viernes, 12 de enero de 2018

Agujeros escatológicos



Veleidoso es el poder. Amistoso y comprensivo con quienes necesita para suplir sus necesidades de fundamentar y perpetuar su existencia. La soberanía básica adquirida desde la instauración de su dominio, le permite establecer tratados de intercambios económicos y culturales, con pueblos y naciones, hasta el día de la saciedad de sus apetencias. Pero cambia por la veleidad de su ser y por el control territorial. Por el dominio de amplias áreas del planeta, impone a los pueblos ahí ubicados, condiciones de vida de obligatorio cumplimiento por la coacción militar o la amenaza de destrucción. La amistad propuesta es pasajera. La cooperación es falsa. El intercambio es desigual. No cesa en el diseño de estrategias de sometimiento y es capaz de cambiar la política y la economía, según la supremacía que ejerce.

Ese poder tiene nombres y hombres que lo encarnan. Desde los pequeños y grandes imperios de la antigüedad, no ha cesado de expandirse, concentrarse y crecer. El poder de estos tiempos es heredero de experiencias monopólicas y es un acumulado de ciencia, técnica o tecnología, con el nombre de las tierras que ocupa: Norteamérica en occidente, Rusia y China en oriente. Ronald Trump, Vladimir Putin, Xi Jiping, son hombres que encarnan el poder soberano, bajo unas condiciones desalentadoras para quien quiera mirar el mundo con un sentido de libertad y autonomía de individuos y pueblos.

La encarnación del dominio en hombres afectados por todas las condiciones humanas y por estar en el mundo, tiene un sello personal. La mecánica de elección, luego de haber producido el personaje, entra en la penumbra. Queda la disposición omnímoda unipersonal; y por más referencia que se haga al orden jurídico, el tinte monárquico sale a flote, para restablecer la filiación con el ejercicio del poder en la historia de la humanidad. Sátrapas, tiranos y monarcas se han hecho con el trono después de aniquilar todos los opositores. Presidentes de la era moderna toman el poder luego de la compraventa de favores y el ejercicio de la supremacía económica de sus casas. Erguida permanece la figura de la veleidad del potente: una vez allí en la cima dispone de los cuerpos y las naciones para realizar su sueño de dominación.

El poder en Norteamérica se construyó, luego de la crueldad de la esclavitud, con puertas abiertas a la inmigración de pueblos que necesitaron, entre los siglos diecinueve y veinte, dejar la tierra enferma que los generó. La dejaron por persecución étnica, por la guerra o por la proscripción de sus creencias. En Norteamérica encontraron la libertad del capitalismo que los enganchó en las cadenas de producción con el nombre de trabajadores asalariados. El inmigrante cambió la persecución en su tierra de origen, por la persecución del desempleo o el hambre o el hacinamiento de las ciudades. En ese ambiente pudo por la comprensión del funcionamiento de la sociedad basada en la acumulación de riqueza, ser tramposo, traficante, traidor a los suyos o los otros; y acumular riqueza para, desde el culto a su individualidad, reproducir las condiciones sociales. Pero esta fortuna fue y ha sido selectiva y condena a la mayoría a la explotación del trabajo.

El inmigrante fue llamado, recibido, adoptado; pero cuando el poder estuvo saciado, puso en entredicho la legitimidad de todos y su descendencia. Hoy quien encarna el poder en Norteamérica quiere ponerle su sello personal al ejercicio de gobierno, ya por satisfacer los intereses de su sociedad capitalista, ya por proteger la riqueza de su casa. Para Donald Trump, el inmigrante ya no produce riqueza, es un gasto que desangra la economía de su país y de su boca mal hablada salen escatologías como insultos para los países generadores de hombres y mujeres migrantes. Ha llamado “agujeros de mierda” a El salvador, Haití y otros países africanos.

La acusación o persecución contra el inmigrante puede entenderse como el sello personal del ejercicio del poder en Norteamérica, por la idiosincrasia del presidente, manifiesta en sus muestras de xenofobia y convicciones de la supremacía de la piel blanca. Pero puede ser, a su vez, la percepción del agotamiento del modelo económico neoliberal. El libre mercado toca a su fin; y cuando lo que produce el capitalismo norteamericano es más caro que en otras partes, la economía queda a merced de otros. Diríase que dentro de las convicciones de Donald Trump están el restablecimiento de la supremacía blanca y de la economía gringa.

Este poder del norte de América no quiere competir en el mundo globalizado, porque su sociedad ha perdido la capacidad de hacerlo. Y por eso el centro del poder ha salido de su órbita y se ha ubicado en el oriente. Quieren recuperar la primacía expulsando la mano de obra que le dio grandeza. Pero la pérdida no está ahí. Está en la misma opulencia que ha hecho del ciudadano norteamericano un individualista que compite con lo público. Es posible equiparar la situación con lo ocurrido en la Roma de los primeros siglos de nuestra era. Las ciudades opulentas del imperio se acostumbraron a vivir de las mieles de la riqueza y descuidaron la cosa pública. Los ciudadanos hedonistas sacaron a sus hijos de los deberes para con el ejército y el Estado y abandonaron las ciudades en pos de la vida campesina. Sin darse mucha cuenta, destruyeron poco a poco el poder romano y fueron fácil presa de los eslavos y germanos. Hoy los ciudadanos norteamericanos compran en el exterior lo que antes producían. Les va mal con la globalización y quieren sanar su incapacidad con la expulsión de los inmigrantes. El culto de la vida privada ha destruido el imperio económico y solo queda la máquina de guerra.

Imagen de Tiempos modernos de Chaplin

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