lunes, 5 de marzo de 2018

Con un soberano culto y educado no habrá corrupción


Ver el funcionamiento de la democracia colombiana basada en la corrupción de todos los niveles de la sociedad, se antoja pensar, en su fin y en su reemplazo por el dominio de un soberano que mantiene la mascarada de la participación. Es evidente que la soberanía no está en el pueblo, porque este se ha envilecido por la ignorancia y es manipulado hasta el punto que los procesos electorales son esperados para vender el voto. Esta práctica corrompida es más visible en las zonas costeras por la entrega de dinero en efectivo; y en el interior del país se ve el pago en especie disfrazado de obsequios. Ambos métodos, con énfasis de uno u otro, se combinan en todo el territorio nacional.

El soberano está en otro lugar. Ha tomado la forma de la riqueza, se ha convertido en un organismo con extremidades que le tributan fidelidad a cambio de hacer lo que a bien se tenga, en especial de disponer a discreción de los bienes públicos. Se sabe que los órganos de control diseñados para que esto no ocurra, el soberano, tiene todos los atributos del rey Midas, los toca, los neutraliza y los corrompe. Está ocurriendo con la democracia lo mismo que ocurrió en el absolutismo ilustrado.

El comportamiento de la democracia contemporánea, cada vez se parece más al absolutismo ilustrado, expuesto en Europa a partir de la segunda mitad del siglo XVI. El concepto de monarca se opacó y en su lugar se potenció el de soberano. Este, con lentitud pero con firmeza, adquirió un grado de abstracción equivalente al del Estado, señalado por Maquiavelo casi dos siglos antes. La ilustración del soberano estuvo en el reconocimiento de la ciencia y el saber al servicio del poder. La economía, la administración pública, la religión y la academia se pusieron en manos de expertos. El parlamento y todos los demás puestos políticos o administrativos se compraron, porque la remuneración o los honorarios se la debió hacer el beneficiario, con base en la contratación, adherida al cargo.

El soberano del absolutismo ilustrado, luego de agotar las arcas del Estado-reino y al no serle suficiente la venta de los cargos, optó por los préstamos a la banca burguesa. Ese soberano, tipificado por el ejemplo francés, se alienó por la acumulación del poder en sus manos y se transmutó en dios vivo. Antes, la monarquía tenía dones divinos (sanar, buena fortuna, perpetuidad, sabiduría), ahora el absoluto, encarnó la divinidad, para  mostrarse en medio de la fastuosidad. El gasto de la ostentación cortesana salió de erario real y este se alimentó de los préstamos sistemáticos. Los expertos economistas pensaron en la infinitud de esa práctica porque tenían una teoría errada del origen de la riqueza. Creyeron que la raíz estaba en la tierra pero esta también había sido arrendada a la banca burguesa a perpetuidad y los títulos ahora eran irredimibles. El soberano absolutista optó por cambiar de modelo: pasó de la fisiocracia al mercantilismo. Pero ya competir para el mercado fue imposible, porque los capitales estaban divorciados de la producción y se dedicaban a la facilidad de la rentabilidad.

Cuando el soberano absoluto reaccionó y quiso poner orden a sus finanzas, se encontró con la residencia de la soberanía en otro lugar, en la riqueza industrial y financiera, es decir, en la banca burguesa. Esta, con violencia, pasó la soberanía del monarca al pueblo del cual, ella se declaró su legítimo representante. Y desde ese momento el pueblo soberano no cesó de intentar ser efectivamente el poderoso, el soberano; pero no fue posible, a pesar del apoyo de la filosofía y la economía política. A la soberanía quitada al absolutismo, se le puso el nombre pomposo de democracia moderna y se le armó con un globo de instituciones, promocionadas desde la escuela hasta los medios de comunicación.

Este orden posesionado hoy universalmente, ha vuelto sobre sus cimientos originarios. La soberanía del pueblo funge como estratagema, porque en términos laxos, ella está en las manos de la riqueza. La corrupción del absolutismo ha vuelto en forma de plutocracia, por la que el electorado es llevado a las urnas coaccionado por las necesidades y la ignorancia. La feria de los cargos de representación del Estado y de la administración pública, han vuelto a venderse al mejor postor o a adjudicarse por clientelismo. La política, que funciona como tecnología, no se hace desde idearios humanistas, sino desde el tráfico de capitales, el interés, dejando exánime la democracia y generalizando la corrupción.

Ante esta contundente realidad, la sociedad confundida e ignorante, puede saltar al vacío y meterse en la aventura de la violencia política propiciada por los populismos de derecha o de izquierda. Si la política no se saca de la plutocracia o se dignifica, devolviendo la soberanía al pueblo, habrá ese salto al vacío.

Han corrido muchas letras, muchas palabras y se ha gastado mucha tinta, en mostrar la dignidad humana adquirida con sangre derramada desde hace milenios. Están expuestos los métodos para hacer soberano a la generalidad. Estos tienen una base común: educar. Quitarle la educación al fatídico sistema reproductor de competencias es la solución. Hacer del poblador un sujeto deliberante, autónomo, inteligente con su pasado y futuro para que decida quien gobierne, por fuera de los mezquinos intereses de la riqueza acumulada.

El Estado en manos del soberano moderno educado, sabrá garantizar una sociedad consciente de la condición humana. El ser humano es capaz de optar por la irracionalidad de la violencia en cualquier momento de su historia. Por eso ante esa condición, el educado, esgrime la cultura, la paz, la sabiduría, para mantener lejos la seducción de la fuerza como forma de resolver los conflictos.

Imagen: Desfilantes de Manuel Estrada Delgado 1984

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