Max
Beckmann. Quappi con suéter rosa 1932
Tengo cuarenta años.
Soy morena, delgada y de estatura alta. Tengo un cabello negro, medianamente
largo. Desde los veinticinco años comencé a fumar marihuana. Lo digo porque soy
una mujer acostumbrada al humo enervante de la yerba y es un ritual para mí
prepararla, encenderla, aspirarla y sentir la lenta conquista de mi cuerpo por
un éxtasis que aguza los sentidos: adquiero ligereza en el hablar y las
palabras me salen suaves y bien articuladas.
Hace dos años llegué
aquí a esta ciudad, después de recorrer otras, bañadas por el Cauca. Me gusta
la gente de aquí, porque cuando salgo a caminar y fumar, me miran con atención,
pero no dicen palabras de reproche como allá en el sur y en Urabá donde nací y
me hice adulta. En los tiempos del colegio, siempre fue una angustia el tener
que ocultarnos para fumar y luego soportar las miradas escudriñadoras de la
gente, poca y metida en las actividades de los demás.
El veinte de enero,
salí del apartamento. Saludé a la vecina que siempre está ahí sentada en una
silla de hierro, al final de las escaleras. Gané la calle y me entró en el
cuerpo el sol de la mañana. Crucé el parque que luce nuevo frente a la Iglesia
del Carmen. Traía el cigarrillo de marihuana ya hecho, lo encendí. El humo que
no alcanzaba a entrar en los pulmones, me golpeaba el cabello y luego seguía
tras de mí, arremolinado. Esa calle era larga. Descendía y comprendí porqué a
este barrio lo llamaban La cumbre. Observaba las casas añejas de tapias con techos
de tejas cubriendo los andenes estrechos. La calle larga no la atravesaba ninguna
otra. A ella llegaban calles que morían ahí. En una de esas esquinas de calles
truncas, estaba un hombre joven, alto como yo, con la mirada perdida en el
cielo y el cuerpo extrañamente erguido. Pasé muy junto a su cuerpo. Percibió el
olor de la yerba que impregnaba mi pelo y dijo: -ese perfume me llama-. Querés
–le dije- Contestó que sí. Fumamos y caminamos juntos. Cruzamos el parque
central de la ciudad, sin darnos cuenta. Con rumbo recto seguimos hasta
cansarnos.
Me habló, mucho.
Pareció como si tuviese bastante tiempo de estar callado y solo. Dijo:
-me gustás porque
sos la única mujer que no tiene miedo de mí. Sé que me paso el tiempo en las
calles. Camino toda la ciudad; a veces siento que esta es muy pequeña, porque
alcanzo a hacer dos recorridos en el día. No saludo a nadie, altivo voy y vengo.
Por eso ellas me tienen miedo, otros se burlan y para la mayoría soy un loco. En
las mañanas veo esos grupos de muchachos motorizados que llaman combos y
bandolas, hacerse en una esquina del barrio que aterrorizan. Drogan su embriagués
y disparan sus pistolas. Reciben visitas de hombres en autos lujosos y veo
cuando les dejan envoltorios de contenido precioso o peligroso, porque con
mucho sigilo los ocultan en casas distintas cada vez. A veces, a un grito,
todos encienden las motos y desaparecen; pero para mí son afanes en vano, pues
luego no veo otro movimiento. Hubo, hace unos tres años, muchas muertes por
pistola. Se asesinaba por ensayar puntería sobre los cuerpos. Se decía que esos
muchachos estaban en alguna escuela de sicarios y debían disparar a los metidos
en el vicio de las drogas o a los mendigos. Esa práctica alcanzó a los maricas
caídos en desgracia en los afectos de los jefes de esa mafia bandolera, jefes
de esa mata de sicarios, como se decía. En ese tiempo, un día muy temprano,
comencé a recorrer. Pasé por ahí, donde nos encontramos y me descolgué calle
abajo. Me paré frente al aljibe del barrio Mesa; recordaba las palabras del
historiador, mi vecino, quien me habló con largueza de los tiempos de la finca
El Majal, ubicada ahí donde estaba yo ahora y decía de esa agua prodigiosa,
sagrada que mana incesante, ser el alimento que mantuvo ganados, cultivos y
familias extensas por muchos años. En la esquina de mi derecha estaban los
muchachos alicorados, drogados, haciendo escuchar rancheras con el alto volumen
de un potente equipo de sonido. Hasta ese día creí en la costumbre, de ellos
verme y yo en verlos. Cuando pase por su lugar comenzaron a gritarme: ¡Loco
hijueputa, te perdez de aquí! Templé el cuerpo, erguí la cabeza como de
costumbre y los miré como a gente perdida. Pero uno de ellos, que casi no podía
tenerse en pie, comenzó a dispararme. Corrí sin parar hasta casa, con el eco de
las explosiones en los oídos. Allí, el trío de tías me hicieron rueda y mi
madre al verme, estalló una exclamación -¡Estás herido!- De la mano izquierda
manaba abundante sangre. Ahí sentí la necesidad de explicar, de hablar. Les
conté lo ocurrido y ella aprovechó la herida para llamarme al orden de nuevo.
