Dama con florero. Manuel de la Rosa 1860
Es un
hombre de semblante opaco; rostro redondo con hullas eruptivas. La cabeza la
tiene coronada por un cabello escaso y rígido; se lo hace cortar hasta el
mínimo posible tras las orejas para hacer resaltar la parte superior que
termina como un cepillo poco frondoso. Lo veo en las tardes de casi todos los
días sentado ante la misma mesa en el Bar Azul, con una cerveza, siempre a
media botella. Nunca está acompañado y rehúye las conversaciones. Escucha las
canciones y parece saberlas de memoria porque las tararea bajo. Puede ser un
melómano. En el Bar Azul suenan muchos géneros de música: rancheras,
carrileras, guascas, tangos y boleros. Todas las sigue en voz baja; pero creo
que lo hace de manera mecánica porque muestra tener el pensamiento en otros
lugares o en otras cosas. El veintitrés de septiembre, llegué al bar saludé
como siempre al dueño y entre las palabras que cruzamos, ambos dirigimos la
mirada hacia la mesa del hombre, al verle poner sobre la mesa un clavel negro. Fue
ocasión para hablarle. Me acerqué; le dije: ese clavel es una novedad. He
escuchado que los producen con el color de otras flores. Le meten el azul de
unas al rojo del clavel y producen ese color oscuro y así hablan de claveles
negros. Él me invitó a su mesa. Dijo: -señor mucho gusto, me llamo G. Siéntese.
Perdone usted mi silencio de siempre, pero hoy estoy metido es la fecha, día
terrible para mí-.
-¡Dos
cervezas por favor!- Ordenó
-Traje esta
flor exótica porque a ellas les gustaban los claveles rojos; pero ya no viven,
por eso quise hoy tener un clavel negro. Usted me ve acá con regularidad. Vengo
porque al final quedé solo. Tres mujeres me acompañaron desde los veinte años.
Vea usted señor, me enamoré de Marina en el colegio. Una mañana, fumaba de pie,
antes de cruzar la puerta de entrada. Observaba desprevenido a los demás estudiantes
caminar rápido, hacia los salones de clase. Entre las mujeres, me atrajeron los
ojos y el cuerpo de ella. Pensé en el porqué no la había detallado antes. Las
piernas blancas y bien torneadas, movían con ritmo sus carnes trémulas. Los
pliegues de su falda azul se abrían sobre sus nalgas y obligaban a pensar el
temple su carne joven. Desde que la descubrí, seguí observándola todos los
días. En septiembre me decidí a saludarla y su amabilidad nos llevó a una larga
conversación. Detallé el bello juego de colores, entre los ojos verdes y la
piel blanca de su cara. Sus labios eran de un rojo fresco. No creí que tanta
belleza pudiera estar en mis manos. Ni creí ver mi cuerpo robusto en el gusto
de ella. Pero ocurrió. Nos enamoramos y entre el cumplir con las obligaciones
académicas soñamos con juntarnos para siempre. Terminamos los estudios de
bachillerato. Nos casamos en una ceremonia sencilla acompañados por las
familias de ambos como testigos y en un salón adornado hasta el hastío con claveles
rojos. Tuvimos dos hijas. Por efecto de la naturaleza, ellas fueron una copia
de la madre. La mayor la llamamos Marina Luna y a la otra Gala para que llevara
la primera letra de mi nombre. Crecieron. Y me duelo que les haya tocado esa
época maldita. La pequeña ciudad entró en el dominio de una generación amante
de la riqueza fácil, sin ninguna sensibilidad por los bienes de vivir en
sociedad y lo peor, veían a los demás como objetos de apoyo para las
aspiraciones de conseguir dinero. El dinero público, fue un objetivo. Para
llegar a él utilizaron el envilecimiento político de las gentes para cambiarles
el voto por cosas sin valor importante. De esas personas me tocó relacionarme,
con Cristian Cruz. Me dio trabajo en uno de los bares que había abierto en el
centro de la ciudad. Ahí conseguí recursos para educar las hijas y pagar la universidad
