viernes, 26 de enero de 2018

Tiempo de humanos envilecidos



Observar tiene niveles, según la calidad del observador. Y la calidad la potencia el ser capaz de ubicarse en el espacio-tiempo en el que se vive. La ciudad densa, es el espacio que nos ha tocado, y observarla desde el concepto tiempo, dota de una perspectiva histórica. Es desde ahí que se puede extender al pasado la condición de la vileza de los seres humanos que nos circundan. Vileza detectada en el comportamiento cotidiano. Vecino que le pone la basura al vecino y se ha visto casos de familias obligadas a desplazarse porque los vecinos le han convertido el frente de su casa en un acopio de escombros y desechos. Las zonas verdes las han reemplazado por capas de concreto para parquear vehículos y evitarse el gasto. Las fuentes de agua son contaminadas sistemáticamente con el arrojo del mobiliario sobrante, para ahorrar los costos del traslado a las escombreras permitidas. Vileza generalizada cuando periodistas y políticos se deshacen en condenas contra los crímenes de acoso sexual o violación, pero en su haber los han cometido. Los partidos políticos montan campañas electorales para luchar contra la corrupción y todos los que militan en sus filas son corrompidos.

Vileza observada en el presente, pero que la perspectiva histórica permite detectarla desde la fundación de la nación. En 1821 la constitución grancolombiana prohibió la esclavitud, pero el vil esclavista la siguió sosteniendo porque su vida muelle, parásita del trabajo ajeno, dependía de ello; además, el ejercicio autoritario de su ser social, estaba en la posesión de esos cuerpos y se extendía a su propia familia cercana o a la sociedad que regentaba, si tenía la autoridad adquirida por ocupar puestos públicos.

El modelo republicano, para instaurarse en Colombia, cobró la vida de cientos de miles de personas, cuyos cuerpos estaban bajo la más cruel dependencia de los caudillos hacendados. Fue una vileza, enmascarada con la discursividad del progreso y la civilización. El discurso eugenésico o racista cruzó las consignas beligerantes, para sustentar, luego de las batallas, la confección de nuevas constituciones políticas que negaron de entrada la igualdad y redujeron el derecho a elegir y ser elegido a los varones dueños de tierras y riquezas.

Instaurada la nación unitaria, transformaron el capital hacendario en comercial y luego en industrial. Entregaron la educación a la iglesia católica para evitar la formación de ciudadanos autónomos, librepensadores y dueños de su cuerpo y futuro. Es la vileza que transmonta el tiempo, mostrando la autonombrada dirigencia social, inescrupulosa, actuar con bajeza. Por efecto del contacto de los colombianos con el mundo, más clandestino que legal, fue inevitable la organización sindical de los trabajadores en el siglo veinte. Organización que amenazó el predominio centenario de los varones dueños de la riqueza, e hizo de nuevo, flotar el ser vil, para condenar la población a un exterminio sistemático y de todo orden no inscrito en los pactos de los partidos políticos predominantes. La población se diezmó para domeñar con crueldad sus organizaciones amenazantes.

Pero esa vileza que hoy se observa en la generalidad de la población, no es genética, es aprendida. Ha bajado de la cumbre de la estructura social al ser humano llano. A los colombianos se les ha enseñado con el ejemplo, no en aula de clase, en la tribuna, en los medios de comunicación, en la práctica política del rito electoral metido hasta el tuétano en el clientelismo, cuyo último componente es el cambio del voto por favores económicos o simplemente la compra directa.

Las mujeres y los hombres comunes han introyectado el concepto de equivalencia entre la política y la corrupción, porque después de las campañas electorales, en las que se promociona la honradez, resulta el erario público desfalcado y las necesidades en educación, salud y vivienda en crecimiento. El fenómeno se ha profundizado de tal manera que el político corrompido ha perdido la vergüenza y muchos le ven como héroe. Esta práctica explica varios comportamientos viles del poblador común: cuando le da uso privado al espacio público, desdeña el Estado, y cuando adopta una doble moral.

Pero va más allá el ejemplo del ser humano vil. La corrupción que ha bajado a los estratos menores de la sociedad, mantiene esa vileza que ha transmontado los tiempos, visible en la posesión de los cuerpos. La agresión sexual, es la herencia del sentido esclavista de la vida. Acceder al cuerpo del otro ser humano, tocarlo o tomarlo sin consentimiento, es un ejercicio de posesión que ha pasado de la cosa a la humanidad indistintamente.

