viernes, 25 de marzo de 2016

Camila y el maledicente

La chismosa. Fabio Borquez. Acrílico Lienzo. Argentina 1990

Se le ve caminar con la cabeza gacha y los ojos entornados porque quiere ver sin ser visto; pero la gestualidad de su cuerpo lo delata. El común de la gente que pasa, con actitud desprevenida, contrasta con ese cuerpo de caminar presuroso y sus sentidos centrados en mirar dentro de la casa de Camila, para ver lo que esta hace con su novio Gustavo. Chelo es bajo, sus piernas son cortas en relación con su tronco; su delgadez le permite escurrir el cuerpo no proporcionado, entre la gente, de manera que logra con facilidad su objetivo de espiar a aquellos vecinos que se ponen en el centro de su interés. Sabe que la hora propicia para espiar es la seis de la tarde. La calle se llena de gente y el tráfico aumenta. El gesto característico de su cuerpo a esa hora, supone, pasa imperceptible. Chelo es consciente de su apariencia física; pero en el momento de satisfacer su vocación deja a un lado las prevenciones y se entrega todo a su rito. Termina convencido de haber pasado inadvertido.

Esta vez tiene interés en Camila. Los vecinos que son como él le hablaron sobre la hija de Nardo porque se la ve llegar tarde en la noche. Tiene con Nardo un rencor oculto porque desde hace tiempo lo dejó de saludar cuando se enteró de sus prácticas maledicentes. Camila es la hija mayor de Nardo. Trabaja de oficinista en el centro y muchas veces por exigencias de las tareas se ve obligada a amanecer en la casa de una de sus compañeras de trabajo. Así que muchas veces no llega a su propia casa.

Nardo y Chelo tienen la misma profesión. Trabajaron juntos en los talleres del ferrocarril y aprendieron metalmecánica. Hacen parte de la tradición oficiante del barrio, adquirida por difusión de la técnica importada. Setenta años tienen los talleres y crearon en la población una tradición de trabajadores diestros en el manejo de la forja de metales, cerraduras, hojalatería y estructuras de hierro. Hubo empresas grandes de hombres ambiciosos, especializadas en la fabricación de suministros para los ferrocarriles, montadas por extrabajadores; pero el caso de Nardo y Chelo, es el común. Extrabajadores vecinos de barrio, adaptaron una habitación de sus casas con acceso a la calle y crearon un negocio pequeño al que llamaron cerrajería. Ambos abrieron sus puertas al mismo tiempo y bajo el signo de la competencia y la pugnacidad. Ya traían el rencor oculto desde los tiempos del taller cuando Chelo inventó el cuento de la enfermedad venérea de Nardo y exigía ser despedido. En las cerrajerías, los obrajes, en general, exigentes de mucho espacio, los obligaba a ocupar la vía pública, y era regular ver las calles del barrio, frente a las casas de ambos, los andenes y la calzada ocupada por rejas en confección y equipos de soldadura eléctrica funcionar hasta entrada la noche.

Nardo Recibió, más de una vez, la visita las autoridades de la municipalidad que le increpaban por la ocupación del espacio público. Recogía su negocio por un tiempo y luego volvía a lo mismo y se enteraba, por muchas bocas, como el origen de esas visitas estaba en las denuncias de Chelo. En la noche de un sábado, día de tragos en los bares del barrio, ambos se encontraron, se reclamaron mutuos despojos de clientela, se acusaron de incompetentes y ladrones y se fueron a los golpes de puño; pero la fortaleza de Nardo hizo huir, la pequeñez de Chelo y fue memorable la persecución por muchos minutos entre calles y esquinas.

A Camila se le acabó el trabajo. Volvió a vérsele todos los días en casa. Esbelta y atractiva se convirtió en atracción de muchos vecinos. En las tardes, con otras muchachas recibía el aire del fin del día. La noche llegaba con el trajín de gentes, autos y jóvenes que se acercaban a saludar llenos de cortejo y aspiraciones. Camila eligió a Gustavo. Recién graduado en medicina y buen partido al decir de sus compañeras vecinas. La visita del novio regulada por la madre y el padre, debía darse tres veces por semana, a la vista de todos y en la sala de la casa inmediata a la calle. Así la pareja quedaba vigilada por la familia y por los vecinos y transeúntes. La relación de Camila y Gustavo prosperó. Luego de dos años se comprometieron y fijaron fecha de matrimonio. Esta noticia llegó al oído rencoroso de Chelo. Fiel a su rito de espía maledicente, fue capaz de viajar al centro y hacer una pesquisa sobre la rutina de Camila en su tiempo de trabajadora oficinista. Supo la dirección de la oficina, las amistades acostumbradas, la ubicación de las casas de sus compañeras en las que amanecía por necesidad del trabajo. Chelo no encontró ninguna información denigrante de la conducta de Camila; pero eso no le interesaba. Su objetivo estaba en desplegar su ser maledicente. Construyó una historia con nombres propios, números telefónicos y direcciones de lugares habituados por Camila. Según esa historia la hija de Nardo trabajó en un prostíbulo y tuvo hijos tirados a la calle. La saña de Chelo le hizo dar otro paso. Se entrevistó con Gustavo, le refirió el cuento sobre su novia y le pasó unos números de teléfono para que verificara. El novio hizo gala de gran ingenuidad. Se limitó a marcar los números, preguntar si se conocía a Camila. Fue suficiente, para creer la maledicencia y la relacionó con los relatos de su novia cuando en las largas noches de conversaciones en la sala de encuentros, ella le refirió muchas anécdotas de sus quedadas en el centro, cuando fue oficinista.

La confrontación de la pareja se dio y terminó en una Camila repudiada. Gustavo hizo saber al barrio su decisión y el porqué. La urdimbre de Chelo convenció también a Nardo. Este se cegó de ira y en vez de atacar la infamia de su contradictor, cerró el taller y abandonó la familia. Sobre Camila descendió la tradición humana de la mujer fatal y se sumió una melancolía progresiva hasta enfermar y morir.

Chelo siguió en su rutina. Se le ve caminar con la cabeza gacha y los ojos entornados porque quiere ver sin ser visto. Quien lo ve pasar frente a la casa de Camila y Nardo, solo ve su caminar presuroso. No ve sus ojos diestros, en mirar con un soslayo imperceptible. Ahora su cara blanca es inexpresiva. No parece gozar de su maledicencia, ni sufrir. La satisfacción la tiene en la profundidad de entrega a su rito. Ahora está atento a una nueva incitación de los vecinos como él; pero la gestualidad de su cuerpo le ha hecho un personaje típico del barrio: el hombre de piernas cortas que sostienen un tronco grande. Sus historias algunos las escuchas otros le escurren la atención. Lo evitan. Cuando no camina se estaciona y mira con la cabeza erguida a los demás, como tratando de elegir una presa.

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