domingo, 28 de mayo de 2017

El barrio de Ladrillo

Volver. Óleo Antonio Seguí 1998

Lo trajeron a la tierra o al mundo o a la luz, las manos hábiles de la alta y gruesa Encarnación, partera prestigiosa en ese sector de la ciudad al que no alcanzaban los escasos servicios públicos del Estado. Lo puso sobre la palma de la mano derecha y con la otra barrió el rostro del niño y dijo –es moreno, chiquito y aguileño-. Lo terminó de acondicionar y lo puso sobre los pechos desnudos de la madre.
Ser aguileño fue el rasgo físico que marcó la vida de Javier. La forma rapaz de su nariz originó el sobre nombre de Condorico desde muy temprano. La madre morena y de baja estatura, hacía trabajo de limpieza en el hogar de Carlos y Berta. Cuando habló del hijo que esperaba, Carlos le comentó que no habría problema porque sería una compañía para Emilia; pero la madre, entendió por un sentido de consideración, que ella y el hijo serían un peso para ese hogar en el que trabajaba. Por eso dejó a Condorico, luego de amamantarlo por tres años. Salió una noche de diciembre y no volvió. Berta y Carlos trataron de encontrarla pero no tuvieron resultado.
Javier Condorico fue adoptado en silencio. Cuando adquirió orientación en el espacio se encargó de comprar las cosas de la casa en las tiendas y graneros del barrio. Al comienzo le anotaban en un trozo de papel el listado de víveres por traer, luego puso en uso una nemotecnia de grande a pequeño y grababa en su mente los artículos por el tamaño; prescindió del listado y se convirtió en el mandadero de los vecinos de Berta. Creció rápido el prestigio de Javier por el reconocimiento de Encarnación. Ella con su mayestática figura lo saludaba siempre; –Mi aguileñito- le decía y se agachaba hasta poner su cara contra la del niño. Por eso Condorico creció en prestigio y reconocimiento. Seguro, corrió por el barrio el mandadero. Los días le dejaban exhausto y en las noches soñaba con las aceras y el pavimento de las calles. El afán de hacer bien su trabajo lo llevó a soñar repetidamente tener alas y volaba, con autonomía para elevarse o descender, sobre el barrio.
Carlos y Berta decidieron matricularlo en la escuela. Las primeras semanas le fueron traumáticas. Acostumbrado a correr libre en el día, sintió el peso del claustro y la disciplina. El sentimiento se agravó cuando en el tiempo del recreo orinó el pedestal de la Virgen del Rosario puesto en el centro del patio, porque creyó poderlo hacer, así como orinaba en la calle, cuando le llegaban las ganas. Encontró el dedo acusador de los compañeros y la burla y el ser llevado por el maestro de disciplina prendido del cuello de la camisa, a patio traviesa, hasta la presencia del director. No supo explicarse; pero aprendió desde ese día la ubicación de los retretes, por el olor del orín rancio. El escarnio público lo metió en la rutina de la escuela. Entró en los juegos, muchas veces tomó iniciativa y otras impuso el correr indefinido por el patio, como novedad, igual que si estuviera haciendo las compras de sus vecinos de casa.
Salía de la escuela a la hora de la caída del sol entre las montañas altas, adheridas a la ciudad. Javier Condorico esperaba en la puerta amplia y alta de la escuela con la mano derecha a la altura de la frente para taparle a los ojos los últimos rayos de sol. Los esperados pasaron en carrera y le golpearon la espalda. Corrieron por las calles del barrio dando gritos. Golpeaban la puesta de algún vecino para reactivar la risa y la velocidad de los pies. Exhaustos, jadeantes llegaron a sus casas vecinas. -Cinco muchachos en tropel es de respeto- decía Encarnación al verlos llegar. Ella los admiraba. Sus ojos negros, pequeños, se iluminaban cuando les tocaba los cachetes y los brazos y se decía par si: parecen una biflora en flor. A todos los había traído a la tierra; por eso le gustaba verles crecer el cuerpo. La alegría le salía por los ojos al ver la turgencia de las carnes y la comparaba con una florescencia.
El más vecino, el más cercano, Alcides, entró a la casa de Javier, por invitación de Berta a tomar chocolate. Alcides se quedó, por la televisión, por la compañía, por el aire mejor comparado con el de su casa llena de polvo. Se hizo sólida la entraña entre ellos. Venían de la escuela juntos, iban juntos por todos los lugares que debían ir. La casa de Alcides nunca llamó la atención de Javier Condorico. Allí había mucha gente. Esos seis monitos me joden mucho -decía Javier cuando le reclamaban. Entre ellos Juan Ladrillo, le caía más pesado. Era un muchacho robusto de cara roja y con saludos abrasivos y se burlaba de su nariz. Javier se libraba de él por los dos años que le llevaba en edad, la presencia de Alcides y los manoteos agresivos necesarios. Alcides, Juan y los hermanos tenían trabajo permanente en el depósito de materiales para la construcción del que vivía la familia.
