Ver el
funcionamiento de la democracia colombiana basada en la corrupción de todos los
niveles de la sociedad, se antoja pensar, en su fin y en su reemplazo por el
dominio de un soberano que mantiene la mascarada de la participación. Es
evidente que la soberanía no está en el pueblo, porque este se ha envilecido
por la ignorancia y es manipulado hasta el punto que los procesos electorales
son esperados para vender el voto. Esta práctica corrompida es más visible en
las zonas costeras por la entrega de dinero en efectivo; y en el interior del
país se ve el pago en especie disfrazado de obsequios. Ambos métodos, con
énfasis de uno u otro, se combinan en todo el territorio nacional.
El soberano está en
otro lugar. Ha tomado la forma de la riqueza, se ha convertido en un organismo
con extremidades que le tributan fidelidad a cambio de hacer lo que a bien se tenga,
en especial de disponer a discreción de los bienes públicos. Se sabe que los
órganos de control diseñados para que esto no ocurra, el soberano, tiene todos
los atributos del rey Midas, los toca, los neutraliza y los corrompe. Está
ocurriendo con la democracia lo mismo que ocurrió en el absolutismo ilustrado.
El comportamiento de
la democracia contemporánea, cada vez se parece más al absolutismo ilustrado,
expuesto en Europa a partir de la segunda mitad del siglo XVI. El concepto de
monarca se opacó y en su lugar se potenció el de soberano. Este, con lentitud
pero con firmeza, adquirió un grado de abstracción equivalente al del Estado,
señalado por Maquiavelo casi dos siglos antes. La ilustración del soberano
estuvo en el reconocimiento de la ciencia y el saber al servicio del poder. La
economía, la administración pública, la religión y la academia se pusieron en
manos de expertos. El parlamento y todos los demás puestos políticos o administrativos
se compraron, porque la remuneración o los honorarios se la debió hacer el
beneficiario, con base en la contratación, adherida al cargo.
El soberano del
absolutismo ilustrado, luego de agotar las arcas del Estado-reino y al no serle
suficiente la venta de los cargos, optó por los préstamos a la banca burguesa.
Ese soberano, tipificado por el ejemplo francés, se alienó por la acumulación
del poder en sus manos y se transmutó en dios vivo. Antes, la monarquía tenía
dones divinos (sanar, buena fortuna, perpetuidad, sabiduría), ahora el absoluto,
encarnó la divinidad, para mostrarse en medio de la fastuosidad. El gasto de la
ostentación cortesana salió de erario real y este se alimentó de los préstamos
sistemáticos. Los expertos economistas pensaron en la infinitud de esa práctica
porque tenían una teoría errada del origen de la riqueza. Creyeron que la raíz
estaba en la tierra pero esta también había sido arrendada a la banca burguesa a
perpetuidad y los títulos ahora eran irredimibles. El soberano absolutista optó
por cambiar de modelo: pasó de la fisiocracia al mercantilismo. Pero ya
competir para el mercado fue imposible, porque los capitales estaban
divorciados de la producción y se dedicaban a la facilidad de la rentabilidad.
Cuando el soberano
absoluto reaccionó y quiso poner orden a sus finanzas, se encontró con la
residencia de la soberanía en otro lugar, en la riqueza industrial y
financiera, es decir, en la banca burguesa. Esta, con violencia, pasó la
soberanía del monarca al pueblo del cual, ella se declaró su legítimo
representante. Y desde ese momento el pueblo soberano no cesó de intentar ser
efectivamente el poderoso, el soberano; pero no fue posible, a pesar del apoyo
de la filosofía y la economía política. A la soberanía quitada al absolutismo,
se le puso el nombre pomposo de democracia moderna y se le armó con un globo de
instituciones, promocionadas desde la escuela hasta los medios de comunicación.
Este orden
posesionado hoy universalmente, ha vuelto sobre sus cimientos originarios. La soberanía
del pueblo funge como estratagema, porque en términos laxos, ella está en las
manos de la riqueza. La corrupción del absolutismo ha vuelto en forma de
plutocracia, por la que el electorado es llevado a las urnas coaccionado por
las necesidades y la ignorancia. La feria de los cargos de representación del
Estado y de la administración pública, han vuelto a venderse al mejor postor o a
adjudicarse por clientelismo. La política, que funciona como tecnología, no se
hace desde idearios humanistas, sino desde el tráfico de capitales, el interés,
dejando exánime la democracia y generalizando la corrupción.
Ante esta
contundente realidad, la sociedad confundida e ignorante, puede saltar al vacío
y meterse en la aventura de la violencia política propiciada por los populismos
de derecha o de izquierda. Si la política no se saca de la plutocracia o se
dignifica, devolviendo la soberanía al pueblo, habrá ese salto al vacío.
Han corrido muchas
letras, muchas palabras y se ha gastado mucha tinta, en mostrar la dignidad
humana adquirida con sangre derramada desde hace milenios. Están expuestos los
métodos para hacer soberano a la generalidad. Estos tienen una base común:
educar. Quitarle la educación al fatídico sistema reproductor de competencias
es la solución. Hacer del poblador un sujeto deliberante, autónomo, inteligente
con su pasado y futuro para que decida quien gobierne, por fuera de los mezquinos
intereses de la riqueza acumulada.
El Estado en manos
del soberano moderno educado, sabrá garantizar una sociedad consciente de la
condición humana. El ser humano es capaz de optar por la irracionalidad de la
violencia en cualquier momento de su historia. Por eso ante esa condición, el
educado, esgrime la cultura, la paz, la sabiduría, para mantener lejos la
seducción de la fuerza como forma de resolver los conflictos.
Imagen: Desfilantes
de Manuel Estrada Delgado 1984
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