martes, 23 de junio de 2015

La pistola imaginaria

Quiso morir para ser protagonista. Envidió, desde pequeño a sus amigos cuando fueron el centro de alguna celebración. Su aspecto siempre impecable le impedía participar de la vida corriente. Siempre llevaba el vestido limpio. No se sentaba en el andén o en los quicios de entrada de las casas por temor a desgastar o manchar su pantalón.
 
Ofelia, la madre, estuvo siempre orgullosa de él y lo alentaba a continuar así. Delio construyó un mundo interior regido por la moderación. Muy pronto desertó de la educación; se quedó con la escuela primaria, pero asumió con pasión el modelo de conducta vigente en las esquinas del barrio. El cuerpo lo inclinó un poco, el cabello estuvo siempre peinado hacia atrás y habló como un camaján, con muchas lunfardadas.

Delio vivió siempre en apariencia. La moderación profunda que guiaba su espíritu le impedía realizar su camajanería. Por ella debió batirse puñal en mano; debió hacer algún robo, algún asalto, alguna fechoría de importancia; pero no podía, la moderación y su madre le hablaban quedo en su cabeza. Y a pesar de ello, con mucha frecuencia, don Humberto, debía ir a la cárcel de Bello, a San Quintín, a liberar su hijo. Su aspecto, su porte lo hacían sospechoso, lo condenaban. Ser encarcelado le gustaba, nunca evadía las “batidas”, hechas por la policía los fines de semana. Delio sabía que no había hecho nada, que sería liberado pronto; pero eso alimentaba su apariencia y su mundo de guapo camaján.

Pasó la época del puñal. Este se tornó engorroso, sucio y lento, era un arma para blandir, enseñar y convocar público que presenciara las hazañas. Delio introdujo en su lenguaje la pistola, no la tenía, pero la realizaba con nombrarla. Fueron famosos entre los muchachos del barrio sus cuentos de correrías por las calles, con la pistola en el cinto. Participó en balaceras, asaltos, venganzas y hasta hizo viajes de negocios sucios a otras ciudades. Se sabía de su rico mundo imaginario y fue bautizado con los nombres de Delio Mentiras o Delio Pistolas.

La hazaña memorable, que más le gustaba contar y la que ponía en evidencia su fantasía, fue un viaje a Apartadó en 1986. Allí participó con los maceteros en un entrenamiento. Le enseñaron a manejar fusiles de alto poder, disparar contra matas de banano. Delio Pistolas nunca salió del Valle de Aburrá, pero el escuchar noticias sobre las acciones criminales de los maceteros, masacradores, perseguidores de la guerrilla, con armas sofisticadas, encontró un lugar para hacer progresar su mundo. Disparó contra matas de banano porque dentro de sus códigos y deseos no estaba matar humanos.

La moderación no impidió el gusto por la marihuana. Debió hacerlo porque ella encajaba muy bien con su camajanería transformada en malevaje de pacotilla. Conseguir la yerba lo hizo imprescindible para el barrio y muchos fumadores de fuera. Caminaba a diario la ciudad, consiguiendo el mejor precio, para ganar algunos pesos demás. Los jíbaros, ubicados en los límites urbanos, le conocieron y le escuchaban el relato de sus hazañas; su fama se extendió y llegó a oídos de Ofelia y Humberto. ¡Delio Pistolas, que sobre nombre tan terrible! -decía ella. ¡Delio Mentiras, que mis hijos sean lo que sean, menos mentirosos!, decía él.

Por los padres, por algunas vidas ejemplares de amigos y vecinos, Delio decidió cambiar. Aprendió a manejar la soldadura autógena y cayó a una fábrica de cocinas de acero inoxidable. Le tocó soldar con níquel largas hojas metálicas. Este trabajo le trajo una honda depresión, además que se descalcificó y se le cayeron varios dientes. En las tardes pensaba en su condición y traía a su memoria la historia de su vida. Realmente no había hecho nada con ella, entró en conciencia de la invención de su mundo. No había sido el centro de ningún acontecimiento importante. Carlos el del frente ya era un ingeniero. José, su primo, viajó a Estados Unidos y trajo dinero; Francisco de al lado ya tiene un taxi y es admirado y querido. Pero el hecho más conmovedor, como ejemplo de protagonismo, comenzó a verlo en los funerales frecuentes de la época, presenció el de sus amigos más queridos, y el de uno de sus hermanos y el de su padre. El llanto de las mujeres, el rezo solemne del cura en la iglesia y ante el muerto, la caravana de autos hacia el cementerio, las flores, el licor, el relato de las hazañas. Todo ello le parecía un hecho importante en la vida de alguien. Se vio a si mismo en el ataúd, observando a su madre, a sus amigas, amigos y enemigos, con los ojos fijos en él. Una caravana de autos le llevarían por la ciudad, en un estridente concierto de pitos y todos al verle pasar dirían ¡Ahí va Delio Pistolas!

Se decía: si, esa sería una buena ocasión para hacerle ver a todos que existo. Moriré, el cuerpo se pudrirá, no volveré a contar mis invenciones; pero veré todo, veré mis pantalones limpios ordenados en el escaparate, a Ofelia rezar todos los días por su hijo que la escucha y la puede proteger por fin. Seré un alma con un lugar en el cementerio y en el corazón de los ciudadanos, seré por siempre recordado.

La soldadura de níquel y las consecuencias sobre su cuerpo, le hicieron dejar el trabajo. Volvió a estar en las esquinas del barrio en el día y en la noche, regresó a los jibariaderos, comenzó a salir con pillos y traficantes; ponía especial atención a las noticias sobre los hechos de los sicarios de moda, para luego contarlas, convirtiéndose él en el protagonista. Delio Pistolas se convirtió en un hombre peligroso para él, en motivo de risa para quienes le conocían y en alguien de respeto para el que lo escuchase por primera vez.

Un día lluvioso de un marzo, comenzó a quejarse de si mismo por la falta de dinero, por ser un marihuanero a medias, por no ser él quien enviase a comprar vicio, por estar siempre del lado de la madre, por tener que cuidar siempre el buen estado y la limpieza de sus pantalones. Se quejó por ser hombre moderado, por haber evitado siempre la acción grave y con consecuencias graves. Ese día caminó por los barrios, no para hablar de sus imaginarios sino hacer algo real. Fue al barrio La Selva compró marihuana y fumó como nunca lo había hecho, tomó licor. Así trabado, por fin, anduvo sin rumbo pero con ademán de maloso y fiero. A las once de la noche, seguía lloviendo. Se topó en una calle del barrio Prado con el Pibe. El Pibe tenía la misma vida de Delio, pero real, efectiva. Delio y el Pibe se miraron. Ambos se conocían. El Pibe encontró en la mirada algo distinto, un desafío mortal. Sacó la pistola y puso el cañón sobre el pecho de Delio y disparó porque no escuchó ningún ruego, no vio ningún miedo y dedujo: hoy Delio está armado y quiere matar.

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