El viento entraba con dificultad y el sol calentaba en exceso el pavimento. La calle de Alcides y Javier era larga y sin bermas. Las aceras angostas obligaban transitar fuera de ellas; daban a los muchachos un sentimiento de amor por el afuera. Se hicieron adolescentes con un aire de libertad sin el alcance de las manos de sus familias. Exploraron con cuidado todas las callejuelas y callejones y por ahí les entró la yerba con facilidad, en el corazón y la cabeza, por eso abandonaron la escuela. Ahora Caminaban en silencio como si fuese difícil vocalizar los pensamientos y muchas veces en la noche alta se metían en sus casas sin despedirse.
El barrio abandonado por el Estado, sufrió el desgaste del pavimento. Huecos, baches, lodos, fueron el espacio y el tiempo para animar la mezcla de yerba con barbitúricos. El cuerpo se les inclinó como si a cada paso fuesen a perder el equilibrio. Encarnación les ofrecía agua helada cada vez que creía salvarlos o sacarlos de ese mundo extraño e inasible para ella. Cuando tuvo oportunidad les advirtió que le estaban dando mal ejemplo a Juan. Él los está siguiendo y ya lo he visto con la varita de yerba. Le falta poco para comenzar con la seco, como ustedes –dijo la mayestática partera al cambiar el gesto maternal por una rigidez lacónica.
Javier Condorico y Alcides, se alertaron; pasaron a hacerle seguimiento a Ladrillo y se sorprendieron porque visitaba los mismos lugares y mayor fue el asombro cuando lo vieron acercarse a Emilia. Ella posaba alegre por sentirse cortejada y admirada. Hermosa. Javier le tenía un alto sentimiento de protección, por su belleza e ingenuidad y por ser la muchacha más admirada del barrio.
Ladrillo progresó solitario. El cuerpo grande y el afán de dominio lo dejaron solo. Su cara roja lucía apretada, huraña, como queriendo mostrar un profundo descontento por todo; contra todo. Su progreso con la seco y la yerba, lo hicieron temible. Se enfrentó a Condorico, amenazó a Alcides, hasta hacerlos recluir en un sector del barrio. Por un pacto tácito trazaron una frontera invisible y se respetaron el territorio. Llegó a oídos de Berta noticias de atracos a transeúntes, hechos por Ladrillo. Javier Condorico notó cambios en Emilia. La ingenuidad y candor se le desaparecieron. Se mostraba dura, con un silencio que decía estar en aprietos. Ocurrió una noche de octubre, cuando Javier vio en la puerta de la casa a Emilia llorar entre los brazos fuertes de Ladrillo. Condorico se abalanzó sobre ese cuello rojo y debió halar tres veces para hacer retroceder ese cuerpo grande. Ladrillo, enfurecido giró, enfrentó la baja estatura de Javier y le descargó en el pecho un puño que le hizo rodar. Los gritos de Emilia, sacaron de la casa a Carlos y Berta. La familia vociferante espantó la agresividad de Ladrillo. Le vieron casi correr tropezando con los huecos de la calle.
El año tornó hacia el fin. En la casa de Condorico las palabras se hicieron escasas; pero la época festiva hizo que el mal semblante de los rostros desapareciera con lentitud y firmeza. Ladrillo se recluyó en su territorio y no volvió más con Emilia. Los dos amigos dejaron de trajinar. Siguieron metidos en la yerba con seco; pero cada quien en lo suyo. Alcides fue lejos, no paraba; utilizó con más frecuencia aguardiente e hizo famosa su embriaguez más allá del barrio. Condorico se quedó rumiando la imagen del puño de Ladrillo sobre su pecho hasta la obsesión. La yerba le traía desde el fondo de su memoria los vuelos de sus sueños de niñez. Caía golpeado; pero el caer se hacía lento y duraba en el tiempo.
El nueve de diciembre el sol fue implacable, la fiesta de la virgen del Rosario celebrada en los dos días anteriores, dejó resaca en los cuerpos y las aceras manchadas con parafina de colores. Condorico se levantó con dificultad, dejó la cama y sintió el pensamiento pesado y lento. Comió el desayuno que Berta le sirvió automática. Hacía tiempo que en la casa se hablaba solo lo necesario; ese día decembrino fue igual. Condorico decidió bañarse en la quebrada. Cogió la pantaloneta, se la puso en el hombro y subió la montaña acosado por el calor ya generalizado a esa hora. Con las monedas que aún le quedaban compro yerba y seco.
