Miguel Ángel. Detalle Capilla Sixtina
La caja mortuoria
está diagonal en una habitación pequeña con puerta a una calle sin pavimento. El
cuerpo viejo, rígido, de cabellos blancos largos yace dentro. Es el cuerpo del
abuelo Teodomiro. El ataúd lo ubicaron en diagonal. La cabeza del abuelo está
en la esquina contraria a la puerta de entrada de la casa. Esa posición, dicen
los tataranietos presentes, la tomaron porque había que ser raro en todo lo que
se refiriera al abuelo. Él vivió la vida con rareza, afirmaron con expresión
atónita, como si no creyesen ver a Teodomiro muerto. Son las siete de la noche.
Afuera estaba oscuro y adentro solo dos largos sirios amarillos encendidos
llenaban la habitación de una luz mortecina. Al lado de la puerta de la calle
hay una ventana más larga que ancha. Desde el ataúd se ven muchos ojos con
pupilas de blanco contrastante tras la ventana; parecen ojos autónomos, con
movimiento propio y sin el rostro a que pertenecen. Y es porque todos los
rostros tras la ventana son negros iguales a la noche en la que están. Todos
esos ojos miran atónitos la caja mortuoria, parece que esperan ver levantarse
la cabeza augusta de pelo blanco largo hasta los hombros y barba larga hasta el
ombligo, también blanca. Él les hablaba de la inmortalidad de su cuerpo. Dijo
haber participado en la guerra de los mil días, de veinte años y sobrevivió
porque las balas torcían la trayectoria cuando se acercaban a su cuerpo. Eso lo
convenció de participar de la inmortalidad.
Vecinos y parientes
hablaban así de él. Luego de la guerra, profundizó su interés por la masonería.
Mezcló esoterismo, gnosticismo e hinduismo. Dicen que una tarde soleada, salió
de casa con una sábana blanca diestramente plegada a su cuerpo, sin ropa
interior. Bajó por la larga calle de la vieja fábrica textilera, hacia el
parque Santander. La gente anunciada por el golpe rítmico de su bastón rojo y
oro, sobre el cemento de las aceras, salía a verle. Esa tarde, bajo la sombra
del piñón crespo, árbol mayor del parque, fue cuestionado por un grupo de
paseantes sobre su excentricidad. Él levantó el bastón y con ira dijo ser el Rajá
de la selva donde vivía y que si le molestaban haría caer sobre la ciudad una
tormenta con truenos ensordecedores. Por la ira y la premura, la sábana dejó
ver parte de su pubis; pronunció la palabra rajá, sin acento agudo. Los
paseantes escucharon ¡Raca! Ese fue el nombre que la tradición sobrenombrera de
la ciudad, le puso al abuelo Teodomiro. ¡Viene Raca, vamos a verlo! Exclamaban
dentro de las casas cuando se escuchaba el ritmo del bastón. A los nietos les
dio pereza pronunciar el nombre de Teodomiro y terminaron llamándolo Tío Miro.
El ataúd de Tío Miro
quedó solo a las nueve de la noche. Los cirios comenzaron a deslizar parafina
caliente y líquida por sus lados, al tiempo que se avivaban sus llamas. Los asistentes
apiñados en la ventana por el lado de la calle sin pavimento, hablaban sin
cesar del abuelo. Uno de los más jóvenes invocó el nombre de Raca y fue
censurado, porque todos sabían que a él no le gustaba ese nombre, impuesto por
un pueblo inculto deformador de las palabras -¿cómo confundían la palabra Rajá
con una bobada sin sentido?- dijeron que decía. La voz común siguió: Participó
en la organización de un grupo liberal con veteranos de la guerra. Obtuvieron
resonancia provincial y lograron varias diputaciones y un gobernador. Una vez
llegó al palacio de Calibio, sede de la gobernación, y por efecto de la magia
que decía practicar, nadie le impidió la entrada. Lo encontró un guarda sentado
en la silla del gobernador. El guarda al ver la imagen de ese hombre de barbas y
cabellos largos blancos, gritó -Señor, ¿usted quién es?, esa es la silla del
gobernador, ¡Salga de ahí!- Tío Miro, puso sus ojos enrojecidos en la figura
del guarda. Luego de llenar el ambiente de tensión, levantó el brazo derecho, señaló
el cuerpo del hombre y dijo: -Yo soy Teodomiro Hidalgo, vivo en la selva, estoy
sentado en la silla de mi compadre y si no se quita de mi presencia, esta silla
volará convertida en astillas punzantes contra usted, ¡impertinente!- El guarda
salió de la oficina con ademán de buscar ayuda y convencido de estar frente a
un loco; pero en ese momento llegó el gobernador y saludó calurosamente a Tío
Miro.
La noche estaba
serena. Una mujer morena de carnes templadas, vestida de faldas ligeras, trajo
café en una jarra de peltre. Todos bebimos. La invocación de los hechos del
abuelo continuó. Uno de los nietos con grado universitario, comenzó a hablar… la
casa de Tío Miro estaba en el piedemonte del cerro Quitasol. Era una
construcción en claustro con un cultivo en el centro de yerbas medicinales. La gente
lo consultaba en busca de remedios para sus males. Tenía siempre pócimas, para todas
las enfermedades. Le llevaron un señor de unos sesenta años con una llaga insanable
en un costado. El abuelo, se ató el cabello en cola con un paño rojo, cortó una
hoja de henequén, la trituró sobre una piedra cóncava con una mano también de
piedra. Sacó un jugo verde y lo envasó. Hizo tender el paciente sobre un
camastro. Esparció el líquido sobre la llaga con un grumo grueso de algodón. El
paciente, gimió de dolor y el abuelo con rapidez retiró el líquido con
abundante agua potable. Un par de semana después el paciente se agravó. Fue llevado
de urgencia a un hospital y al abuelo la policía lo hizo perder un tiempo.
Cundo volvió Tío Miro, tuvimos miedo de él. El color rojo de sus ojos se
intensificó. El cabello y la barba más largos, le dieron un aspecto solemne. Hablaba
sin cesar de la inmortalidad, de la reencarnación, de la meditación, del poder
de la palabra ancestral. Su bastón se había enriquecido con cuentas de colores
y amuletos. Al hablar levantaba el bastón como un Moisés que abre el mar Rojo y
terminaba reafirmando su inmortalidad.
El universitario
calló. Todos entraron a la casa en tropel, rodearon el ataúd. Miraron con fijeza
el rostro rígido del abuelo como si no creyesen en la muerte de Teodomiro.
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