Rayuela. Óleo de Osvaldo Félix Pellegrini 1998
Horacio Oliveira habla de sí mismo, de su búsqueda y experiencia
con una mujer a la que ha sobrenombrado la Maga. Habla desde París, sus calles y
lugares, habla de su intelectualidad y militancias, de su Argentina a la que ve
en la Ciudad Luz. Luego entra otro hablante a hablar de Oliveira, de su ser e
idearios.
Estos recursos que utiliza
Cortázar son, en principio, una polifonía propiciatoria de las identidades
profundas de los personajes. Ellos hablan desde sus aspiraciones y
frustraciones para dar al lector una imagen de la complejidad espiritual por
estar en el mundo.
Oliveira: -hablo yo, otras veces
soy descrito-. Ambas voces saben mucho sobre Oliveira. Hay igual recurso de
descripción e indagación, de conocimiento del personaje. Él mismo dice que la
vida es como estar en la casilla de una rayuela: hay reglas, pero sabe que las
puede modificar. Cada salto a otra casilla tiene la esperanza de llegar, la
esperanza del encuentro de las cosas y situaciones. Y la despedida de los
queridos por la ambición de algo nuevo o promesa de lo distinto del lugar a
llegar, donado por el salto: ya será otra casilla.
Ambas voces hablan de Oliveira,
como un ser humano que vive la existencia a lo Sartre o a lo Herman Hesse. Se siente
afectada esa vivencia cotidiana llena de hastío y nausea. Ama una mujer bella y
cada vez que la toma, luego la deja ir para, como en un juego, tener que
volverla a encontrar en cualquier calle de París. El sexo no trae compromisos,
ambos tienen una historia de relaciones personales, se la cuentan, se celan;
pero vuelven a sus sujetos. Oliveira la acusa de leer mucho y comprender poco.
Ella lo acusa de querer ahogarse en un río metafísico construido con filosofía,
historia y literatura. Te estás suicidando metafísicamente, le quiere decir.
Y ese es el ejercicio de escritura de Cortázar, ejercicio hecho a
finales de los años cincuenta del siglo veinte. Es literatura extrema, gusto
por la palabra escrita, gusto por hacer con ellas, construcciones bellas, que
encuentran la materia narrable en el yo existencial, ubicado en pueblos y
ciudades natales, en esa historia particular de las sociedades
latinoamericanas.
Horacio Oliveira es un bonaerense metido en las entrañas de
Francia, en París. Todo lo que le pasa es objeto de narración para la reflexión
y cuando el diálogo interior o la descripción del narrador íntimo, tiende a
agotarse, recurre al recuento de los hechos originadores del pasaje para
retomar la reflexión. Es este el recurso literario: volver sobre lo dicho
aunque ambos, el yo o el narrador, por tener que hacerlo, denigren de ese mismo
hacer… “No hagamos literatura (…) no saquemos a relucir las perras palabras,
las proxenetas relucientes. Pasó así y se acabó”.
Las palabras son objeto de reflexión por parte de los personajes.
Todos son inmigrantes, se topan todos los días porque tienen las mismas
rutinas, habitan los mismos espacios. Los diálogos ocurren en las habitaciones
arrendadas en las que falta casi todo y sometidas al capricho del arrendador.
El contenido de los diálogos cae repetidamente en el nombrar lo que les pasa,
en el nombre y su relación con la historia particular de los dialogantes. El
nombre de la realidad y su difícil definición, lleva a presentar en la novela
una imagen o concepción del mundo. Hablan a favor o en contra de Sartre,
Wittgenstein, Freud, Trotsky. El ser humano tiene una lógica, por la que las
palabras son entendibles, por quien las lea o las escuche. Por la lógica existe
una construcción racional del mundo, a la que se le da el nombre de realidad;
pero los seres humanos viven su particularidad, potenciados por la intuición,
en la que la realidad es difusa, bella, feliz o angustiante y en la mayoría de
los casos, una experiencia estética.
Horacio Oliveira encarna a un personaje culto que ama los libros y
en ellos bebe filosofía, literatura, historia y música. Su relación con los
amigos, está mediada por los contenidos de su formación. Tiene una novela en
construcción y tras las páginas se funde con Rayuela. Los amigos le sirven como
instrumento, para llevar a la escritura los diálogos reveladores de su concepto
del mundo. Le preocupa estar y ser en el mundo. Vuelve permanentemente sobre la
realidad. El mundo es la realidad, pero está en una construcción mediada por el
ser animal. El animal humano construye el mundo real totalmente abstraído,
abstracto, ficticio, ficcionado. Así todo queda pendiente: las verdades, los
sistemas, las ortodoxias.
