domingo, 18 de marzo de 2018

Formas acuáticas y secretos de estado


La encontré en el mercado negro. Como era tiempo de las nominaciones, al pedirla, el vendedor la tenía a la mano. Me advirtió que llevaba la última copia pues había vendido todas las demás. Esa manifestación del vendedor, fue muestra del prestigio logrado por la película La forma del Agua. La vi, lleno de expectativas y convencido de presenciar una gran obra.

Encontré, una película cumplidora de todos los requisitos del séptimo arte. Por eso se llevó cuatro premios de la academia norteamericana: mejor película, mejor director, mejor banda sonora, mejor producción; y otros muchos del mundo de la crítica de cine. Hay acuerdo en señalarla una excelente obra y por eso amerita un acercamiento como espectador.

La forma del agua tiene una materia significante, cuya tarea es producir una reacción simbólica en el observador. Es el contenido diegético expuesto, un monstruo acuático humanoide custodiado por el servicio secreto norteamericano. Él es estudiado por científicos pragmáticos que descartan la sensibilidad humana en esa forma acuática y por eso la someten a experimentos crueles.

Se crea el ambiente de custodia de secreto de estado, en un búnker subterráneo accesible solo para el grupo selecto del aparato de inteligencia militar, en permanente celo con la seguridad, porque el servicio secreto soviético está tras la pista del monstruo acuático humanoide. Se plantea así el espacio geopolítico de la película: la recién inaugurada guerra fría resultante de la segunda guerra caliente.

Pero ese búnker tiene unas tareas de limpieza que no las realizan, como en toda Norteamérica, los altos jerarcas sociales, sino gentes sencillas del pueblo o inmigrantes, con un contenido cultural basado en la solidaridad de clase y una sensibilidad absoluta ante el sufrimiento del otro. Por eso franquea la seguridad del búnker un grupo de mujeres de servicios generales que sacan las inmundicias. En ese grupo está la protagonista estelar de la historia: una mujer joven muda que se comunica con lengua de señas. Ella accede al habitáculo del monstruo acuático humanoide, quien capta la sencilla nobleza de la aseadora y ambos entran en comunicación semiológica. Son tres las calidades de los visitantes del Búnker: los científicos estadounidenses, las aseadoras y el espía ruso que logró penetrar la inteligencia gringa, camuflado de agente nativo por hablar un inglés perfecto. El humanoide acuático los distingue; y el ruso y la muda descubren la inteligencia de ese ser. El espía ruso quiere liberarlo y la muda se enamora de él. Ocurre un amor correspondido. Así se da paso al desenlace. Ambos crean la situación de rescate que resulta ser una escena de combate entre la KGB y la CIA, finalizada con la unión en el mar de los amantes, la muda y el acuático.

La historia es verosímil. Las imágenes puntales de apoyo del espectador, entramadas, facilitan una solución a los nudos narrativos y son las que conmueven hasta el llanto, hasta creer en el merecimiento de la muda, de ser desposada bajo el agua y convertida en mujer anfibia. Ella entiende que él solo puede vivir bajo el agua y decide seguirlo y acepta sus condiciones.

Esta diégesis como primer significante, crea la cadena de signos de referencia histórica. El sujeto espectador, portador del dispositivo interpretante, ubica la época de la segunda posguerra. Es el tiempo de la película y es el acontecimiento que hace la relación con la historia. Luego de la alianza occidente oriente para destruir el nazifacismo se pone fin a la confrontación general, abierta y en caliente; pero la guerra sigue de manera subrepticia, en frío, un frío dialéctico porque encierra su contrario de manera atenuada. El espionaje y el espía juegan al teatro, se mimetizan en personajes disímiles para engañar al enemigo y eliminarlo sin ruido, sin escándalo, con frialdad.

