viernes, 20 de noviembre de 2015

Los mangos, las carpas y la flor de lis



Siqueiros. La marcha de la humanidad 

Baltasar medía dos metros. Era muy delgado y tenía aspecto de albino, aunque no lo era. Madre nos hablaba mucho de él porque lo conocía desde la niñez y más cuando fue enganchado por la fábrica de textiles como supervisor de producción y por ser muy allegado al cura Aguado, adjunto del párroco de la iglesia mayor. Desde muy niños vimos el contraste de la estatura de Baltasar al lado de la pequeñez de nuestra madre, cuando hablaban de la parroquia y de las enfermedades que ambos aseguraban tener.

Una tarde de sol intenso, a mediados de julio, el calor nos hizo buscar la calle. Madre y nosotros salimos a la calle, al el frente de la casa. Baltasar se acercó. Le dijo a mamá que el padre Aguado le había confiado el cuidado de una finca de recreo que tenía en la vereda Potrerito, en la que pasaba varios días de la semana. Se la había confiado a él y a la amiga de ambos, Ana clara. Baltasar invitó a mamá a visitarlos. Dijo que él subía algunos días, pero que Ana Clara estaba permanente allí. Desde ese día comenzamos a subir a la finca y cuando se nos hacía la promesa de ir, no pesábamos otra cosa, hasta la realización.

Una vez coincidimos con el cura. Le vimos solemne la sotana negra, el temple al caminar. Solemne las manos al sostener el libro negro de lomo rojo. Tras los lentes se observaban sus ojos salidos de forma irregular. Nuestra hermana Laura nos llevaba de la mano y nos halaba. Decía -no lo vallan a molestar- Luego de mirarlo en todo su porte, nuestros ojos bajaban al agua esmeralda de la piscina. Ella bajaba de una fuente empotrada en la pared del fondo del amplio patio. La fuente tenía forma de una flor de lis hecha en concreto, en relieve, enorme, blanca sobre un fondo verde claro. El agua salía tras la cúspide de la flor y se deslizaba murmurante por los brazos laterales, hasta caer al estanque. El cura caminaba alrededor, por los bordes de la piscina, leía. Sus ojos no se desprendían del libro al doblar las esquinas. Sabía de memoria el recorrido. Era de movimientos mecánicos.

Él sabía que habíamos llegado, pero no se dignaba mirarnos. Llenos de expectativas seguíamos prendidos de las manos de Laura hacía la casa de mayoría. Esta, en la parte alta de la posesión, yacía en medio de una gran arboleda de mangos. Ana Clara, nos recibía con sendas tazas de agua dulce con limón; preguntaba por la salud de mamá, luego tocaba nuestras caras y le decía a Laura –que lindos están estos muchachos- Laura asentía al responder: -si ya están muy grandes tienen once y doce años-. Esas palabras nos dieron fuerza para soltarnos de la hermana y correr hacía los mangos. Llenos de enorme felicidad trepamos los árboles y tratábamos de alcanzar las frutas maduras. Ambos, en árboles distintos nos gritábamos indicaciones de cuales mangos coger. Buscábamos los intensamente amarillos y sanos.

Nuestras risas y algarabías las truncó la voz recia de Baltasar. ¡Se bajan de ahí culicagaos! Nos dijo y gran sorpresa nos llevamos cuando vimos en su mano un revólver que apuntaba hacia nosotros. Antes de sentir miedo quedamos atónitos. Sin hablar nuestros ojos se miraban y solo comunicaban estupor. Llegamos a la casa de Ana Clara. Laura y ella nos preguntaron el porqué veníamos como asustados; pero no alcanzamos a responder. Baltasar se presentó y fue suficiente explicación. Él a nadie saludó. Solo miraba todo a su alrededor con actitud de mayordomo. Luego de mostrarse continuó su andar por la posesión. Después le vimos entrar al patio del cura Aguado.

En el año 1986, Laura se había casado y tenía dos hijos. Nosotros estudiábamos en el Liceo y participábamos en el consejo estudiantil. Apoyamos con presentaciones artísticas las carpas de la huelga de la fábrica de textiles. Los obreros completaron treinta y cinco días de paro. Había una embriaguez de triunfo y salíamos casi todas las noches a pegar afiches alusivos a la lucha de los trabajadores en las paredes de la ciudad.

Una tarde llegamos a la puerta de la fábrica. Encontramos las carpas en el suelo y un clamor generalizado que decía de la traición del movimiento por parte de un sector de la dirigencia obrera con el apoyo de los supervisores de producción. Fueron expulsados todos los trabajadores actores y solidarios con el movimiento, luego de haber sido inscritos en una lista. El nombre de Baltasar, volaba por las bocas, muchas voces prometían venganza.

Volvimos a casa tarde en la noche. No hablamos. Cruzamos la mirada. Nuestros ojos solo comunicaban estupor. El nombre de Baltasar nos trajo una especie relato a la cabeza. Fuimos a dormir y ambos sin comunicar pensamos lo mismo. Baltasar es un ser-vil. Le importa más los patrones que los compañeros y la amistad. Así como esa vez le importó más el cura Aguado que la felicidad nuestra. Le importó más la intimidación con la pistola que la hospitalidad de Ana Clara y nuestra madre.

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