domingo, 23 de octubre de 2016

Yerba de tres eneros

Max Beckmann. Quappi con suéter rosa 1932

Tengo cuarenta años. Soy morena, delgada y de estatura alta. Tengo un cabello negro, medianamente largo. Desde los veinticinco años comencé a fumar marihuana. Lo digo porque soy una mujer acostumbrada al humo enervante de la yerba y es un ritual para mí prepararla, encenderla, aspirarla y sentir la lenta conquista de mi cuerpo por un éxtasis que aguza los sentidos: adquiero ligereza en el hablar y las palabras me salen suaves y bien articuladas.

Hace dos años llegué aquí a esta ciudad, después de recorrer otras, bañadas por el Cauca. Me gusta la gente de aquí, porque cuando salgo a caminar y fumar, me miran con atención, pero no dicen palabras de reproche como allá en el sur y en Urabá donde nací y me hice adulta. En los tiempos del colegio, siempre fue una angustia el tener que ocultarnos para fumar y luego soportar las miradas escudriñadoras de la gente, poca y metida en las actividades de los demás.

El veinte de enero, salí del apartamento. Saludé a la vecina que siempre está ahí sentada en una silla de hierro, al final de las escaleras. Gané la calle y me entró en el cuerpo el sol de la mañana. Crucé el parque que luce nuevo frente a la Iglesia del Carmen. Traía el cigarrillo de marihuana ya hecho, lo encendí. El humo que no alcanzaba a entrar en los pulmones, me golpeaba el cabello y luego seguía tras de mí, arremolinado. Esa calle era larga. Descendía y comprendí porqué a este barrio lo llamaban La cumbre. Observaba las casas añejas de tapias con techos de tejas cubriendo los andenes estrechos. La calle larga no la atravesaba ninguna otra. A ella llegaban calles que morían ahí. En una de esas esquinas de calles truncas, estaba un hombre joven, alto como yo, con la mirada perdida en el cielo y el cuerpo extrañamente erguido. Pasé muy junto a su cuerpo. Percibió el olor de la yerba que impregnaba mi pelo y dijo: -ese perfume me llama-. Querés –le dije- Contestó que sí. Fumamos y caminamos juntos. Cruzamos el parque central de la ciudad, sin darnos cuenta. Con rumbo recto seguimos hasta cansarnos.

Me habló, mucho. Pareció como si tuviese bastante tiempo de estar callado y solo. Dijo:

