La chismosa. Fabio Borquez. Acrílico Lienzo. Argentina 1990
Se le ve caminar con la cabeza gacha y los ojos entornados porque
quiere ver sin ser visto; pero la gestualidad de su cuerpo lo delata. El común
de la gente que pasa, con actitud desprevenida, contrasta con ese cuerpo de
caminar presuroso y sus sentidos centrados en mirar dentro de la casa de Camila,
para ver lo que esta hace con su novio Gustavo. Chelo es bajo, sus piernas son
cortas en relación con su tronco; su delgadez le permite escurrir el cuerpo no proporcionado,
entre la gente, de manera que logra con facilidad su objetivo de espiar a
aquellos vecinos que se ponen en el centro de su interés. Sabe que la hora
propicia para espiar es la seis de la tarde. La calle se llena de gente y el
tráfico aumenta. El gesto característico de su cuerpo a esa hora, supone, pasa
imperceptible. Chelo es consciente de su apariencia física; pero en el momento
de satisfacer su vocación deja a un lado las prevenciones y se entrega todo a
su rito. Termina convencido de haber pasado inadvertido.
Esta vez tiene interés en Camila. Los vecinos que son como él le
hablaron sobre la hija de Nardo porque se la ve llegar tarde en la noche. Tiene
con Nardo un rencor oculto porque desde hace tiempo lo dejó de saludar cuando
se enteró de sus prácticas maledicentes. Camila es la hija mayor de Nardo.
Trabaja de oficinista en el centro y muchas veces por exigencias de las tareas
se ve obligada a amanecer en la casa de una de sus compañeras de trabajo. Así
que muchas veces no llega a su propia casa.
Nardo y Chelo tienen la misma profesión. Trabajaron juntos en los
talleres del ferrocarril y aprendieron metalmecánica. Hacen parte de la tradición
oficiante del barrio, adquirida por difusión de la técnica importada. Setenta
años tienen los talleres y crearon en la población una tradición de
trabajadores diestros en el manejo de la forja de metales, cerraduras, hojalatería
y estructuras de hierro. Hubo empresas grandes de hombres ambiciosos,
especializadas en la fabricación de suministros para los ferrocarriles,
montadas por extrabajadores; pero el caso de Nardo y Chelo, es el común.
Extrabajadores vecinos de barrio, adaptaron una habitación de sus casas con
acceso a la calle y crearon un negocio pequeño al que llamaron cerrajería.
Ambos abrieron sus puertas al mismo tiempo y bajo el signo de la competencia y
la pugnacidad. Ya traían el rencor oculto desde los tiempos del taller cuando
Chelo inventó el cuento de la enfermedad venérea de Nardo y exigía ser
despedido. En las cerrajerías, los obrajes, en general, exigentes de mucho
espacio, los obligaba a ocupar la vía pública, y era regular ver las calles del
barrio, frente a las casas de ambos, los andenes y la calzada ocupada por rejas
en confección y equipos de soldadura eléctrica funcionar hasta entrada la
noche.
Nardo Recibió, más de una vez, la visita las autoridades de la
municipalidad que le increpaban por la ocupación del espacio público. Recogía
su negocio por un tiempo y luego volvía a lo mismo y se enteraba, por muchas
bocas, como el origen de esas visitas estaba en las denuncias de Chelo. En la
noche de un sábado, día de tragos en los bares del barrio, ambos se
encontraron, se reclamaron mutuos despojos de clientela, se acusaron de incompetentes
y ladrones y se fueron a los golpes de puño; pero la fortaleza de Nardo hizo
huir, la pequeñez de Chelo y fue memorable la persecución por muchos minutos
entre calles y esquinas.
A Camila se le acabó el trabajo. Volvió a vérsele todos los días
en casa. Esbelta y atractiva se convirtió en atracción de muchos vecinos. En
las tardes, con otras muchachas recibía el aire del fin del día. La noche
llegaba con el trajín de gentes, autos y jóvenes que se acercaban a saludar
llenos de cortejo y aspiraciones. Camila eligió a Gustavo. Recién graduado en
medicina y buen partido al decir de sus compañeras vecinas. La visita del novio
regulada por la madre y el padre, debía darse tres veces por semana, a la vista
de todos y en la sala de la casa inmediata a la calle. Así la pareja quedaba
vigilada por la familia y por los vecinos y transeúntes. La relación de Camila
y Gustavo prosperó. Luego de dos años se comprometieron y fijaron fecha de
matrimonio. Esta noticia llegó al oído rencoroso de Chelo. Fiel a su rito de
espía maledicente, fue capaz de viajar al centro y hacer una pesquisa sobre la
rutina de Camila en su tiempo de trabajadora oficinista. Supo la dirección de
la oficina, las amistades acostumbradas, la ubicación de las casas de sus
compañeras en las que amanecía por necesidad del trabajo. Chelo no encontró
ninguna información denigrante de la conducta de Camila; pero eso no le
interesaba. Su objetivo estaba en desplegar su ser maledicente. Construyó una
historia con nombres propios, números telefónicos y direcciones de lugares habituados
por Camila. Según esa historia la hija de Nardo trabajó en un prostíbulo y tuvo
hijos tirados a la calle. La saña de Chelo le hizo dar otro paso. Se entrevistó
con Gustavo, le refirió el cuento sobre su novia y le pasó unos números de
teléfono para que verificara. El novio hizo gala de gran ingenuidad. Se limitó
a marcar los números, preguntar si se conocía a Camila. Fue suficiente, para
creer la maledicencia y la relacionó con los relatos de su novia cuando en las
largas noches de conversaciones en la sala de encuentros, ella le refirió
muchas anécdotas de sus quedadas en el centro, cuando fue oficinista.
La confrontación de la pareja se dio y terminó en una Camila
repudiada. Gustavo hizo saber al barrio su decisión y el porqué. La urdimbre de
Chelo convenció también a Nardo. Este se cegó de ira y en vez de atacar la
infamia de su contradictor, cerró el taller y abandonó la familia. Sobre Camila
descendió la tradición humana de la mujer fatal y se sumió una melancolía progresiva
hasta enfermar y morir.
Chelo siguió en su rutina. Se le ve caminar con la cabeza gacha y
los ojos entornados porque quiere ver sin ser visto. Quien lo ve pasar frente a
la casa de Camila y Nardo, solo ve su caminar presuroso. No ve sus ojos diestros,
en mirar con un soslayo imperceptible. Ahora su cara blanca es inexpresiva. No
parece gozar de su maledicencia, ni sufrir. La satisfacción la tiene en la
profundidad de entrega a su rito. Ahora está atento a una nueva incitación de
los vecinos como él; pero la gestualidad de su cuerpo le ha hecho un personaje
típico del barrio: el hombre de piernas cortas que sostienen un tronco grande. Sus
historias algunos las escuchas otros le escurren la atención. Lo evitan. Cuando
no camina se estaciona y mira con la cabeza erguida a los demás, como tratando
de elegir una presa.