La tarde acentuó el calor. Las casas y las calles del barrio estaban inmersas en el color de la incandescencia. El sol terminó de caer tras las montañas y Condorico comenzó a recorrer la calle. La cara roja de Ladrillo estaba permanente en su pensamiento. Llegó hasta su puerta; entró a la casa descargó el vestido de baño y metió una navaja en el bolsillo del pantalón. No atendió la voz de Berta que le llamaba a comer. Salió absorto de nuevo a la calle. La imagen de su orín corriendo por pedestal de la virgen de la escuela se le presentaba frustrante. La mano de Encarnación sobre su cara amniótica recién parida, la asociaba a su nariz y al eco inicial de la palabra Condorico. La mano maza de Ladrillo que golpea su pecho era la obsesión de la presencia. Sabe dónde está Ladrillo. Alcides y él lo han mantenido bajo mirada. Ahora camina hacia allá. -A esta hora debe estar sentado en la mesa de la entrada del bar La Palma- Se dice.
A las ocho de la noche Condorico pasó su navaja por el cuello de Ladrillo. Cuello que haló tres veces para librar a Emilia del abrazo mal querido. Ladrillo daba la espalda a la calle y no vio quien le cortó el cuello. Condorico corrió a meterse en su casa. Estuvo tres horas con la boca seca y deseos imperativos de vomitar. A las once de la noche llegó una patrulla de policía y lo capturaron bajo el cargo de asesinato premeditado y alevoso, así mismo como lo denunciaron los muchos testigos.
Alcides y la familia sintieron propia la agresión. Por la forma, por ser a traición, por no respetar la costumbre del desafío y el franco duelo. Olvidaron las malas actitudes del hijo y acumularon un odio y venganza contra Condorico. Alcides, recibió palabras de respaldo de amigos y extraños. El barrio y la ciudad se llenaron de indignación por esos hechos de sangre entre muchachos jóvenes. No faltó quien se alegrara por la muerte de Ladrillo; había ofendido a muchos, en sus estados de yerba y seco. En el bar la Palma hubo discusiones sobre Ladrillo. Alguien le tiró la culpa al abandono en que el Estado mantiene la Juventud; pero otro dijo que ahí pagó todas sus faltas y lo que se hizo fue justicia.
Javier Condorico entró en su segunda reclusión. Lo metieron en una celda con muchos detenidos. Le informaron que en la mañana lo pasarían ante el juzgado. Vio como se orinaban en un rincón de la celda y de nuevo la imagen del pedestal de la virgen del Rosario que dejaba correr su orín sobre el patio de la escuela. Salió del mundo de su imaginación porque un brazo le apretó el cuello y muchas manos le saquearon los bolsillos. Sintió los pies en el aire y cuando volvió la cara a tratar de ver quien lo atacaba, vio muchos cuerpos quietos y rostros impávidos.
La condena fue de diez y seis años. Berta y Carlos gastaron el dinero ahorrado en la defensa; hubo atenuantes: asesinó impulsado por el uso de alucinógenos y por el maltrato que el occiso aplicaba a su hermana. La buena conducta, el trabajo, la diligencia en las tareas de la cárcel, bajaron los años de reclusión. Luego de nueve años estuvo de nuevo en la calle y en la casa. Salió corregido, arrepentido, se creyó perdonado. Tomó confianza en la calle y en el barrio. Los saludos que recibía le convencían más cada vez del olvido de la gente. Volvió a la quebrada a bañarse, a ser el mandadero. El cuerpo grande y viejo de Encarnación lo saludaron sin ningún reproche en la cara.
La calle ahora pavimentada, el calor decembrino, el ambiente festivo, mostraban diez años de curación de las heridas y diez navidades ausentes y la disposición de gozar esta, porque tiene el signo del perdón. Condorico, confiado vuelve a la yerba y la seco. Vuelve a buscar a Alcides y lo encuentra. Ve el viejo amigo como siempre, aunque más adulto; las palabras tienes el mismo signo de complicidad y Javier se convence de que el perdón existe porque él lo ha decretado.
Javier Condorico amaneció sentado en el quicio de una puerta que nunca se abría, equidistante entre su casa y el bar la Palma. Los testigos dijeron a la policía, verle ahí sentado desde muy temprano en la noche y ver mucha gente que se acercó a bridar con él, en repetidas oportunidades. Alguien se percató de su muerte por la inmovilidad, por los ojos abiertos, de un azul mortal, por la rigidez. Así con la pose sedente lo metieron en el auto policial rumbo a la morgue, entre la gente curiosa. A Berta y Carlos les dijeron, cuando se les entregó el cadáver, que lo habían matado con una aguja larga y por eso no hubo sangre derramada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario