aplazaron los estudios académicos, la militancia y las correrías subversivas
por las carpas obreras de la región. Recibieron la visita de un compañero,
quien vino a reclamarles por la ausencia. Ese llegó con una pistola en una
mochila de fique y se las puso en las manos para que la sopesaran. No medió
ningún debate. Fue un encuentro de gestos y signos: una pareja feliz, un niño y
una pistola. El compañero comprendió. Vio una pareja de revolucionarios
transformados en padres educando un hijo; se fue sin reproches y ellos pensaron
quedos en el hijo, la pistola y la revolución aplazada en sus cabezas.
Él, luego de dos
años, tomó una expresión extraña, le perdió el gusto a todo, volvió a
embriagarse. Su imago entró en barrena, también su corazón y de golpe su
historia particular se volvió obsesiva. Los indios niquías entraban en sus
sueños. Claudia llegaba muchas veces vestida de negro en sus duermevelas y le
miraba con una fijeza autoritaria. Se preguntaba la causa de su desazón y se
respondía: -lo hemos hecho todo por la revolución y no ha llegado. Tanto sacrificio
tanta fuerza… No hay sentido-.
Volvió a la casa de
la pequeña ciudad. Una tarde fue invitado a uno de los convites de antejardín.
Pero lo encontró aburrido. Fue a su cuarto tomó un esferógrafo y escribió en un
cuaderno una larga perorata sobre la revolución aplazada indefinidamente. Él
pasó por voluntad propia a descargar una gota de sangre sobre la mesa de los
comensales que le recuerdan.