miércoles, 2 de marzo de 2016

Claveles de septiembre

Dama con florero. Manuel de la Rosa 1860


Es un hombre de semblante opaco; rostro redondo con hullas eruptivas. La cabeza la tiene coronada por un cabello escaso y rígido; se lo hace cortar hasta el mínimo posible tras las orejas para hacer resaltar la parte superior que termina como un cepillo poco frondoso. Lo veo en las tardes de casi todos los días sentado ante la misma mesa en el Bar Azul, con una cerveza, siempre a media botella. Nunca está acompañado y rehúye las conversaciones. Escucha las canciones y parece saberlas de memoria porque las tararea bajo. Puede ser un melómano. En el Bar Azul suenan muchos géneros de música: rancheras, carrileras, guascas, tangos y boleros. Todas las sigue en voz baja; pero creo que lo hace de manera mecánica porque muestra tener el pensamiento en otros lugares o en otras cosas. El veintitrés de septiembre, llegué al bar saludé como siempre al dueño y entre las palabras que cruzamos, ambos dirigimos la mirada hacia la mesa del hombre, al verle poner sobre la mesa un clavel negro. Fue ocasión para hablarle. Me acerqué; le dije: ese clavel es una novedad. He escuchado que los producen con el color de otras flores. Le meten el azul de unas al rojo del clavel y producen ese color oscuro y así hablan de claveles negros. Él me invitó a su mesa. Dijo: -señor mucho gusto, me llamo G. Siéntese. Perdone usted mi silencio de siempre, pero hoy estoy metido es la fecha, día terrible para mí-.

-¡Dos cervezas por favor!- Ordenó

-Traje esta flor exótica porque a ellas les gustaban los claveles rojos; pero ya no viven, por eso quise hoy tener un clavel negro. Usted me ve acá con regularidad. Vengo porque al final quedé solo. Tres mujeres me acompañaron desde los veinte años. Vea usted señor, me enamoré de Marina en el colegio. Una mañana, fumaba de pie, antes de cruzar la puerta de entrada. Observaba desprevenido a los demás estudiantes caminar rápido, hacia los salones de clase. Entre las mujeres, me atrajeron los ojos y el cuerpo de ella. Pensé en el porqué no la había detallado antes. Las piernas blancas y bien torneadas, movían con ritmo sus carnes trémulas. Los pliegues de su falda azul se abrían sobre sus nalgas y obligaban a pensar el temple su carne joven. Desde que la descubrí, seguí observándola todos los días. En septiembre me decidí a saludarla y su amabilidad nos llevó a una larga conversación. Detallé el bello juego de colores, entre los ojos verdes y la piel blanca de su cara. Sus labios eran de un rojo fresco. No creí que tanta belleza pudiera estar en mis manos. Ni creí ver mi cuerpo robusto en el gusto de ella. Pero ocurrió. Nos enamoramos y entre el cumplir con las obligaciones académicas soñamos con juntarnos para siempre. Terminamos los estudios de bachillerato. Nos casamos en una ceremonia sencilla acompañados por las familias de ambos como testigos y en un salón adornado hasta el hastío con claveles rojos. Tuvimos dos hijas. Por efecto de la naturaleza, ellas fueron una copia de la madre. La mayor la llamamos Marina Luna y a la otra Gala para que llevara la primera letra de mi nombre. Crecieron. Y me duelo que les haya tocado esa época maldita. La pequeña ciudad entró en el dominio de una generación amante de la riqueza fácil, sin ninguna sensibilidad por los bienes de vivir en sociedad y lo peor, veían a los demás como objetos de apoyo para las aspiraciones de conseguir dinero. El dinero público, fue un objetivo. Para llegar a él utilizaron el envilecimiento político de las gentes para cambiarles el voto por cosas sin valor importante. De esas personas me tocó relacionarme, con Cristian Cruz. Me dio trabajo en uno de los bares que había abierto en el centro de la ciudad. Ahí conseguí recursos para educar las hijas y pagar la universidad de Marina. Ella logró graduarse de tecnóloga en confección de trajes. Yo conocía desde muy temprano a Cristian Cruz. Le vi crecer en la política. Cuando fue jefe de directorio, se decía de él haberse metido con la mafia y tener un grupo grande de jóvenes que ofrecían servicio de vigilancia en los barrios centrales y cobraban por eso un dinero cada semana. A los que no pagaban les hacían daños para que sintieran la necesidad de la vigilancia. Mis hijas crecieron, hermosas, eran casi iguales. Se llevaban un año de diferencia. Los dos hermanos menores de Cristian Cruz, las conocieron en una fiesta llena de derroche, organizada por el partido de mi patrón. Así comencé a llamarlo desde ese día. El bar que yo administraba, se fue transformando poco a poco, pero definidamente en un casino. El patrón llevó muchas máquinas de juegos y comenzó a ir con grupos de hombres armados y muchas mujeres elegantes. Gala y Marina Luna iban con los hermanos del patrón y yo me sentía tranquilo porque sabía que nadie las podía tocar. Cristian pasó por todos los puestos de elección. Fue concejal, diputado, congresista. Según el cargo ocupado llevaba al casino sus conocidos y socios de negocios de gran inversión, de los cuales me daba cuenta por estar presente. En la pequeña ciudad creció un grupo de hombres como mi patrón. Hicieron lo mismo y entre todos desbarataron el orden legal. Se convirtieron en un gobierno paralelo; fueron policía, la vida y la muerte estuvieron en sus manos. En el año de mi desgracia, en el mes de julio, un viernes en la noche, llegó al casino un hombre de ese grupo mafioso llamado Cantaclaro, con varios amigos. Luego de conversar largo con Cristian, terminaron acusándose mutuamente de traidor, ladrón. Se dieron puños, volaron mesas y sillas, los asistentes participaron en la pelea. Se apagó la luz y sonó un disparo. Yo metido tras la barra, agachado, oí gente correr en tropel. Luego un silencio grave. Encendí una linterna, llegué a los controles de energía. Encendí la luz y vi en el centro del bar el cuerpo sin vida de Cantaclaro.

