Veleidoso es el poder. Amistoso y comprensivo con
quienes necesita para suplir sus necesidades de fundamentar y perpetuar su
existencia. La soberanía básica adquirida desde la instauración de su dominio,
le permite establecer tratados de intercambios económicos y culturales, con
pueblos y naciones, hasta el día de la saciedad de sus apetencias. Pero cambia
por la veleidad de su ser y por el control territorial. Por el dominio de
amplias áreas del planeta, impone a los pueblos ahí ubicados, condiciones de
vida de obligatorio cumplimiento por la coacción militar o la amenaza de
destrucción. La amistad propuesta es pasajera. La cooperación es falsa. El
intercambio es desigual. No cesa en el diseño de estrategias de sometimiento y
es capaz de cambiar la política y la economía, según la supremacía que ejerce.
Ese poder tiene nombres y hombres que lo encarnan.
Desde los pequeños y grandes imperios de la antigüedad, no ha cesado de
expandirse, concentrarse y crecer. El poder de estos tiempos es heredero de experiencias
monopólicas y es un acumulado de ciencia, técnica o tecnología, con el nombre
de las tierras que ocupa: Norteamérica en occidente, Rusia y China en oriente.
Ronald Trump, Vladimir Putin, Xi Jiping, son hombres que encarnan el poder
soberano, bajo unas condiciones desalentadoras para quien quiera mirar el mundo
con un sentido de libertad y autonomía de individuos y pueblos.
La encarnación del dominio en hombres afectados por
todas las condiciones humanas y por estar en el mundo, tiene un sello personal.
La mecánica de elección, luego de haber producido el personaje, entra en la
penumbra. Queda la disposición omnímoda unipersonal; y por más referencia que
se haga al orden jurídico, el tinte monárquico sale a flote, para restablecer la
filiación con el ejercicio del poder en la historia de la humanidad. Sátrapas,
tiranos y monarcas se han hecho con el trono después de aniquilar todos los
opositores. Presidentes de la era moderna toman el poder luego de la
compraventa de favores y el ejercicio de la supremacía económica de sus casas.
Erguida permanece la figura de la veleidad del potente: una vez allí en la cima
dispone de los cuerpos y las naciones para realizar su sueño de dominación.
El poder en Norteamérica se construyó, luego de la
crueldad de la esclavitud, con puertas abiertas a la inmigración de pueblos que
necesitaron, entre los siglos diecinueve y veinte, dejar la tierra enferma que
los generó. La dejaron por persecución étnica, por la guerra o por la
proscripción de sus creencias. En Norteamérica encontraron la libertad del
capitalismo que los enganchó en las cadenas de producción con el nombre de
trabajadores asalariados. El inmigrante cambió la persecución en su tierra de
origen, por la persecución del desempleo o el hambre o el hacinamiento de las
ciudades. En ese ambiente pudo por la comprensión del funcionamiento de la
sociedad basada en la acumulación de riqueza, ser tramposo, traficante, traidor
a los suyos o los otros; y acumular riqueza para, desde el culto a su
individualidad, reproducir las condiciones sociales. Pero esta fortuna fue y ha
sido selectiva y condena a la mayoría a la explotación del trabajo.
El inmigrante fue llamado, recibido, adoptado; pero
cuando el poder estuvo saciado, puso en entredicho la legitimidad de todos y su
descendencia. Hoy quien encarna el poder en Norteamérica quiere ponerle su
sello personal al ejercicio de gobierno, ya por satisfacer los intereses de su
sociedad capitalista, ya por proteger la riqueza de su casa. Para Donald Trump,
el inmigrante ya no produce riqueza, es un gasto que desangra la economía de su
país y de su boca mal hablada salen escatologías como insultos para los países generadores
de hombres y mujeres migrantes. Ha llamado “agujeros de mierda” a El salvador,
Haití y otros países africanos.
La acusación o persecución contra el inmigrante
puede entenderse como el sello personal del ejercicio del poder en Norteamérica,
por la idiosincrasia del presidente, manifiesta en sus muestras de xenofobia y
convicciones de la supremacía de la piel blanca. Pero puede ser, a su vez, la percepción
del agotamiento del modelo económico neoliberal. El libre mercado toca a su fin;
y cuando lo que produce el capitalismo norteamericano es más caro que en otras
partes, la economía queda a merced de otros. Diríase que dentro de las
convicciones de Donald Trump están el restablecimiento de la supremacía blanca
y de la economía gringa.
Este poder del norte de América no quiere competir
en el mundo globalizado, porque su sociedad ha perdido la capacidad de hacerlo.
Y por eso el centro del poder ha salido de su órbita y se ha ubicado en el oriente.
Quieren recuperar la primacía expulsando la mano de obra que le dio grandeza.
Pero la pérdida no está ahí. Está en la misma opulencia que ha hecho del ciudadano
norteamericano un individualista que compite con lo público. Es posible
equiparar la situación con lo ocurrido en la Roma de los primeros siglos de
nuestra era. Las ciudades opulentas del imperio se acostumbraron a vivir de las
mieles de la riqueza y descuidaron la cosa pública. Los ciudadanos hedonistas
sacaron a sus hijos de los deberes para con el ejército y el Estado y
abandonaron las ciudades en pos de la vida campesina. Sin darse mucha cuenta,
destruyeron poco a poco el poder romano y fueron fácil presa de los eslavos y
germanos. Hoy los ciudadanos norteamericanos compran en el exterior lo que
antes producían. Les va mal con la globalización y quieren sanar su incapacidad
con la expulsión de los inmigrantes. El culto de la vida privada ha destruido
el imperio económico y solo queda la máquina de guerra.
Imagen de Tiempos modernos de Chaplin
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