-me gustás porque sos la única mujer que no tiene miedo de mí. Sé que me paso el tiempo en las calles. Camino toda la ciudad; a veces siento que esta es muy pequeña, porque alcanzo a hacer dos recorridos en el día. No saludo a nadie, altivo voy y vengo. Por eso ellas me tienen miedo, otros se burlan y para la mayoría soy un loco. En las mañanas veo esos grupos de muchachos motorizados que llaman combos y bandolas, hacerse en una esquina del barrio que aterrorizan. Drogan su embriagués y disparan sus pistolas. Reciben visitas de hombres en autos lujosos y veo cuando les dejan envoltorios de contenido precioso o peligroso, porque con mucho sigilo los ocultan en casas distintas cada vez. A veces, a un grito, todos encienden las motos y desaparecen; pero para mí son afanes en vano, pues luego no veo otro movimiento. Hubo, hace unos tres años, muchas muertes por pistola. Se asesinaba por ensayar puntería sobre los cuerpos. Se decía que esos muchachos estaban en alguna escuela de sicarios y debían disparar a los metidos en el vicio de las drogas o a los mendigos. Esa práctica alcanzó a los maricas caídos en desgracia en los afectos de los jefes de esa mafia bandolera, jefes de esa mata de sicarios, como se decía. En ese tiempo, un día muy temprano, comencé a recorrer. Pasé por ahí, donde nos encontramos y me descolgué calle abajo. Me paré frente al aljibe del barrio Mesa; recordaba las palabras del historiador, mi vecino, quien me habló con largueza de los tiempos de la finca El Majal, ubicada ahí donde estaba yo ahora y decía de esa agua prodigiosa, sagrada que mana incesante, ser el alimento que mantuvo ganados, cultivos y familias extensas por muchos años. En la esquina de mi derecha estaban los muchachos alicorados, drogados, haciendo escuchar rancheras con el alto volumen de un potente equipo de sonido. Hasta ese día creí en la costumbre, de ellos verme y yo en verlos. Cuando pase por su lugar comenzaron a gritarme: ¡Loco hijueputa, te perdez de aquí! Templé el cuerpo, erguí la cabeza como de costumbre y los miré como a gente perdida. Pero uno de ellos, que casi no podía tenerse en pie, comenzó a dispararme. Corrí sin parar hasta casa, con el eco de las explosiones en los oídos. Allí, el trío de tías me hicieron rueda y mi madre al verme, estalló una exclamación -¡Estás herido!- De la mano izquierda manaba abundante sangre. Ahí sentí la necesidad de explicar, de hablar. Les conté lo ocurrido y ella aprovechó la herida para llamarme al orden de nuevo. Es necesario que deje los vicios. Tiene que trabajar. Deje las locuras. Tiene la fama de la familia por el suelo. Toda la ciudad habla de nosotras. No sabe la vergüenza que me hace pasar, cuando estoy con mis amigas y le veo venir como un muerto en vida, con los ojos desorbitados, mirando cielo y tierra. En esas, custodiado por la familia, me metieron en un taxi que alguien llamó; rumbo al hospital mi madre continuaba con las recriminaciones. Las heridas no fueron graves: una bala me alcanzó y rasgó la piel del antebrazo izquierdo. Me inmovilizaron toda la extremidad y le pusieron muchas vendas. Esa cercanía de la muerte me obligó a contar a los vecinos y muchachos del barrio lo que me había pasado. Comencé a saludar a quien me encontraba. Me volví formal y mi madre celebraba el haber vuelto a la normalidad. Hasta escuché decir al historiador que ya la sociedad había encontrado el remedio para hacerme volver sociable: “darle bala”. La experiencia provocó una actitud desconocida en mí. Comencé a hablar mucho, lo que no hacía desde finales de la adolescencia; pero también descubrí que podía sentir a distancia lo que la gente decía, pues el movimiento de los labios delataba las palabras. Cada palabra tiene una forma de ser pronunciada. Por eso supe que después de saludar o conversar con alguien o a un grupo, luego de darles la espalda, murmuraban sobre mi forma de ser. Escuchaba: Debían llevarlo al manicomio; pobre familia; si está hablando es porque se hace el loco. Y percibo que luego soy tema de conversación por largo tiempo, se narra y ríe de mi costumbre de caminar la ciudad hasta el cansancio. Sanó el brazo. Terminó el motivo de los saludos y las conversaciones con los demás. Solo hablaba largamente con el historiador, muchas tardes en una de las esquinas que acostumbrábamos, cerca de nuestras casas. Sus palabras muy sensatas me llegaban hondo. Decía que el ser humano era un creador; todo lo que tiene la cultura incluidos los dioses y las iglesias son obra humana; el ser humano es un animal creativo y no una criatura. Luego de esas charlas, llegaba a casa y solo deseaba meterme en la cama a pensar. Mi mamá, repetía sin parar reproches sobre mi comportamiento. Sus exclamaciones sobre la desgracia de la familia se hacían cada vez más obsesivas y dejaban odio y rabia. Yo tomaba esas palabras para mí. Por eso volví a la calle, a caminar mudo en las tardes y las mañanas por la ciudad. Con las monedas y billetes que hurtaba en la casa conseguía entrar a los lugares peligrosos a comprar yerba-.

