lunes, 25 de enero de 2016

La mirada de Sarita



Julio Romero Torres. Naranjas y limones
Sentía nuestras miradas sobre su cuerpo y se mecía como una palma adulta. Inclinaba la cara hacia un lado en una gestualidad parecida a las vírgenes de la iglesia del Rosario. Pero ella tenía la piel morena y tersa; el pelo negro, lacio; los ojos grandes con pestañas largas. Muy coqueta, la Clarabel nos enamoró a todos los del barrio. Vivaz al hablar. Después de saludarnos soltaba un chiste, siempre con doble sentido. Para entrar a la cincuenta y cinco debía doblar la esquina de don Benito. Desde ahí miraba a los que habitábamos las cuatro esquinas del cruce de esa calle larga con la cincuenta y uno. Estábamos en el centro de la pequeña ciudad. En ese cruce ocurría toda la vida del barrio. En los muros de los cuatro negocios nos recostábamos los muchachos. En las puertas de las casas se paraban las muchachas. En las tardes las madres se sentaban en las aceras sobre sillas que todos los días sacaban de las casas para tener vista a la calle. Ese era el paisaje humano, degustado por Clarabel, cuando doblaba la calle por la acera de don Benito.

De los cuatro negocios del cruce, dos eran tiendas graneros y dos bares con traganíqueles de luces internas que dejaban ver el mecanismo del aparato. Estos artefactos eran unas cajas rectangulares de madera torneada, puestas de pie. En la parte superior tenían un brazo mecánico que seleccionaba el acetato y lo depositaba en un círculo de aluminio; sobre él descendía una aguja y hacía sonar un repertorio de tangos. La parte inferior contenía dos parlantes poderosos que inundaban el barrio de música todas las tardes.

Muchas veces, Clarabel entró al bar que nos gustaba, el del Negro Ariza. Hablábamos mucho con la tanguería de fondo. Ese hecho de Clarabel era subversivo. Los bares estaban prohibidos para las mujeres. Las que entraban quedaban signadas como putas; pero nosotros sabíamos que no era así. Clarabel se sometió a ese escarnio de los vecinos y sus propios padres. Ese hecho hablaba de esta mujer y nos permitía concebirla como arrojada y llena valor para enfrentar la tradición. Así fue, su imaginación estaba fuera del barrio. Lo detectábamos cuando ponía una atención desmedida a los relatos que hacíamos sobre las militancias políticas que teníamos. Millo el más aguerrido y con mayor experiencia, hablaba con regularidad de su decisión de atacar la guerrilla y dedicarse a organizar las comunidades para ayudarles a exigir el suministro de agua potable, salud universal, vivienda digna, educación científica y espacios para las artes. La guerrilla dejó de pensar en el pueblo, está dedicada a conseguir dinero y se cerró sobre sí misma –decía al chocar la copa de aguardiente con las nuestras-.

Un sábado de de los últimos días de enero, Millo nos dio un cuadernillo atiborrado de texto y con algunas ilustraciones de muchachas y jóvenes con guitarras. Eran las seis y media de la tarde. Las luces de bombillas amarillas comenzaban a encenderse sobre las puertas de las casas. El tránsito de buses y vecinos aumentó. El barrio cambió el ambiente apacible de la tarde, por una congestión inusitada de ingreso en la noche. Millo nos habló largo sobre el porqué la guerrilla no era ya ninguna opción a seguir. Con la mirada puesta en las páginas decía –es la hora de la sociedad civil. Debemos apoyar la creación de movimientos sociales con todo el mundo, con jóvenes, niños, artistas, músicos. Impulsar el juego y la recreación, para exigir…- Luego de escuchar atentos, Clarabel y todos, tomamos el cuadernillo y nos fuimos a casa a leerlo.

Lo dicho por Millo se cumplió. La ciudad por varios años, nos vio desfilar periódicamente por sus calles, con las gentes, con avisos y pancartas enarboladas; con tambores y chirimías, con voces uniformadas o disonantes, que con furia, exigíamos muchas cosas necesarias, a un poder no presente, pero sobre entendida su existencia.