La forma del agua afecta la lógica acostumbrada en la estética moderna, indicada en la práctica de la alegoría. La construcción de la historia con sus situaciones, entendida como ejercicio diegético, debería tener unos signos referentes para que sean interpretados. Esos referentes permiten invocar sentimientos humanos de amor y odio, la pasión política, lo visceral del poder y la lucha o entendimiento de las clases sociales. Lo alegórico permite que el espectador se identifique con esos sentimientos que si bien tienen distintas motivaciones, los decanta la humanidad y vale como ejemplo la tragedia o la comedia que traslapan los tiempos.

Pero en La forma del agua hay un elemento inquietante que rompe la alegoría y las costumbres estéticas, es el enfrentamiento de dos potencias mundiales por el derecho al uso de un monstruo acuático humanoide, enfrentamiento por una ficción. Puede pensarse en cambiar, ese ser acuático por otro elemento: un secreto atómico, un microfilm, una clave, una nueva arma, etc. y la alegoría moderna sería satisfecha; pero el Monstruo acuático inquieta y estremece, porque mete en el espectador una ambivalencia: por un lado puede ubicar la película en la tradición cinematográfica del gigantismo magnificante como Godzilla, King Kong o El hombre de las nieves. Y por esta tradición la película de Guillermo del Toro resultaría baladí. Sus premios aparecerían como golpes publicitarios, amarrados al mercado y dirigidos a obligar al público a consumir la película como cualquier hamburguesa.

Si hacemos el esfuerzo de leer entre imágenes, signos y segundas intenciones, La forma del agua resulta ser una obra de arte que pone en evidencia la inutilidad y fragilidad del poder, pues el poderoso es capaz de dedicar un gran presupuesto para buscar seres de quimera y a pesar de las defensas sofisticadas se vuelve vulnerable a la punzada de un estilete, así como la muda destruye todas los protocolos de custodia desde su insignificancia de aseadora.

A pesar de la molestia por esa argucia estética del monstruo acuático humanoide y la legitimidad por estar dentro de la libertad de creación, la película tiene méritos. Si hubiese mostrado la posguerra con un amorío entre humanos normales, sería otra película más; pero el monstruo acuático propicia originalidad y vehiculiza el viejo tema con nueva dimensión. Es el mismo recurso empleado en El laberinto del Fauno. El monstruo mítico cabrón sirvió para mostrar la guerra civil española.

Imagen: fotograma de la película La forma del agua de Guillermo del Toro

lunes, 5 de marzo de 2018

Con un soberano culto y educado no habrá corrupción


Ver el funcionamiento de la democracia colombiana basada en la corrupción de todos los niveles de la sociedad, se antoja pensar, en su fin y en su reemplazo por el dominio de un soberano que mantiene la mascarada de la participación. Es evidente que la soberanía no está en el pueblo, porque este se ha envilecido por la ignorancia y es manipulado hasta el punto que los procesos electorales son esperados para vender el voto. Esta práctica corrompida es más visible en las zonas costeras por la entrega de dinero en efectivo; y en el interior del país se ve el pago en especie disfrazado de obsequios. Ambos métodos, con énfasis de uno u otro, se combinan en todo el territorio nacional.

El soberano está en otro lugar. Ha tomado la forma de la riqueza, se ha convertido en un organismo con extremidades que le tributan fidelidad a cambio de hacer lo que a bien se tenga, en especial de disponer a discreción de los bienes públicos. Se sabe que los órganos de control diseñados para que esto no ocurra, el soberano, tiene todos los atributos del rey Midas, los toca, los neutraliza y los corrompe. Está ocurriendo con la democracia lo mismo que ocurrió en el absolutismo ilustrado.

El comportamiento de la democracia contemporánea, cada vez se parece más al absolutismo ilustrado, expuesto en Europa a partir de la segunda mitad del siglo XVI. El concepto de monarca se opacó y en su lugar se potenció el de soberano. Este, con lentitud pero con firmeza, adquirió un grado de abstracción equivalente al del Estado, señalado por Maquiavelo casi dos siglos antes. La ilustración del soberano estuvo en el reconocimiento de la ciencia y el saber al servicio del poder. La economía, la administración pública, la religión y la academia se pusieron en manos de expertos. El parlamento y todos los demás puestos políticos o administrativos se compraron, porque la remuneración o los honorarios se la debió hacer el beneficiario, con base en la contratación, adherida al cargo.