de Marina. Ella logró graduarse de tecnóloga en confección de trajes. Yo
conocía desde muy temprano a Cristian Cruz. Le vi crecer en la política. Cuando
fue jefe de directorio, se decía de él haberse metido con la mafia y tener un
grupo grande de jóvenes que ofrecían servicio de vigilancia en los barrios
centrales y cobraban por eso un dinero cada semana. A los que no pagaban les
hacían daños para que sintieran la necesidad de la vigilancia. Mis hijas
crecieron, hermosas, eran casi iguales. Se llevaban un año de diferencia. Los
dos hermanos menores de Cristian Cruz, las conocieron en una fiesta llena de
derroche, organizada por el partido de mi patrón. Así comencé a llamarlo desde
ese día. El bar que yo administraba, se fue transformando poco a poco, pero
definidamente en un casino. El patrón llevó muchas máquinas de juegos y comenzó
a ir con grupos de hombres armados y muchas mujeres elegantes. Gala y Marina
Luna iban con los hermanos del patrón y yo me sentía tranquilo porque sabía que
nadie las podía tocar. Cristian pasó por todos los puestos de elección. Fue concejal,
diputado, congresista. Según el cargo ocupado llevaba al casino sus conocidos y
socios de negocios de gran inversión, de los cuales me daba cuenta por estar
presente. En la pequeña ciudad creció un grupo de hombres como mi patrón. Hicieron
lo mismo y entre todos desbarataron el orden legal. Se convirtieron en un
gobierno paralelo; fueron policía, la vida y la muerte estuvieron en sus manos.
En el año de mi desgracia, en el mes de julio, un viernes en la noche, llegó al
casino un hombre de ese grupo mafioso llamado Cantaclaro, con varios amigos. Luego
de conversar largo con Cristian, terminaron acusándose mutuamente de traidor,
ladrón. Se dieron puños, volaron mesas y sillas, los asistentes participaron en
la pelea. Se apagó la luz y sonó un disparo. Yo metido tras la barra, agachado,
oí gente correr en tropel. Luego un silencio grave. Encendí una linterna,
llegué a los controles de energía. Encendí la luz y vi en el centro del bar el
cuerpo sin vida de Cantaclaro.
El cuerpo
fue levantado por hombres de la morgue, respondí a preguntas de la policía enfurecida
porque nadie había visto nada. Afuera entre una multitud de curiosos estaba el
hermano de Cruz, mezclado con la gente, pero era un hombre visible, la estirpe
y la ostentación de sus ropas y joyas lo delataban. Muchas miradas cayeron
sobre él y fue obligado, por una especie de recriminación silenciosa, a irse, a
deslizarse, lento entre los curiosos. El bar- casino se cerró por varios días.
Di muchas declaraciones ante jueces y policías. Busqué a Cristian Cruz. Le entregué
las llaves del bar. Lleno de angustia y tristeza me quedé en casa
definitivamente. Hablé con mis hijas sobre la familia del patrón, sobre lo que
sabía de ella y de él y les arranqué la promesa de cambiar de amistades. Vivimos
del sueldo de Marina, ganado en una fábrica de vestidos. Ella siempre nos había
advertido el peligro; pero le respondíamos con palabras confiadas por estar con
gente conocida desde la niñez. En septiembre, sicarios les dispararon a mis dos
hijas y al hermano de Cristian en un restaurante de las afueras de la pequeña
ciudad. Entre el dolor de mi pecho, el llanto de Marina, comprendí que la
amistad de los jóvenes no la destruye, los temores de los padres. Marina murió
un año después por cáncer de tristeza. A mis tres mujeres las llevé al
cementerio con muchos claveles rojos.
Señor
perdone, haberle quitado tiempo. Usted se extrañará de mí, de esa persona
silenciosa y repetidora de canciones en voz baja. Pero hoy veintitrés de
septiembre me posee una tristeza negra como esta flor sobre la mesa-.
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