Julio Romero Torres. Naranjas y limones
Sentía nuestras
miradas sobre su cuerpo y se mecía como una palma adulta. Inclinaba la cara
hacia un lado en una gestualidad parecida a las vírgenes de la iglesia del
Rosario. Pero ella tenía la piel morena y tersa; el pelo negro, lacio; los ojos
grandes con pestañas largas. Muy coqueta, la Clarabel nos enamoró a todos los
del barrio. Vivaz al hablar. Después de saludarnos soltaba un chiste, siempre
con doble sentido. Para entrar a la cincuenta y cinco debía doblar la esquina
de don Benito. Desde ahí miraba a los que habitábamos las cuatro esquinas del
cruce de esa calle larga con la cincuenta y uno. Estábamos en el centro de la
pequeña ciudad. En ese cruce ocurría toda la vida del barrio. En los muros de
los cuatro negocios nos recostábamos los muchachos. En las puertas de las casas
se paraban las muchachas. En las tardes las madres se sentaban en las aceras
sobre sillas que todos los días sacaban de las casas para tener vista a la
calle. Ese era el paisaje humano, degustado por Clarabel, cuando doblaba la
calle por la acera de don Benito.
De los cuatro
negocios del cruce, dos eran tiendas graneros y dos bares con traganíqueles de
luces internas que dejaban ver el mecanismo del aparato. Estos artefactos eran
unas cajas rectangulares de madera torneada, puestas de pie. En la parte
superior tenían un brazo mecánico que seleccionaba el acetato y lo depositaba
en un círculo de aluminio; sobre él descendía una aguja y hacía sonar un
repertorio de tangos. La parte inferior contenía dos parlantes poderosos que
inundaban el barrio de música todas las tardes.
Muchas veces,
Clarabel entró al bar que nos gustaba, el del Negro Ariza. Hablábamos mucho con
la tanguería de fondo. Ese hecho de Clarabel era subversivo. Los bares estaban prohibidos
para las mujeres. Las que entraban quedaban signadas como putas; pero nosotros
sabíamos que no era así. Clarabel se sometió a ese escarnio de los vecinos y
sus propios padres. Ese hecho hablaba de esta mujer y nos permitía concebirla
como arrojada y llena valor para enfrentar la tradición. Así fue, su
imaginación estaba fuera del barrio. Lo detectábamos cuando ponía una atención
desmedida a los relatos que hacíamos sobre las militancias políticas que
teníamos. Millo el más aguerrido y con mayor experiencia, hablaba con
regularidad de su decisión de atacar la guerrilla y dedicarse a organizar las
comunidades para ayudarles a exigir el suministro de agua potable, salud
universal, vivienda digna, educación científica y espacios para las artes. La
guerrilla dejó de pensar en el pueblo, está dedicada a conseguir dinero y se
cerró sobre sí misma –decía al chocar la copa de aguardiente con las nuestras-.
Un sábado de de
los últimos días de enero, Millo nos dio un cuadernillo atiborrado de texto y
con algunas ilustraciones de muchachas y jóvenes con guitarras. Eran las seis y
media de la tarde. Las luces de bombillas amarillas comenzaban a encenderse
sobre las puertas de las casas. El tránsito de buses y vecinos aumentó. El
barrio cambió el ambiente apacible de la tarde, por una congestión inusitada de
ingreso en la noche. Millo nos habló largo sobre el porqué la guerrilla no era
ya ninguna opción a seguir. Con la mirada puesta en las páginas decía –es la
hora de la sociedad civil. Debemos apoyar la creación de movimientos sociales
con todo el mundo, con jóvenes, niños, artistas, músicos. Impulsar el juego y
la recreación, para exigir…- Luego de escuchar atentos, Clarabel y todos,
tomamos el cuadernillo y nos fuimos a casa a leerlo.
Lo dicho por Millo se cumplió. La ciudad por varios años, nos vio
desfilar periódicamente por sus calles, con las gentes, con avisos y pancartas
enarboladas; con tambores y chirimías, con voces uniformadas o disonantes, que con
furia, exigíamos muchas cosas necesarias, a un poder no presente, pero sobre
entendida su existencia.