El soberano del absolutismo ilustrado, luego de agotar las arcas del Estado-reino y al no serle suficiente la venta de los cargos, optó por los préstamos a la banca burguesa. Ese soberano, tipificado por el ejemplo francés, se alienó por la acumulación del poder en sus manos y se transmutó en dios vivo. Antes, la monarquía tenía dones divinos (sanar, buena fortuna, perpetuidad, sabiduría), ahora el absoluto, encarnó la divinidad, para  mostrarse en medio de la fastuosidad. El gasto de la ostentación cortesana salió de erario real y este se alimentó de los préstamos sistemáticos. Los expertos economistas pensaron en la infinitud de esa práctica porque tenían una teoría errada del origen de la riqueza. Creyeron que la raíz estaba en la tierra pero esta también había sido arrendada a la banca burguesa a perpetuidad y los títulos ahora eran irredimibles. El soberano absolutista optó por cambiar de modelo: pasó de la fisiocracia al mercantilismo. Pero ya competir para el mercado fue imposible, porque los capitales estaban divorciados de la producción y se dedicaban a la facilidad de la rentabilidad.

Cuando el soberano absoluto reaccionó y quiso poner orden a sus finanzas, se encontró con la residencia de la soberanía en otro lugar, en la riqueza industrial y financiera, es decir, en la banca burguesa. Esta, con violencia, pasó la soberanía del monarca al pueblo del cual, ella se declaró su legítimo representante. Y desde ese momento el pueblo soberano no cesó de intentar ser efectivamente el poderoso, el soberano; pero no fue posible, a pesar del apoyo de la filosofía y la economía política. A la soberanía quitada al absolutismo, se le puso el nombre pomposo de democracia moderna y se le armó con un globo de instituciones, promocionadas desde la escuela hasta los medios de comunicación.

Este orden posesionado hoy universalmente, ha vuelto sobre sus cimientos originarios. La soberanía del pueblo funge como estratagema, porque en términos laxos, ella está en las manos de la riqueza. La corrupción del absolutismo ha vuelto en forma de plutocracia, por la que el electorado es llevado a las urnas coaccionado por las necesidades y la ignorancia. La feria de los cargos de representación del Estado y de la administración pública, han vuelto a venderse al mejor postor o a adjudicarse por clientelismo. La política, que funciona como tecnología, no se hace desde idearios humanistas, sino desde el tráfico de capitales, el interés, dejando exánime la democracia y generalizando la corrupción.

Ante esta contundente realidad, la sociedad confundida e ignorante, puede saltar al vacío y meterse en la aventura de la violencia política propiciada por los populismos de derecha o de izquierda. Si la política no se saca de la plutocracia o se dignifica, devolviendo la soberanía al pueblo, habrá ese salto al vacío.

Han corrido muchas letras, muchas palabras y se ha gastado mucha tinta, en mostrar la dignidad humana adquirida con sangre derramada desde hace milenios. Están expuestos los métodos para hacer soberano a la generalidad. Estos tienen una base común: educar. Quitarle la educación al fatídico sistema reproductor de competencias es la solución. Hacer del poblador un sujeto deliberante, autónomo, inteligente con su pasado y futuro para que decida quien gobierne, por fuera de los mezquinos intereses de la riqueza acumulada.

El Estado en manos del soberano moderno educado, sabrá garantizar una sociedad consciente de la condición humana. El ser humano es capaz de optar por la irracionalidad de la violencia en cualquier momento de su historia. Por eso ante esa condición, el educado, esgrime la cultura, la paz, la sabiduría, para mantener lejos la seducción de la fuerza como forma de resolver los conflictos.

Imagen: Desfilantes de Manuel Estrada Delgado 1984