viernes, 4 de diciembre de 2015

Tío Miro es inmortal





Miguel Ángel. Detalle Capilla Sixtina

La caja mortuoria está diagonal en una habitación pequeña con puerta a una calle sin pavimento. El cuerpo viejo, rígido, de cabellos blancos largos yace dentro. Es el cuerpo del abuelo Teodomiro. El ataúd lo ubicaron en diagonal. La cabeza del abuelo está en la esquina contraria a la puerta de entrada de la casa. Esa posición, dicen los tataranietos presentes, la tomaron porque había que ser raro en todo lo que se refiriera al abuelo. Él vivió la vida con rareza, afirmaron con expresión atónita, como si no creyesen ver a Teodomiro muerto. Son las siete de la noche. Afuera estaba oscuro y adentro solo dos largos sirios amarillos encendidos llenaban la habitación de una luz mortecina. Al lado de la puerta de la calle hay una ventana más larga que ancha. Desde el ataúd se ven muchos ojos con pupilas de blanco contrastante tras la ventana; parecen ojos autónomos, con movimiento propio y sin el rostro a que pertenecen. Y es porque todos los rostros tras la ventana son negros iguales a la noche en la que están. Todos esos ojos miran atónitos la caja mortuoria, parece que esperan ver levantarse la cabeza augusta de pelo blanco largo hasta los hombros y barba larga hasta el ombligo, también blanca. Él les hablaba de la inmortalidad de su cuerpo. Dijo haber participado en la guerra de los mil días, de veinte años y sobrevivió porque las balas torcían la trayectoria cuando se acercaban a su cuerpo. Eso lo convenció de participar de la inmortalidad.

Vecinos y parientes hablaban así de él. Luego de la guerra, profundizó su interés por la masonería. Mezcló esoterismo, gnosticismo e hinduismo. Dicen que una tarde soleada, salió de casa con una sábana blanca diestramente plegada a su cuerpo, sin ropa interior. Bajó por la larga calle de la vieja fábrica textilera, hacia el parque Santander. La gente anunciada por el golpe rítmico de su bastón rojo y oro, sobre el cemento de las aceras, salía a verle. Esa tarde, bajo la sombra del piñón crespo, árbol mayor del parque, fue cuestionado por un grupo de paseantes sobre su excentricidad. Él levantó el bastón y con ira dijo ser el Rajá de la selva donde vivía y que si le molestaban haría caer sobre la ciudad una tormenta con truenos ensordecedores. Por la ira y la premura, la sábana dejó ver parte de su pubis; pronunció la palabra rajá, sin acento agudo. Los paseantes escucharon ¡Raca! Ese fue el nombre que la tradición sobrenombrera de la ciudad, le puso al abuelo Teodomiro. ¡Viene Raca, vamos a verlo! Exclamaban dentro de las casas cuando se escuchaba el ritmo del bastón. A los nietos les dio pereza pronunciar el nombre de Teodomiro y terminaron llamándolo Tío Miro.

El ataúd de Tío Miro quedó solo a las nueve de la noche. Los cirios comenzaron a deslizar parafina caliente y líquida por sus lados, al tiempo que se avivaban sus llamas. Los asistentes apiñados en la ventana por el lado de la calle sin pavimento, hablaban sin cesar del abuelo. Uno de los más jóvenes invocó el nombre de Raca y fue censurado, porque todos sabían que a él no le gustaba ese nombre, impuesto por un pueblo inculto deformador de las palabras -¿cómo confundían la palabra Rajá con una bobada sin sentido?- dijeron que decía. La voz común siguió: Participó en la organización de un grupo liberal con veteranos de la guerra. Obtuvieron resonancia provincial y lograron varias diputaciones y un gobernador. Una vez llegó al palacio de Calibio, sede de la gobernación, y por efecto de la magia que decía practicar, nadie le impidió la entrada. Lo encontró un guarda sentado en la silla del gobernador. El guarda al ver la imagen de ese hombre de barbas y cabellos largos blancos, gritó -Señor, ¿usted quién es?, esa es la silla del gobernador, ¡Salga de ahí!- Tío Miro, puso sus ojos enrojecidos en la figura del guarda. Luego de llenar el ambiente de tensión, levantó el brazo derecho, señaló el cuerpo del hombre y dijo: -Yo soy Teodomiro Hidalgo, vivo en la selva, estoy sentado en la silla de mi compadre y si no se quita de mi presencia, esta silla volará convertida en astillas punzantes contra usted, ¡impertinente!- El guarda salió de la oficina con ademán de buscar ayuda y convencido de estar frente a un loco; pero en ese momento llegó el gobernador y saludó calurosamente a Tío Miro.

La noche estaba serena. Una mujer morena de carnes templadas, vestida de faldas ligeras, trajo café en una jarra de peltre. Todos bebimos. La invocación de los hechos del abuelo continuó. Uno de los nietos con grado universitario, comenzó a hablar… la casa de Tío Miro estaba en el piedemonte del cerro Quitasol. Era una construcción en claustro con un cultivo en el centro de yerbas medicinales. La gente lo consultaba en busca de remedios para sus males. Tenía siempre pócimas, para todas las enfermedades. Le llevaron un señor de unos sesenta años con una llaga insanable en un costado. El abuelo, se ató el cabello en cola con un paño rojo, cortó una hoja de henequén, la trituró sobre una piedra cóncava con una mano también de piedra. Sacó un jugo verde y lo envasó. Hizo tender el paciente sobre un camastro. Esparció el líquido sobre la llaga con un grumo grueso de algodón. El paciente, gimió de dolor y el abuelo con rapidez retiró el líquido con abundante agua potable. Un par de semana después el paciente se agravó. Fue llevado de urgencia a un hospital y al abuelo la policía lo hizo perder un tiempo. Cundo volvió Tío Miro, tuvimos miedo de él. El color rojo de sus ojos se intensificó. El cabello y la barba más largos, le dieron un aspecto solemne. Hablaba sin cesar de la inmortalidad, de la reencarnación, de la meditación, del poder de la palabra ancestral. Su bastón se había enriquecido con cuentas de colores y amuletos. Al hablar levantaba el bastón como un Moisés que abre el mar Rojo y terminaba reafirmando su inmortalidad.

El universitario calló. Todos entraron a la casa en tropel, rodearon el ataúd. Miraron con fijeza el rostro rígido del abuelo como si no creyesen en la muerte de Teodomiro.

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