sábado, 9 de mayo de 2020

Máquinas quietas, pandemia y colapso del estado de cosas


En estos tiempo de pandemia, habla la naturaleza, se impone, aparece evidente ser capaz de destruir la vida, de destruir el planeta, de deshacer el orden cósmico y rehacerlo, reinventarlo, un orden nuevo que también pude llamarse caos cósmico. Habla la Naturaleza, con la única voz que tiene, la voz humana; habla con la contundencia de la muerte; es decir habla definitivamente. La entendemos y nos entendemos. La muerte es la que obliga a la reflexión, a revertir las prácticas y los discursos; obliga a vislumbrar un nuevo pacto si se quiere hacer prevalecer la vida.

La Naturaleza habla con nuestro lenguaje de humano milenario que contiene la historia, esa sabiduría que nos ha hecho autodenominarnos como hombres sabios entre los demás hombres, entre los demás seres vivos. La historia no ha cesado de mostrarnos el afuera, la Naturaleza, a pesar de todos las vertientes y desvaríos metafísicos, tan seductores y bellos; pero enclaustrantes y soberbios.

La voz humana pertrechada de historia y dentro de ella, la ciencia, la filosofía, el arte, la religión, el mito o la magia, nos ha llevado en esta época moderna a reubicar el ser humano dentro de la Naturaleza, a entenderlo y explicarlo como un ser autoconstruido y no como una criatura. Es fácil el camino de la criatura, puesto que toda la gravedad del acontecer lo descarga en la voluntad de su creador, muchas veces concebida esa voluntad como destino.

El ser humano autoconstruido nos lo da y presenta la ciencia desde esa época en que hurga y recaba huellas lo más remotamente posible. Desde ese fondo crónida construido por la voz humana, comenzamos a elaborar un relato alternativo al de la religión, o al de la metafísica; no más verdadero, solamente alternativo. Aquí lo ensayo: ocurrió en un momento la separación entre los antropoides de una rama de seres de vocación biológica para exteriorizar en útiles las funciones corporales. Ese momento de separación debe entenderse como un golpe inusitado, así como llega de facto el congelamiento de agua, el cambio de estado. En extremo podemos concebir la cultura como la extensión del cuerpo en útiles. Desde esta percepción se puede afirmar que todas las máquinas realizan funciones corporales: muelen, cortan, perforan como cualquier boca; escarban, tejen, cosen, como dedos, manos o brazos. Máquinas que corren, recorren y transportan, como piernas; máquinas que cuentan, calculan, dividen, adicionan como una masa encefálica.

Pero la cultura tiene ese otro aspecto sorprendente de tener un acumulado de modos y formas de preservar lo hecho por otras generaciones: ese otro es la memoria del ser vivo trastocada en memoria social en el ser humano. Ser vivo excepcional por haber confundido la memoria con un don, llamándole razón y por la cual se ha autoproclamado digno de poner bajo sus pies todo lo existente porque se considera superior. Está convencido de estar de paso por el planeta, pues su creador así lo ha dispuesto. O porque se considera ser hijo de la luz, o ser luz, energía, polvo de estrellas; por lo que le está permitido disponer de su entorno.

La vocación de exteriorizar el cuerpo en aparatos, aperos o útiles, se acompaña de una imagen cerebral operativa en forma de signo y símbolo, convertible en sonidos vocales articulados transmisibles y reconocibles por los otros, por los demás. He ahí l palabra, el habla que se llevó a la grafía hace unos cuarenta mil años, siguiendo la externalización de funciones, en este caso se externalizan las imágenes. La grafía convertida luego en escritura, es la palabra escrita, es el sostén de la Naturaleza que habla; es lo humano exclusivamente humano.

Palabra llevada a la condición de discurso, de relato, de sistema de pensamiento, apoyo y creador de modos de gobierno de la polis, de la ciudad; palabra política, habla política, lenguaje político, pleno de dictados materializados en actos sistémicos de seres humanos normados, disciplinados. Así la disciplina en una excrecencia del cuerpo transmutado en el Estado.

La época moderna ha posibilitado reubicar el ser humano dentro de la Naturaleza. Los bellos y monumentales relatos o sistemas metafísicos que cuentan sobre nuestro origen divino, debieron dar paso a las positividades que atan el cuerpo humano a la tierra como el hijo a la madre. Sobre el planeta tierra ocurrió el ser humano y ambos son interdependientes. La tierra naturaleza habla en la palabra para declarar la igualdad y la desviación de la acumulación de riqueza. La época moderna ha llegado a las positividades que elaboran relatos alternativos más acordes con la regulación de la vida sobre el territorio. La libertad burguesa autoproclamada absoluta por cuatrocientos años de filosofía, encuentra hoy la Naturaleza con la más cruel de sus caras: la de la muerte, la del peligro del extermino de la especie.

En el ser humano, esa vocación de exteriorizar su cuerpo en máquinas tiene un flujo, algo así como la fuerza de un río. Es la exteriorización de funciones cerebrales. Así como la memoria crea sistemas de pensamiento, la máquina excretada administra sistemas de control. Tecnología que en manos del Estado es disciplina para los cuerpos. Hoy el mundo tiene un ejemplo que lleva a plantear problemas de soluciones impensadas: es el caso de las sociedades disciplinadas asiáticas. La disciplina es un mecanismo efectivo que ha posibilitado vencer la pandemia del coronavirus covid-19. Disciplina conseguida por los métodos policiales de vigilancia tecnológica. El “ojo del gran hermano” se ha hecho realidad, en la forma de “ojo del Estado”. Lo peor de esta experiencia es la necesaria expansión de esos métodos asiáticos hacia occidente y el planeta entero. El arribo de la humanidad a un estado poblacional gigantesco tiene un futuro en dos direcciones: una seguir en la lógica capitalista y adoptar los métodos disciplinarios orientales. El capitalismo burgués deberá abandonar la careta democrática y asumir el capitalismo totalitario; otra democratizar la riqueza con la adopción de sistemas de trabajo de todos para todos. Esta última tiene una sentencia de una de las positividades más prestigiosas de la modernidad: el Marxismo. La única manera de democratizar la riqueza es arrancarla de las manos de los acumuladores.

Esta reflexión, es posible ante una pandemia inédita. Las condiciones del mundo globalizado han convertido un virus en un amo tiranicida de la humanidad. Hay noticias en la historia de otras pandemias; pero ellas han quedado circunscritas a territorios específicos. Esta como se dice coloquialmente, viajó en avión y en meses copó el planeta. Esta velocidad obligó al cuatro veces centenario sistema burgués capitalista a desnudar flagrantemente sus principios de expoliación de los medios de vida a la inmensa mayoría de la población. La privatización de los servicios públicos, convertidos en empresas especulativas y lucrativas, mostró ante la pandemia, la incapacidad de prestar un servicio democrático y oportuno. La crisis sanitaria que obligó al paro mundial de la máquina de producción, máquinas quietas, se está solventando con la privatización de la riqueza pública. Los bancos privados reciben grandes cantidades de dinero para evitar la quiebra y al pueblo llano y sencillo se le palean sus necesidades con dádivas o campañas de solidaridad mendicantes.

Imagen. Meredith Woolnougth. Hoja de gomero rizada 2014 (arte con máquina de coser)

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