Es necesario que deje los vicios. Tiene que trabajar. Deje las locuras. Tiene
la fama de la familia por el suelo. Toda la ciudad habla de nosotras. No sabe
la vergüenza que me hace pasar, cuando estoy con mis amigas y le veo venir como
un muerto en vida, con los ojos desorbitados, mirando cielo y tierra. En esas,
custodiado por la familia, me metieron en un taxi que alguien llamó; rumbo al
hospital mi madre continuaba con las recriminaciones. Las heridas no fueron
graves: una bala me alcanzó y rasgó la piel del antebrazo izquierdo. Me
inmovilizaron toda la extremidad y le pusieron muchas vendas. Esa cercanía de
la muerte me obligó a contar a los vecinos y muchachos del barrio lo que me
había pasado. Comencé a saludar a quien me encontraba. Me volví formal y mi
madre celebraba el haber vuelto a la normalidad. Hasta escuché decir al
historiador que ya la sociedad había encontrado el remedio para hacerme volver
sociable: “darle bala”. La experiencia provocó una actitud desconocida en mí.
Comencé a hablar mucho, lo que no hacía desde finales de la adolescencia; pero
también descubrí que podía sentir a distancia lo que la gente decía, pues el
movimiento de los labios delataba las palabras. Cada palabra tiene una forma de
ser pronunciada. Por eso supe que después de saludar o conversar con alguien o
a un grupo, luego de darles la espalda, murmuraban sobre mi forma de ser.
Escuchaba: Debían llevarlo al manicomio; pobre familia; si está hablando es
porque se hace el loco. Y percibo que luego soy tema de conversación por largo
tiempo, se narra y ríe de mi costumbre de caminar la ciudad hasta el cansancio.
Sanó el brazo. Terminó el motivo de los saludos y las conversaciones con los
demás. Solo hablaba largamente con el historiador, muchas tardes en una de las
esquinas que acostumbrábamos, cerca de nuestras casas. Sus palabras muy
sensatas me llegaban hondo. Decía que el ser humano era un creador; todo lo que
tiene la cultura incluidos los dioses y las iglesias son obra humana; el ser
humano es un animal creativo y no una criatura. Luego de esas charlas, llegaba
a casa y solo deseaba meterme en la cama a pensar. Mi mamá, repetía sin parar
reproches sobre mi comportamiento. Sus exclamaciones sobre la desgracia de la
familia se hacían cada vez más obsesivas y dejaban odio y rabia. Yo tomaba esas
palabras para mí. Por eso volví a la calle, a caminar mudo en las tardes y las
mañanas por la ciudad. Con las monedas y billetes que hurtaba en la casa
conseguía entrar a los lugares peligrosos a comprar yerba-.