La forma de hablar y mirarme, tenía ternura; me atreví a tomarle una mano y él respondió apretando sus dedos entre los míos. Lo invité a mi apartamento aceptó. Allí nos quedamos explorando nuestros cuerpos, dos noches. En la tercera, salimos, le acompañé en su recorrido por la ciudad. En realidad eran largos. Noté que la gente nos miraba con sorpresa; luego él me explicaba, el tener que ser así, porque era la primera vez que tenía una mujer al lado. Esa noche no fumamos, fue como sentir habitar el espacio juntos. Hablamos poco. Él se limitó a nombrar los lugares, las calles y las esquinas. Aquí El lucerito, allí La buena esquina, allí El calvario, luego La preciosa sangre, El hoyo, Manchester, La plaza, Niquía, El congolo… y me llevó al apartamento por un camino opuesto al que yo acostumbraba. Me dijo esta calle que conduce del Congolo a tu casa se llama el carretero, por ella llegamos al barrio Buenos Aires y estamos ya en La cumbre. Me llevó hasta las escaleras de mi apartamento. La silla de hierro de la vecina obstaculizaba un poco la entrada y con ella entre los dos nos despedimos. No quiso quedarse.

Hicimos de sus caminadas un hábito para los dos; casi todos los días de la semana estábamos juntos. En los dos años de nuestra relación algunas veces me llevó a los charcos de Potrerito; me decía que todos los que vivían en la ciudad pasaron muchas horas de su vida en esta quebrada. Las veces que fuimos no sentábamos encima de una de las piedras enormes a fumar y sentir el calor o las brizas repentinas que ascendían a contracorriente del agua clara.

Cuando la gente se acostumbró a vernos y la noticia le llegó a todos los oídos, la madre, me paró en una calle cerca a la iglesia. Quise creer en un encuentro casual, pero me llevé la convicción de que me persiguió. Dijo: -¡Oiga! Yo soy la mamá de Eddy. Usted es una mujer mayor. No debería estar con ese muchacho menor que usted y además enfermo. Yo necesito casarlo con una mujer de su mismo barrio. Sepa que dicen que usted vende marihuana y por eso voy a ir a la policía a denunciarla, si no deja quieto a Eddy-

Supe, desde este encuentro, que ese hombre joven, alto como yo, estaba atrapado en una familia, con muchos deseos de impedir la vida libre a sus hijos. Supe por qué él nunca se quedaba en mi apartamento más de dos días. Volvía a su casa para presentarse a la madre y conservar la pertenencia a la familia. En el tercer enero de nuestro encuentro, una tarde calurosa, desnudos sobre mi cama, le conté el encuentro con su madre y lo que ella me dijo. Él se puso de color rojo. Su piel blanca se enrojeció y sudó de repente. Le pasé la mano por la frente, le dije que se calmara y que por mí no sufriera. Él no dijo nada y se quedó en mi casa una semana entera. Entendí esa actitud como un desafío a su madre. Tanto que los días siguientes me llevó por su barrio, me dijo el nombre de varios vecinos vistos en la calle o parados en las puertas de las casas. Saludamos al historiador luego que él me indicó y pasamos frente a su casa.

Después de dos semanas volvió a su casa. Me habló al día siguiente por teléfono y le noté una voz muy extraña, como si estuviese derrotado; antes hablador con migo, ahora hacía pausas largas antes de dar la palabra siguiente. Cuadramos un encuentro. Nos vimos en la esquina por la que comenzamos. Fumamos. Le invité a una cerveza, pero no quiso. Respondía con un sí o un no. Entendí que algo debió pasar con su familia. Y lo dejé. Luego supe de su enfermedad, cuando fui a buscarlo. El historiador, parado en una de las puertas de La buena Esquina, me dijo que lo habían llevado al hospital, luego lo trajeron a la casa y una mañana la madre lo encontró muerto en su propia cama.

La noticia me llenó de tristeza. Esos amores azarosos que la vida nos da, prometen ser duraderos; pero hay muchos que la vida la llevan amarrada a la conveniencia, al prestigio de la familia, a la costumbre terrible de trazarle el rumbo a los demás, especialmente a los hijos.

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