En este lunes de
febrero, comenzó a llover a las ocho de la noche. La lluvia inicial era delgada
y suave. Le comenté a Lena que esta lluvia de pequeñas gotas, la llamaban en el
sur garúa y hay un tango con ese nombre. Ella fue al sistema de sonido y ubicó
al instante la Garúa de Goyeneche. Lena tiene toda la música del mundo en su
computador y con un tacto de su índice sobre el "ratón" buscador,
pone a sonar el pedido de los asistentes al bar. Esa noche había pocos. Los
lunes poca gente sale en la noche. Lena cuando hay pocos comensales se sienta
en mi mesa y hablamos mucho. La mesa que regularmente ocupo, se ubica contigua
a la puerta de entrada. Desde ahí puede verse una buena parte de la calle. El
tema de la garúa llegó por el afuera, por la calle llena de luz amarilla de
lámparas altas. Esa luz bohemia rebelaba la garúa y producía un ambiente amable.
Garúa es una canción triste le dije a Lena y ella asintió y dijo -triste pero
con una letra muy bella- nos callamos. Escuchamos la voz de Goyeneche. Vimos
pasar al Parche, el autodeclarado defensor de la calle. Siempre lleva un
cuchillo al cinto y se ufana de haber matado a alguien algunos años atrás, en
una acción sicarial al servicio de una empresa criminal de la ciudad. El Parche
pagó quince años de cárcel por haberse echado toda la culpa y encubrir a sus jefes,
quienes ordenaron el asesinato. Si no se hubiese comportado así lo habrían dado
de baja como a tantos muchachos que por ingenuidad y deseos de dinero fácil y
rápido, se vendieron a ese terror.
Terminó la canción
y la garúa material, la de afuera, se trocó en llovizna y pasó a ser un
aguacero que se prolongó hasta media noche. Tomé un trago y con el entusiasmo
ardiente del brandy en la garganta, miré los ojos negros de Lena y comencé a
hablarle de la calle: Cada calle y cada época tiene su propio personaje que
vive en contra corriente como el Parche -le dije- Esta es la calle cincuenta,
tiene como centro esa iglesia vieja del parque, construida a finales del siglo
XVIII. Uno puede pararse en su frente, darle la espalda, mirar el norte, y
tener por la izquierda la vía al cementerio de los años treinta del siglo xx y
por la derecha la plaza de mercado. La calle cincuenta de la iglesia al
cementerio se le llamó "la calle de la amargura" como en muchas
ciudades.
Te estoy hablando
de esto porque, cuando pusiste a sonar el tango Garua, pensé en los bares que
han existido en esta parte de la cincuenta. Hacia el cementerio, la calle,
otrora, finalizaba en el sector de Los mangos y de ahí se ganaba la quebrada
del Hato. Como la mayoría de las calles coloniales eran una sola y sinuosa línea.
Luego en la república y en el siglo xx se abrieron vías trasversales para dar
caminos de servidumbre a nuevas posesiones. En esos lugares de intersección
aparecieron esquinas. Recuerdo la esquina inmediata al cementerio, allí el
dueño construyó en ladrillo; dedicó un pequeño espacio para una venta de
víveres y licor. Le puso el nombre de El Reposo. Imagino que el nombre llegó a
su cabeza porque el muerto era llevado al reposo de la tumba y los deudos
descansaban en la tienda luego de soportar la carga del ataúd. De los años
sesenta, en los predios de El Reposo, se hace memoria de los hermanos Tutas. Vivían
en una casa de tapias altas y techo de tejas, a orillas de la quebrada del
Hato. Por un sendero sinuoso ascendían hasta el cementerio. Eran tres. De baja
estatura, brazos cortos y corpulentos. Diestros en el manejo del cuchillo.
Fueron los personajes de la “Tienda El reposo” –así era el aviso ubicado en la cornisa-;
cuando llegaban se desocupaba el pequeño salón. Y si algún guapo se quedaba se
sometía a desafíos.
Años después de la
apertura de El reposo, llegaron los Arbeláez. Tomaron casa enfrente de la
puerta del cementerio. El padre, dos hijos, la madre y una hija. Venían de una
vereda de Urrao, desplazados por un grupo de chusmeros, contaban ellos a sus
vecinos. Arturo el padre se acostumbró a sentarse en la puerta de la casa, en
las tardes. Miraba las columnas dóricas apostadas a los lados de la puerta alta
del cementerio, que sostenían una cornisa lisa de seis metros. A la puerta del
cementerio le habían hecho una puerta falsa de altura apropiada para el cuerpo
de un hombre. Por ahí entraba y salía el sepulturero cuando no había a quien
llevar a las tumbas. Estas, las tumbas, eran bajas, fácilmente se ganaban con un
salto; rodeaban el terreno en cuadro del sitio y daban albergue a unos pocos
mausoleos sencillos con imágenes tridimensionales, hechas en concreto, de
ángeles del silencio o plañideras. Se combinaban tumbas en galería con fosas
individuales. Arturo Se adhirió al cura de la parroquia, recién creada en el
sector, para conminar y regañar a los muchachos que acostumbraban jugar sobre
las tumbas en mal estado, y les gustaba sacar calaveras, para enarbolarlas en
medio de largas carcajadas.
