Presente como una idea invencible que se burla del olvido son las imágenes quedas en mí, de una tarde de los sesenta, en el instituto, antes de terminar una jornada de mayo. Prestos a salir. Las valijas en la espalda pendían de los hombros. Las filas estaban organizadas por grupo, por grado en orden riguroso de cuatro estudiantes desde la delantera hasta finalizar con los cuatro de mayor estatura. Con la distancia de un brazo en redondo, el instituto en pleno cubría toda la extensión del inmenso patio. Grupos numerosos en exceso para un solo profesor y por eso la indisciplina era el comportamiento común en los salones de clase; pero aquí, el colegio completo ante el rector, callaba intimidado por esa autoridad vestida de bata negra. Hijo no es una bata es una sotana -me decía mamá- cuando me daban impulsos de nombrar el mundo con las palabras que tenía.
La visión de la figura del rector reducida por la distancia y el estar bajo el alto techo del instituto, no disminuía la potencia de su voz. Los parlantes parecían insuficientes cuando las palabras salían por sus conos. Escuchaba, a pesar de estar mi imaginación puesta en el cigarrillo que fumaría camino a casa. El rector siempre estaba poseído por un enfado. Hablaba para ser obedecido y al hacerlo escudriñaba con la mirada de izquierda a derecha tratando de pescar un estudiante distraído, para imponerle un castigo público ejemplarizante.
Ese día de mayo a las dos de la tarde el sol estaba oculto por nubes grises altas. No teníamos el calor de otras tardes cuando el rector nos reunía antes de terminar la jornada, sin importar el sol pleno y demoledor de la hora. Ese día una luz general todo lo dejaba ver porque no se producía sombra. La mirada aguda del rector podía detenerse en los rostros de los estudiantes y ver sus labios y ojos para descubrir alguna actitud desatenta. No la halló. Las palabras se le agotaron, nos había hecho una enumeración de los componentes del carácter de los líderes políticos -decía- muchos se muestran generosos y preocupados por la comunidad, pero en el fondo busca el prestigio personal. Años después comprendí que se refería al desplazamiento en el concejo municipal de los políticos tradicionales por los partidarios del exdictador Rojas Pinilla.
La voz del rector se hizo pausada, rebuscaba palabras, miraba a diestra y siniestra y halló el desatento, el objeto de su enfado de ese día. Ahí encontró la salvación a su discurso frustrado por el acontecer político de la ciudad. Encontró el rostro sonriente de Vicente Monsalve de cuarto grado. Fue por él a la fila, lo llevó prendido de la camisa al frente, por el altoparlante le preguntó casi con gritos por qué se reía. Vicente nada decía y seguía sonriendo. El rector ofendido, furioso, golpeó el rostro del estudiante; iba a repetir el golpe, pero otro directivo lo impidió y Vicente fue enviado a su casa por sus padres para que respondieran por su conducta.
Los estudiantes respirábamos con cuidado para no hacer algún ruido. Estábamos presenciando la atronadora voz de la disciplina, ofendida en extremo por el comportamiento incontrolable de los estudiantes en sus salones de clase. Ese era en realidad el motivo de enfado y el rector sabía de la imposibilidad de estar en todas partes a toda hora. Cuando las quejas de los profesores copaban su poca paciencia, nos reunía a la hora de salida para frustrar nuestra alegría por terminar la jornada y él soltar su ansia de castigo.
Hubo otras reuniones generales antes de iniciar la jornada. Él y nosotros con el aire fresco de la mañana éramos especialmente receptivos; sus palabras se reducían a una oración y nuestros pensamientos se metían en las expectativas del nuevo día. El llamado a filarnos antes de salir, nos decía la experiencia, era el momento del regaño, del sermón pesado, de la búsqueda de un culpable de indisciplina para castigarlo.
Terminó el castigo y después de la orden de salir, recuperamos el bullicio y la alegría por ir a la calle. Osorio, Espinal y yo teníamos ya muy elaborado el rito de fumar camino a casa. Debíamos ascender por la calle cincuenta y ganar el parque central. Ahí, antes de entrar en él encontrábamos la chaza de Juan Tono, hombre de mucha edad y tolerante porque nos vendía cigarrillos. Envueltos en humo de tabaco nos sentíamos adultos, lo dábamos por hecho, aunque nos mirasen con extrañeza. Sólo entramos en conciencia cuando una tarde nuestros padres se nos presentaron de repente en pleno parque para reprendernos por fumar sin edad para hacerlo. Ese encuentro nos hizo fumadores clandestinos. Desde ese día en vez de ir a casa por la cincuenta, iniciamos un rodeo que nos amplió el horizonte y nos metió en el ambiente de otras calles.
Mayo entró en su última semana, el martes nos sorprendió el profesor en medio del entusiasmo por salir y nos ordenó hacer las filas en el patio. Imaginé las palabras y la actitud del rector. Las formaciones antes de salir, equivalía a sufrir el rigor de la disciplina y cualquiera de los estudiantes podría caer en el escarnio y el enfado superior. Esas dos de la tarde de este martes si estaban calientes. El sol hacía una sombra que no alcanzaba para todos. Hubo un silencio largo y vi las cabezas inclinarse hacia atrás como para tratar de ver mejor lo que pasaba adelante. Ahí donde siempre se establecía el micrófono y el rector, estaba Vicente Monsalve rodeado por sus padres. El rector los conminaba a hacerse a su lado. Esperábamos su tronante vos anunciando la expulsión del estudiante sonriente. Pero en vez leyó un certificado médico que anunciaba al joven Monsalve poseer por naturaleza una expresión sonriente. Ahí en ese escenario y bajo el techo alto del instituto, todos se dieron la mano, el rector pidió perdón por su equivocación y la relacionó con su convicción de luchar contra indisciplina estudiantil.
Guillermo Aguirre González
Noviembre de 2022
Imagen: Miguel
Ángel. Capilla Sixtina. Detalle. Expulsión del paraíso
Doctor Aguirre , agradable sumatoria de párrafos,que nos transportan a nuestra época estudiantil; con un buen y sonriente final
ResponderEliminar