La forma de hablar y
mirarme, tenía ternura; me atreví a tomarle una mano y él respondió apretando
sus dedos entre los míos. Lo invité a mi apartamento aceptó. Allí nos quedamos
explorando nuestros cuerpos, dos noches. En la tercera, salimos, le acompañé en
su recorrido por la ciudad. En realidad eran largos. Noté que la gente nos
miraba con sorpresa; luego él me explicaba, el tener que ser así, porque era la
primera vez que tenía una mujer al lado. Esa noche no fumamos, fue como sentir
habitar el espacio juntos. Hablamos poco. Él se limitó a nombrar los lugares,
las calles y las esquinas. Aquí El lucerito, allí La buena esquina, allí El
calvario, luego La preciosa sangre, El hoyo, Manchester, La plaza, Niquía, El congolo…
y me llevó al apartamento por un camino opuesto al que yo acostumbraba. Me dijo
esta calle que conduce del Congolo a tu casa se llama el carretero, por ella
llegamos al barrio Buenos Aires y estamos ya en La cumbre. Me llevó hasta las
escaleras de mi apartamento. La silla de hierro de la vecina obstaculizaba un
poco la entrada y con ella entre los dos nos despedimos. No quiso quedarse.
Hicimos de sus
caminadas un hábito para los dos; casi todos los días de la semana estábamos
juntos. En los dos años de nuestra relación algunas veces me llevó a los
charcos de Potrerito; me decía que todos los que vivían en la ciudad pasaron
muchas horas de su vida en esta quebrada. Las veces que fuimos no sentábamos
encima de una de las piedras enormes a fumar y sentir el calor o las brizas
repentinas que ascendían a contracorriente del agua clara.
Cuando la gente se
acostumbró a vernos y la noticia le llegó a todos los oídos, la madre, me paró
en una calle cerca a la iglesia. Quise creer en un encuentro casual, pero me
llevé la convicción de que me persiguió. Dijo: -¡Oiga! Yo soy la mamá de Eddy. Usted
es una mujer mayor. No debería estar con ese muchacho menor que usted y además
enfermo. Yo necesito casarlo con una mujer de su mismo barrio. Sepa que dicen
que usted vende marihuana y por eso voy a ir a la policía a denunciarla, si no
deja quieto a Eddy-
Supe, desde este
encuentro, que ese hombre joven, alto como yo, estaba atrapado en una familia,
con muchos deseos de impedir la vida libre a sus hijos. Supe por qué él nunca
se quedaba en mi apartamento más de dos días. Volvía a su casa para presentarse
a la madre y conservar la pertenencia a la familia. En el tercer enero de
nuestro encuentro, una tarde calurosa, desnudos sobre mi cama, le conté el
encuentro con su madre y lo que ella me dijo. Él se puso de color rojo. Su piel
blanca se enrojeció y sudó de repente. Le pasé la mano por la frente, le dije
que se calmara y que por mí no sufriera. Él no dijo nada y se quedó en mi casa
una semana entera. Entendí esa actitud como un desafío a su madre. Tanto que
los días siguientes me llevó por su barrio, me dijo el nombre de varios vecinos
vistos en la calle o parados en las puertas de las casas. Saludamos al
historiador luego que él me indicó y pasamos frente a su casa.
Después de dos
semanas volvió a su casa. Me habló al día siguiente por teléfono y le noté una
voz muy extraña, como si estuviese derrotado; antes hablador con migo, ahora
hacía pausas largas antes de dar la palabra siguiente. Cuadramos un encuentro.
Nos vimos en la esquina por la que comenzamos. Fumamos. Le invité a una
cerveza, pero no quiso. Respondía con un sí o un no. Entendí que algo debió
pasar con su familia. Y lo dejé. Luego supe de su enfermedad, cuando fui a
buscarlo. El historiador, parado en una de las puertas de La buena Esquina, me
dijo que lo habían llevado al hospital, luego lo trajeron a la casa y una
mañana la madre lo encontró muerto en su propia cama.
La noticia me llenó
de tristeza. Esos amores azarosos que la vida nos da, prometen ser duraderos;
pero hay muchos que la vida la llevan amarrada a la conveniencia, al prestigio
de la familia, a la costumbre terrible de trazarle el rumbo a los demás,
especialmente a los hijos.
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