Las guerras contemporáneas nacionales crearon dictadores en los campos y las ciudades, sectorizados y en lucha por territorios, que sacaron a plena luz el ser autoritario fundacional y sostenido por el ejemplo de la corrupción. Los poderes de estos dictadores barriales o territoriales, son ejercidos con una conciencia esclavista. Disponen de los cuerpos de los habitantes, en especial de las mujeres. Cobran impuestos por la movilidad y el consumo. Obligan a un comercio controlado de productos sin ninguna garantía de calidad. Estos dictadores ejercen poder armado intimidatorio y ponen al servicio del mejor postor la voluntad política de los sometidos; el mejor postor es siempre los aspirantes al poder político. La vileza ha bajado a la calle y se encarnó en jóvenes de imaginación local y oscura.

Esa vileza colombiana, tiene una expresión que hace ver la discursividad del progreso y la civilización como una falacia. La ética moderna de respeto del otro, porque los atributos de la libertad, la igualdad y la solidaridad se condensan ahí, no ha tocado tierra, no se ha introyectado en la conducta del colombiano. El cuerpo del otro sigue siendo una cosa a tomarse por la fuerza y el ofendido reacciona con una venganza reducida a la reproducción el sistema y a hacer lo mismo: Los violadores fueron violados, los agresores fueron agredidos, los esclavistas fueron esclavos. Esas condiciones se mantienen para que la sociedad tradicional siga existiendo.

Imagen: Beatriz González. Serigrafía 1983. Zócalo de la comedia

jueves, 18 de enero de 2018

El mal de ojo, envidia y fascinación

En la tarde de un viernes caluroso de agosto hablábamos de logros y frustraciones. Se hizo mención de la envidia buena, como un sentimiento que mueve a muchos y opera a la manera de motivo de búsqueda de trabajo y dedicación. Pero, igual se escuchó la voz vehemente de un contertulio, negando el reconocimiento de la existencia de una envidia buena o mala y afirmó altisonante: ¡Envidia es envidia! Siguió un breve silencio, luego sonrisas y disquisiciones sobre las envidias que atmosferan por doquier, creándole una base o piso a al ser de la mayoría de la gente que nos rodea. Por eso se la reconoce en boca de todos, casi que justificándola, cuando se trae de la memoria el dicho “mal de todos, mal de tontos”. Se dice además ser mejor provocar la envidia que sentirla, o “aquí la gente se muere más de envidia que por enferma”. Y se le pone color al envidioso: el verde. Estar verde de la envidia, es meterse en una condición no humana, de seres verdes. El imaginario común de la gente, ve así a los posesos por ese sentimiento. Se les ve y concibe como seres fuera de la cultura, habitados por una fuerza maligna, de la que no pueden escapar y los hace parte de de una especie de seres humanos catalogados como envidiosos.

Las disquisiciones de ese viernes augusto, me generó una búsqueda de respuestas sobre el ser de la envidia y por querer ir más allá de la opinión común. Me topé con información abundante sobre el comportamiento o la conducta del sujeto, cuando tiene sentimientos de envidia. Información que concibe ese supuesto sentimiento como innato o don de la criatura humana. Ese tipo de tratamiento se queda en una psicología de superficie y sintomática.

Otra perspectiva ha sido levantada desde la convicción de ser la envidia, un constructo humano; la endivia comprendida como la respuesta humana a un comportamiento animal y su respectiva mistificación. Así se concibe el objeto de estudio envidia, desde una transdisciplinaridad y se trata como un sentimiento, originado en la mirada, que debe ser asumido desde las ciencias sociales, auxiliadas cuando se necesite por la biología, la arqueología o la fisiología.

Los ojos del otro denotan sus sentimientos e intensiones. El, habla para verte, platónico, es un logro cultural, venido mucho tiempo después de la concepción elaborada a partir de la apariencia del otro. Antes de la pregunta por la palabra está la respuesta por la presencia. Desde la presocrática y después, en toda la antigüedad, se tuvo la creencia de que “los rasgos somáticos traducen el carácter de las personas: los ojos son el espejo del alma”. De la presencia del otro el rasgo inmediato para hacerse a una opinión, es la mirada. De ahí la exudación de la envidia y su relación con la mirada. Ojos que la expresan son ojos malos, o mejor, quien lo haga tiene el “mal de ojo”.