El cuerpo fue levantado por hombres de la morgue, respondí a preguntas de la policía enfurecida porque nadie había visto nada. Afuera entre una multitud de curiosos estaba el hermano de Cruz, mezclado con la gente, pero era un hombre visible, la estirpe y la ostentación de sus ropas y joyas lo delataban. Muchas miradas cayeron sobre él y fue obligado, por una especie de recriminación silenciosa, a irse, a deslizarse, lento entre los curiosos. El bar- casino se cerró por varios días. Di muchas declaraciones ante jueces y policías. Busqué a Cristian Cruz. Le entregué las llaves del bar. Lleno de angustia y tristeza me quedé en casa definitivamente. Hablé con mis hijas sobre la familia del patrón, sobre lo que sabía de ella y de él y les arranqué la promesa de cambiar de amistades. Vivimos del sueldo de Marina, ganado en una fábrica de vestidos. Ella siempre nos había advertido el peligro; pero le respondíamos con palabras confiadas por estar con gente conocida desde la niñez. En septiembre, sicarios les dispararon a mis dos hijas y al hermano de Cristian en un restaurante de las afueras de la pequeña ciudad. Entre el dolor de mi pecho, el llanto de Marina, comprendí que la amistad de los jóvenes no la destruye, los temores de los padres. Marina murió un año después por cáncer de tristeza. A mis tres mujeres las llevé al cementerio con muchos claveles rojos.

Señor perdone, haberle quitado tiempo. Usted se extrañará de mí, de esa persona silenciosa y repetidora de canciones en voz baja. Pero hoy veintitrés de septiembre me posee una tristeza negra como esta flor sobre la mesa-.

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