Los movimientos y desfiles fueron desplazados por grupos de hombres armados motorizados. Eliminaron las voces más altisonantes y Millos nos explicaba, lleno de desilusión, sobre la existencia de una alianza perversa entre partes de la guerrilla y el narcotráfico, para acabar con las protestas sociales. Muchachos hay unas fuerzas armadas paralelas al ejército de Colombia que las llaman paramilitares –decía y sus palabras no iban más allá como antes.

Clarabel y Millo se perdieron del barrio. Los creímos asesinados o desaparecidos por esa ola criminal que envolvió la pequeña ciudad. Nosotros, dejamos de frecuentar el bar de Ariza y de vernos, porque los lugares públicos de reunión fueron amenazados por esos grupos motorizados anclados en los barrios como bandas armadas, formadas por muchachos obedientes a jefes mafiosos. Vimos llegar muchos billetes de dólar a las esquinas y los jóvenes correr y entregarse a esos jefes.

El grupo se diluyó. Quedé solo. Me metí en la biblioteca de la universidad. Cambié el ambiente cruel del las esquinas por los compañeros de curso, interesados como yo en explicarnos el devenir del país y hallar un porqué nos mataron los amigos en los barrios y acabaron con los encuentros de las esquinas y de paso destruyeron los bares, al quitarles sus habitantes habituales. Allí en la universidad ocurrió un interés inefable por la historia del país, desde los tiempos de la aparición de los movimientos sociales, tan intensamente promocionados hacía varios años por Millo. Al final construimos un grupo con ideas semejantes a las que Millo nos llevó a las cuatro esquinas aquella tarde de finales de enero, inscritas en ese cuadernillo. Los movimientos sociales se organizaron por un descreimiento generalizado en la guerrilla y un deseo imperioso de conocer la vida cotidiana de las gentes y sus historias locales: fueron las conclusiones.

Pero la parte maldita de la historia, tenía que ver con la desilusión metida en la esperanza por los grupos armados, mixtura entre guerrilleros y narcotraficantes. Una tristeza por las vidas quebradas, sacrificadas por nada; tristeza convertida en melancolía, llena de suicidios, fugas exotéricas y transmutaciones en los contrarios. Parte maldita visible en la noticia escuchada en los encuentros furtivos con algunas viejas amistades. Se dijo que Millo y Clarabel, se habían metido en una de las bandas más famosas de la pequeña ciudad.

Y me siento como vivir en el filo de la navaja, al recordar un encuentro con la madre de la muchacha de cuerpo de palmera morena. Ella me preguntó por la seguridad de su hija, al cruzarnos una mañana en la esquina donde una vez estuvo el bar de Ariza. –No veo ningún problema Sarita. Usted sabe; ella y Millo se levantaron juntos por las calles de este barrio. Se conocen, creo que se quieren y ambos se cuidan entre sí- le dije con firmeza, más por el recuerdo que tenía en mi memoria que por saber de sus andanzas. Estas palabras son un filo de navaja, porque me enteré después del asesinato de Millo por ese poder reclutador de desesperados desilusionados, de las actividades de la pareja. Los dejaron crecer en medio de dinero, armas, tráficos, y en el gusto por tener grupos de muchachos y muchachas que dirigir. Les dieron entrada en la organización y cuando la información los volvió peligrosos, ese poder los desapareció.

Clarabel quedó desolada, no fue capaz de volver atrás, siguió con los entrañables mafiosos de Millo, en la pequeña ciudad. La historia habla de una guerra por el poder en el lado por el que la pareja se metió en esa parte maldita. El acoso violento los hizo buscar las montañas. Pero fueron ubicados en un río idílico de aguas claras y sementeras, un lugar en el que fueron a buscar una paz esquiva, idealizada. Una mañana antes del alba llegó la muerte en masa y doce cuerpos quedaron tendidos dice la historia.

No quiero encontrarme a Sarita, se que su mirada será como el filo de una navaja.

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