Janice Urnstein
Weissman. Las tres Gracias (2003)
Un sentimiento
conmovedor, casi inexplicable, me llega a la cabeza, al observar los cuerpos de
las gentes que pasan por mi campo visual o aparecen. Me entra el deseo de
juzgarlos con los valores de mis padres: el color, la distancia respecto al
ideal de belleza, la apariencia su poder económico y la expresión del rostro;
pero, el estar en el mundo y el toque de vida que me han dado otras
posibilidades, otros valores, permiten, ya no un juicio de los otros, sino una
ponderación de su estar en el mundo. Ser humano es ser considerado sujeto de
admiración per se o por tener el valor de mostrar ante los ojos de los demás el
cuerpo que le ha tocado.
Al cuerpo, el mundo
de los derechos humanos, le ha dado sentido. A las carnes amplias, escasas,
magras, desmirriadas; a las estaturas largas, cortas, asimétricas; a las pieles
oscuras, claras, mescladas; a las apariencias bellas, feas, atractivas; les ha
sido dado un lugar, para que la materia, la física del cuerpo, no interfiera en
la salud del complejo contenido inmaterial, existente en la cabeza.
El cuerpo no exime,
ni disculpa, la obligación de buscarle explicaciones a la existencia, auxiliado
por los legados anteriores, de los humanos pasados, las que podemos apreciar,
si nos acercamos a la historia.
El cuerpo en el
mundo duele, la existencia angustia. Si solo se tiene la carne para estar en el
mundo, el dolor es inevitable y la angustia permanente. Se sale de ahí con el
acercamiento a la historia o a otra trascendencia. Entre tantas trascendencias
la única que llegó a declarar la igualdad racional de los cuerpos humanos es la
historia. Los credos religiosos, como otras trascendencias, se levantan sobre
la desigualdad y la opresión.
Escribió Hegel que
en el mundo egipcio-babilónico fue libre uno solo, en el mundo greco-romano
fueron libres algunos y en el mundo de él, que le tocó vivir, lo llamó mundo
germano-cristiano, todos son libres; pero la libertad hegeliana se ejercía en
la dialéctica del espíritu, en la historia del desarrollo del espíritu. Y este
último concepto, se debe meter dentro de lo que se llama historicismo, el mismo
constructor de la idea de progreso indefinido del ser humano, con su cuerpo a
cuestas.
El progreso del
cuerpo y sus trascendencias, no se ha abandonado. Ahora cuñado por el
evolucionismo darwiniano, es una creencia que le va muy bien al ser humano infantilizado
de hoy. El auxilio de la tecnología, deja la sensación de la inutilidad de
sufrir la existencia, y por eso el cuerpo se embellece, y se decantan los
valores de la tradición: el color, la distancia respecto al ideal de belleza,
la apariencia económica y la expresión del rostro medida por el prototipo del
criminal sacado de la frenología.
El cuerpo del ser
humano del presente tiene culto. La sensiblería lleva a figurar sobre él, de
manera indeleble, los motivos más banales, acordes con el éxtasis que produce
el color en el cerebro del infante. Y cuando se trata de figurar sobre
superficies, la humanidad tiende a tenerle miedo al vacío; por eso los cuerpos
se tatúan en sus espacios visibles e invisibles, según el vestido. Se ven
cuerpos barrocos, en los que parece haber hecho falta piel para graficar.
La libertad de hacer
con el cuerpo lo que se quiera, es una fuga de la igualdad racional decantada
por la historia. La libertad y la igualdad de los derechos humanos, se ha
banalizado. El centramiento en el propio cuerpo, no deja ver el poder que aúpa
la infantilización, además producida y administrada por la tecnología. Se crea
la sensación de progreso y evolución del cuerpo. El poder sobre los cuerpos, ejercido
por muchas jerarquías modernas, hace de la crítica a la infantilización y a las
trascendencias hegelianas, una violación de la propiedad personal sobre el
cuerpo que ha tocado llevar a cuestas. Esa crítica señala la pérdida de la más
cultivada de las trascendencias: la historia.
El cuerpo y la
historia que lo sustenta, están en el mundo; el dolor y la angustia de la
existencia, del ser, se recluyen en el olvido o se neutralizan con la palabra,
continente de la transcendencia. En las épocas de la palabra escrita en el
cuerpo, la grafía evocaba el pasado del grupo y ver el cuerpo figurado
convocaba el discurso, signo que facilitaba el símbolo.
La historia escrita
en el cuerpo fue el principio motivante de la grafía sobre la piel. Hoy los
cuerpos barrocos tatuados hasta el paroxismo, nada dicen, porque es imitación
infantil de las culturas tempranas. El ser humano de las primeras épocas hizo
grafías en su piel, en la piedra y en las cavernas para convocar la memoria y
reducir el tiempo a sus intereses.
Los cuerpos escritos
fueron producto del trabajo y el trabajo los producía para el consumo del poder
de la sociedad. Se seguía el ritmo dialéctico de producción, consumo,
producción. Ese era el contenido de las grafías sobre la piel, en las que se
involucraban el cosmos y el microcosmos: la sociedad y el individuo. El Marx de
los Grundrisse, escribió a mediados del siglo diecinueve: el individuo consume
para producir su propio cuerpo; no solo consume alimentos, digo yo, consume
otros cuerpos para producir su cuerpo.
En el cuerpo de las
sociedades tempranas se graficaba la historia sobre la piel de los individuos.
El cuerpo antiguo fue consumido por el poder para satisfacer las aspiraciones
de dioses y déspotas, validos de la grafía convertida en escritura. Los cuerpos
de la barbarie germana, gestora de la servidumbre medieval, se ocultaron a los
ojos de dios y de los humanos y quedaron a disposición del poder para ser
quemados, torturados, o santificados según el uso individual del deseo de la
carne.
Los cuerpos moderno
son para la libertad; pero el poder socioeconómico y político los consume como
fuerza de trabajo y reduce su libertad a una apariencia de libertad,
materializada en individuos que desde una trascendencia arcaica y alienante, se
fugan, se marginan, se tatúan, se ocultan, o viven sin historia.
Pasan cuerpos y
aparecen en mi campo visual. Cada individuo tiene un mundo interior, respetable,
inviolable, participe o no de una trascendencia; y lleva su cuerpo a cuestas. Cuerpos
con poder, color y forma, atributos que conmueven.
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