El mal de ojo y la envidia se configuran en actitud anticultural. Uno y otra se motivan e interrelacionan y contra ellos se utilizan objetos identificados con el mal, como lo son los cuernos; objetos técnicamente nombrados como apótropes. Así los ritos dedicados al exorcismo del aojamiento toman el nombre de apotropaicos; se entienden también como una profilaxis contra la envidia.

El aojo se relaciona a su vez con la fascinación o poder de la mirada para fijar la atención y poseer al atento. Contra la fascinación se utilizan los riegos y esparcimiento de escancias aromáticas. La mirada, el aojo, la envidia, la fascinación, se toman genéricamente bajo la denominación “el mal de ojo”, que justifican su oposición a la religión y se conciben como el mal. De Grecia pasa a Roma la creencia de la existencia del aojamiento, hecho por mujeres, como la bruja Dípsade “que fulmina con sus ojos de doble pupila”, nombrada por Ovidio en su Ars Amatoria. En el renacimiento, se relacionó el aojo, muy directamente con el envidioso: ellos atacan con la mirada “y no apartan jamás los ojos de la felicidad y del bien de los otros…”

Se ha entendido pues, el aojamiento, como magia, por la antropología fundacional de finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Se concibió como “magia maligna pura” cuando se adjudica intrínseca al portador. Este no necesita de ningún rito para ejercerla. Otra forma es entenderla como “magia maligna” sencilla, practicada mediante ritos o performance, para propiciarla. Como magia maligna pura, el aojamiento funciona opuesto a la religión estatal o teodicea legal. Como magia maligna sencilla funciona como superstición y se identifica con rituales vulgares del pueblo llano e inculto: saliva sobre los ojos del recién nacido o hacer la higa con una o ambas manos ante la presencia del posible aojador.

La elaboración de connotaciones de poder en la mirada, se hace por el contenido de violencia que tiene la mirada directa; hecho relacionado con la mirada fija del animal para la defensa o el ataque: la mirada fija es agresiva. El mal de ojo es la elaboración cultural de ese innatismo animal. El apótrope cultural humano contra el aojo, practicado desde la antigüedad, es esgrimir el símbolo por excelencia de la agresividad humana: el falo, ya en dijes, cuentas o figuras itifálicas.

El mal se exorciza con el mal. Más allá de las connotaciones eróticas griegas, romanas o egipcias, está el uso de representaciones itifálicas para contrarrestar la envidia, la mala mirada, la fascinación de la palabra seductora que doblega la voluntad. Esta misma lógica se ve en la arquitectura medieval, el uso sobre las cornisas de figuras monstruosas imitando de las gorgonas griegas de mirada petrificadora. La terrible figura o Gorgona, transformada en gárgolas, tenías la función de apótrope contra la hechicería y lo demoníaco.

La religión estatal o no, se pertrecha con un acervo de prácticas opuestas, para fundamentarse. La teología popular, rica en prácticas acumuladas des tiempos arcaicos, es fuente para la religión dominante, de la que saca conductas, para declararlas contrarias a la ortodoxia conciliar. Pero esas prácticas populares están en relación íntima con sentimientos humanos respecto al otro, en este caso los sentimientos construidos a partir de los ojos y su función: la mirada.

Figura: Medusa. Mosaico romano procedente de Palencia.


Este texto se debe a Antón Alvar Nuño por la lectura de su texto “Envidia y fascinación: el mal de ojo en el occidente romano”.

viernes, 12 de enero de 2018

Agujeros escatológicos



Veleidoso es el poder. Amistoso y comprensivo con quienes necesita para suplir sus necesidades de fundamentar y perpetuar su existencia. La soberanía básica adquirida desde la instauración de su dominio, le permite establecer tratados de intercambios económicos y culturales, con pueblos y naciones, hasta el día de la saciedad de sus apetencias. Pero cambia por la veleidad de su ser y por el control territorial. Por el dominio de amplias áreas del planeta, impone a los pueblos ahí ubicados, condiciones de vida de obligatorio cumplimiento por la coacción militar o la amenaza de destrucción. La amistad propuesta es pasajera. La cooperación es falsa. El intercambio es desigual. No cesa en el diseño de estrategias de sometimiento y es capaz de cambiar la política y la economía, según la supremacía que ejerce.