Los movimientos y desfiles fueron desplazados por grupos de hombres
armados motorizados. Eliminaron las voces más altisonantes y Millos nos
explicaba, lleno de desilusión, sobre la existencia de una alianza perversa
entre partes de la guerrilla y el narcotráfico, para acabar con las protestas
sociales. Muchachos hay unas fuerzas armadas paralelas al ejército de Colombia
que las llaman paramilitares –decía y sus palabras no iban más allá como antes.
Clarabel y Millo se perdieron del barrio. Los creímos asesinados o
desaparecidos por esa ola criminal que envolvió la pequeña ciudad. Nosotros,
dejamos de frecuentar el bar de Ariza y de vernos, porque los lugares públicos
de reunión fueron amenazados por esos grupos motorizados anclados en los barrios
como bandas armadas, formadas por muchachos obedientes a jefes mafiosos. Vimos
llegar muchos billetes de dólar a las esquinas y los jóvenes correr y
entregarse a esos jefes.
El grupo se diluyó. Quedé solo. Me metí en la biblioteca de la
universidad. Cambié el ambiente cruel del las esquinas por los compañeros de curso,
interesados como yo en explicarnos el devenir del país y hallar un porqué nos
mataron los amigos en los barrios y acabaron con los encuentros de las esquinas
y de paso destruyeron los bares, al quitarles sus habitantes habituales. Allí
en la universidad ocurrió un interés inefable por la historia del país, desde
los tiempos de la aparición de los movimientos sociales, tan intensamente promocionados
hacía varios años por Millo. Al final construimos un grupo con ideas semejantes
a las que Millo nos llevó a las cuatro esquinas aquella tarde de finales de
enero, inscritas en ese cuadernillo. Los movimientos sociales se organizaron
por un descreimiento generalizado en la guerrilla y un deseo imperioso de
conocer la vida cotidiana de las gentes y sus historias locales: fueron las
conclusiones.
Pero la parte maldita de la historia, tenía que ver con la desilusión
metida en la esperanza por los grupos armados, mixtura entre guerrilleros y
narcotraficantes. Una tristeza por las vidas quebradas, sacrificadas por nada;
tristeza convertida en melancolía, llena de suicidios, fugas exotéricas y
transmutaciones en los contrarios. Parte maldita visible en la noticia
escuchada en los encuentros furtivos con algunas viejas amistades. Se dijo que
Millo y Clarabel, se habían metido en una de las bandas más famosas de la
pequeña ciudad.
Y me siento como vivir en el filo de la navaja, al recordar un encuentro
con la madre de la muchacha de cuerpo de palmera morena. Ella me preguntó por la
seguridad de su hija, al cruzarnos una mañana en la esquina donde una vez
estuvo el bar de Ariza. –No veo ningún problema Sarita. Usted sabe; ella y
Millo se levantaron juntos por las calles de este barrio. Se conocen, creo que
se quieren y ambos se cuidan entre sí- le dije con firmeza, más por el recuerdo
que tenía en mi memoria que por saber de sus andanzas. Estas palabras son un
filo de navaja, porque me enteré después del asesinato de Millo por ese poder
reclutador de desesperados desilusionados, de las actividades de la pareja. Los
dejaron crecer en medio de dinero, armas, tráficos, y en el gusto por tener
grupos de muchachos y muchachas que dirigir. Les dieron entrada en la
organización y cuando la información los volvió peligrosos, ese poder los
desapareció.
Clarabel quedó desolada, no fue capaz de volver atrás, siguió con los
entrañables mafiosos de Millo, en la pequeña ciudad. La historia habla de una
guerra por el poder en el lado por el que la pareja se metió en esa parte
maldita. El acoso violento los hizo buscar las montañas. Pero fueron ubicados
en un río idílico de aguas claras y sementeras, un lugar en el que fueron a
buscar una paz esquiva, idealizada. Una mañana antes del alba llegó la muerte
en masa y doce cuerpos quedaron tendidos dice la historia.
No quiero encontrarme a Sarita, se que su mirada será como el filo de
una navaja.