Esta constatación hace que Oliveira viva en una perenne
provisionalidad. Va por el mundo de París con los demás pegados a su piel, con
la lluvia sobre su cabeza, con el frío domesticado por su cuerpo aterido: es un
existencialista fenoménico que sufre la mayor parte del tiempo; sufrimiento del
que se escapa con el blues, el jazz, el mate y el cuerpo de la maga.
Agotado el viejo mundo para sus andanzas, vuelve a la Argentina.
Dos amigos de infancia, ahora pareja, lo reciben en puerto. Oliveira evoca permanentemente
las capacidades físicas e intelectuales de la infancia y juventud de los tres.
Lo hace porque se siente débil y desarraigado. El amigo es un residente intenso
de pocos viajes. El diálogo entre el viajero y el anclado, se da con palabras
duras de mutua acusación por lo que les falta. A Oliveira le falta haber visto
crecer a Buenos Aires, al amigo le falta conocer otras tierras. Oliveira quería
hacerse a un lado y no interferir en su amigo a pesar de su vocación de “acceder,
por inmiscuirse, por ser…” dado su interés de escritor sobre las cosas humanas.
El trio quería deshacer la amistad, querían hacerse a un lado;
pero el diálogo intenso lo impedía. Un diálogo atado al pasado por haber sido
socialistas teosóficos. Ahora se reúnen a hacer jitanjáforas y juegos
mistéricos que llaman Cementerio: unir palabras en retahíla, referidas a un
tema. Pero se hastían y se enfrentan. El socialismo que imaginaron, mesclado
con gnosticismo se puede llamar primitivo, por el que muchos consideraron a Jesús
Cristo el primer socialista del mundo. Ese socialismo solo les alcanzó para
leer literatura y otros temas conexos mediados por ella, y determinantemente
decantados por una metafísica que Oliveira llama patafísica o “meta la pata más
allá”.
Los tres, ella farmaceuta, el guitarrista y cantor, con Oliveira,
se meten a trabajar en un circo. El espectáculo se conecta con lo maravilloso
de las posibilidades humanas, de la prestidigitación, hasta una evasión propiciada
por la taumaturgia. El dueño del circo cambia esa empresa por un hospital psiquiátrico,
engancha a los tres amigos en las labores del hospital. Ella va a la farmacia y
ellos dos hacen turnos para cuidar a veinticinco internos.
A Oliveira se le complejiza el mundo de su cabeza. Europa y
Argentina se le mesclan. Ve a su Maga en los pasillos del siquiátrico y entra
en un juego extraño con el interno dieciocho, que lo pone en peligro de pasar
de empleado a interno o enfermo psiquiátrico. La patafísica profesada se trueca
en lenguaje de la locura. La realidad se le disuelve en el juego de lo posible
y en hechos pensados no materializados. Los espacios del hospital, el patio, la
farmacia, los pasillos, las habitaciones, los pisos, la cava, la cadena de frío,
están entre el sueño y la materia.
La rayuela ubicada a la vista de Oliveira en el piso bajo y paso
obligado hacia el patio del siquiátrico, obliga a ser jugada de lado a lado, casilla
a casilla, hacia el cielo fugaz. Las colillas de cigarrillo encendidas,
Oliveira las hace impactar sable la rayuela y motiva la fusión de idearios e
imágenes en su cerebro al vuelo; invoca los autores leídos que lo han incidido
en sus representaciones. La realidad disuelta lo hace deducir que todo es
literatura.
Cortázar dedica la tercera parte de Rayuela a las aspiraciones de
novelista de Oliveira, el personaje complejo metido en un mundo real pero que
el ve y siente irreal. El mundo de allá (Europa) y el mundo de acá (Buenos
Aires - Argentina), los ha vivido atado a los hechos de los otros, de sus
amigos, conocidos y sus amantes. No le ha quedado tiempo de estructurar la
novela. Por eso en la tercera parte están todos los escritos hechos con las
vivencias, de todos, con todos, por las calles, los cafés, los museos y
conciertos. Esos escritos son sacados de Otros lados y son el vuelo poderoso
del escritor a quien el cuerpo le estorba porque le impone la necesidad de
interrumpir el vuelo, por exigencias que hace la máquina para seguir viva: la
máquina del cuerpo.
Oliveira decide que la novela debe ser una rayuela, que adquiere
sentido según el jugador. Es el lector cómplice quien la arma con toda
libertad. Quien lee puede unir las partes, los trozos, los escritos, como
quiera. Así el lector no es un paciente que recibe una trama hecha, unos
acontecimientos predecibles que le concitan temor, risa o dolor. El lector
cómplice, amante de la literatura, comprende al novelista y ayuda a darle
coherencia la novela. Si ocurre así la relación lector – novelista, es porque
la literatura es un complejo inasible. Puede decirse: La literatura ha muerto,
que viva la literatura, porque la realidad es el lenguaje y cada vez que se
piensa el lenguaje se hace cambiar, cambia la realidad.