Ese poder tiene nombres y hombres que lo encarnan. Desde los pequeños y grandes imperios de la antigüedad, no ha cesado de expandirse, concentrarse y crecer. El poder de estos tiempos es heredero de experiencias monopólicas y es un acumulado de ciencia, técnica o tecnología, con el nombre de las tierras que ocupa: Norteamérica en occidente, Rusia y China en oriente. Ronald Trump, Vladimir Putin, Xi Jiping, son hombres que encarnan el poder soberano, bajo unas condiciones desalentadoras para quien quiera mirar el mundo con un sentido de libertad y autonomía de individuos y pueblos.

La encarnación del dominio en hombres afectados por todas las condiciones humanas y por estar en el mundo, tiene un sello personal. La mecánica de elección, luego de haber producido el personaje, entra en la penumbra. Queda la disposición omnímoda unipersonal; y por más referencia que se haga al orden jurídico, el tinte monárquico sale a flote, para restablecer la filiación con el ejercicio del poder en la historia de la humanidad. Sátrapas, tiranos y monarcas se han hecho con el trono después de aniquilar todos los opositores. Presidentes de la era moderna toman el poder luego de la compraventa de favores y el ejercicio de la supremacía económica de sus casas. Erguida permanece la figura de la veleidad del potente: una vez allí en la cima dispone de los cuerpos y las naciones para realizar su sueño de dominación.

El poder en Norteamérica se construyó, luego de la crueldad de la esclavitud, con puertas abiertas a la inmigración de pueblos que necesitaron, entre los siglos diecinueve y veinte, dejar la tierra enferma que los generó. La dejaron por persecución étnica, por la guerra o por la proscripción de sus creencias. En Norteamérica encontraron la libertad del capitalismo que los enganchó en las cadenas de producción con el nombre de trabajadores asalariados. El inmigrante cambió la persecución en su tierra de origen, por la persecución del desempleo o el hambre o el hacinamiento de las ciudades. En ese ambiente pudo por la comprensión del funcionamiento de la sociedad basada en la acumulación de riqueza, ser tramposo, traficante, traidor a los suyos o los otros; y acumular riqueza para, desde el culto a su individualidad, reproducir las condiciones sociales. Pero esta fortuna fue y ha sido selectiva y condena a la mayoría a la explotación del trabajo.

El inmigrante fue llamado, recibido, adoptado; pero cuando el poder estuvo saciado, puso en entredicho la legitimidad de todos y su descendencia. Hoy quien encarna el poder en Norteamérica quiere ponerle su sello personal al ejercicio de gobierno, ya por satisfacer los intereses de su sociedad capitalista, ya por proteger la riqueza de su casa. Para Donald Trump, el inmigrante ya no produce riqueza, es un gasto que desangra la economía de su país y de su boca mal hablada salen escatologías como insultos para los países generadores de hombres y mujeres migrantes. Ha llamado “agujeros de mierda” a El salvador, Haití y otros países africanos.

La acusación o persecución contra el inmigrante puede entenderse como el sello personal del ejercicio del poder en Norteamérica, por la idiosincrasia del presidente, manifiesta en sus muestras de xenofobia y convicciones de la supremacía de la piel blanca. Pero puede ser, a su vez, la percepción del agotamiento del modelo económico neoliberal. El libre mercado toca a su fin; y cuando lo que produce el capitalismo norteamericano es más caro que en otras partes, la economía queda a merced de otros. Diríase que dentro de las convicciones de Donald Trump están el restablecimiento de la supremacía blanca y de la economía gringa.

Este poder del norte de América no quiere competir en el mundo globalizado, porque su sociedad ha perdido la capacidad de hacerlo. Y por eso el centro del poder ha salido de su órbita y se ha ubicado en el oriente. Quieren recuperar la primacía expulsando la mano de obra que le dio grandeza. Pero la pérdida no está ahí. Está en la misma opulencia que ha hecho del ciudadano norteamericano un individualista que compite con lo público. Es posible equiparar la situación con lo ocurrido en la Roma de los primeros siglos de nuestra era. Las ciudades opulentas del imperio se acostumbraron a vivir de las mieles de la riqueza y descuidaron la cosa pública. Los ciudadanos hedonistas sacaron a sus hijos de los deberes para con el ejército y el Estado y abandonaron las ciudades en pos de la vida campesina. Sin darse mucha cuenta, destruyeron poco a poco el poder romano y fueron fácil presa de los eslavos y germanos. Hoy los ciudadanos norteamericanos compran en el exterior lo que antes producían. Les va mal con la globalización y quieren sanar su incapacidad con la expulsión de los inmigrantes. El culto de la vida privada ha destruido el imperio económico y solo queda la máquina de guerra.

Imagen de Tiempos modernos de Chaplin