Los dos hijos de
Arturo llegaron al Reposo. Tenían la misma edad de los Tuta. La confrontación
se dio en la tarde de un domingo de mayo. La tienda estaba copada con los
deudos de un difunto. La gran puerta del cementerio se cerró y la gente quedó
en la calle. Aparecieron nubes grises, plomizas y bajas. Arreció el viento. La
gente comenzó a bajar la cuesta, pero la detuvo el duelo a cuchillo, entre los
tres Tutas con sus manos izquierdas envueltas en costales de fique y los dos Arbeláez
que solo blandían unos puñales. Los cuerpos delgados y ágiles de los Arbeláez,
hicieron gala de amagues, desquites e incidencias de sus aceros sobre los
costales. Cuando el fique se fue tiñendo de sangre, los Tutas corrieron sendero
abajo.
El cura párroco se
encargó de hacer la paz en El Reposo. Confesó a los cinco muchachos. Les dedicó
el sermón de una misa de domingo y aprovechó para bautizar públicamente la
nueva parroquia con el nombre de la Preciosa Sangre, en memoria de la paz
pactada ese día y de los brazos punzados de los Tuta.
Afuera seguía la lluvia en esta noche de lunes. Los neumáticos de los
autos sonaban trepidantes al cortar el agua sobre el pavimento. Lena se sonrió.
La vi rascarse la cabeza y cruzar las piernas. Aproveché la evocación para
hablarle del Bar Ganadero. La esquina se creó antes de la del Reposo –le dije-
porque las casas de esa calle que caía en te sobre la vía del cementerio, eran
de tapias altas. Sus techos se alargaban en aleros sobre la acera para refugiar
y proteger al transeúnte de la lluvia o el sol. El Ganadero tenía un traganíquel
con luces de neón, llamado “piano” por los vecinos. A Alberto Velásquez el
dueño, lo apodaban Beto. Usaba sombrero aguadeño y un gusto exasperado por las
canciones mejicanas, aunque muchos de sus clientes preferían escuchar tangos.
Las tardes de muchos sábados y domingos frecuentaban el bar algunos jinetes.
Amarraban los caballos en una reja de ventana. Se embriagaban, montaban luego
con dificultad el animal y muchas veces caían de la silla de montar y daban un
espectáculo a los transeúntes y vecinos curiosos. Como cada calle y cada época en esta ciudad, tiene su propio personaje
que vive en contra corriente, a finales de la década de los sesenta ocupaba
ritualmente varios días de la semana, la mesa del fondo del Bar Ganadero Isaac
Peña. Llegaba a las seis de la tarde, ponía el sombrero fedora gris de cinta negra
sobre la mesa. Pasaba un peine sobre su pelo negro lacio y luego del primer
trago de aguardiente, con ademán lento, volvía el sombrero a su cabeza.
Isaac era tangófilo y guapeaba la vida. Le gustaba hacer quitar las
rancheras mejicanas del traganiquel, cuando la embriaguez le llegaba. Decía que
esas canciones no tenían poesía, que eran baratas y desagradables. Isaac sabía
de memoria poemas de Neruda y la mayoría de los tangos que sonaban en El Ganadero.
Cuando tumbaba alguna ranchera hacía poner Sur en la voz de Goyeneche. La vida
de Isaac encontró fin una noche de jueves. Llegó al bar, encontró dos jinetes
con sus animales; cantaban voz en cuello el corrido de Antonio Aguilar “Mataron
a Lucio Vásquez”. Isaac ordenó con un grito a Beto quitar la música. Los
jinetes y el dueño del bar se aliaron, sacaron al tangófilo a la calle y en
medio de golpes y brincos de todos lograron herir de muerte el pecho de Isaac
Peña.
-Lena, por eso cuando el Parche pase amenazante, no te asustes– dije y le
di vuelas a la copa llena de brandy. -Cada calle y cada
época tiene su propio personaje que vive en contra corriente- concluí con la
mirada puesta en los negros ojos.
Hermoso!
ResponderEliminarHermoso!
ResponderEliminarEsas personas que viven a contra corrientes unas veces las tenemos que tolerar otras lo mejor es salir corriendo querido amigo, Ese Parche ya no es persona, es una criatura desadaptada que estorba a la sociedad y en especial a nosotros los pacíficos y bohemios.
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