Rubén Crespo Modelando en azul. Óleo 2016
Alabaos, chontaduros y tamboras
(Texto
publicado en la Revista Quitasol. Bello 2016 con el título Cosmogonía negra)
Tiene reconocimiento
local, ha trasegado por las galerías de Antioquia, es invitado por el mundo
artístico colombiano. Se metió en muchas galerías neoyorquinas y
norteamericanas. En los últimos años viene exponiendo su obra en Francia,
España y Bélgica. Su mirada sobre el mundo particular de los afros colombianos,
plasmada en lienzos con colores brillantes y apetitosos, abre las puertas de
este mundo moderno contemporáneo que ha recibido de la cultura la orden de la
inclusión, la pluralidad y la abolición del racismo. Rubén Crespo tiene una
obra pictórica con identidad. Tiene sello. Y esta capacidad es atribuible a su
ser estudioso y persistente, que está con su obra, como estar ante una vida en
construcción permanente.
Ante la obra el
artista se extasía por la imagen que ha creado. Le llega a su cuerpo la
sensación de ser un observador y no un creador. La imagen la siente como
extraña a sus manos; pero es él el creador. Este sentimiento es muy humano y
está en la misma condición de todo lo hecho en la cultura. La humanidad le ha
adjudicado sus obras a la potencias exteriores a su cuerpo, porque reconoce en
ellas el ejercicio de la creación y lo relaciona con el poder de divinidades ctónicas
o celestes. Por esta forma de entender la cultura se ha creado la cosmogonía
que explica el origen del universo y de la humanidad. Así fue hasta la
modernidad.
En esta época
nuestra de individuos, el sentimiento pervive como una nostalgia personal, pero
por su capacidad generativa, el artista entra en su obra para ratificar la autoría
y la repetición del acto creador. El artista plástico moderno crea un mundo,
sobre superficies que pueden ser de tela o de piedra. Ese mundo se equipara a
una cosmogonía, habitada ya no por divinidades, sino por seres humanos
materiales, afectados por los males y bondades de la civilización. La
cosmogonía que se observa en la obra de arte, incita a ver las figuras y los
cuerpos como un cosmos cromático en el que nacen los relatos. Estos relatos, inciden
con el poder de la imagen, el cerebro, para que se represente el origen y el
devenir.
En la obra de Rubén
Crespo está ese poder. La imaginación del observador, ante ese objeto estético,
construye la historia de los africanos arrancados de su suelo y sembrados por
la fuerza de la violencia en las tierras de América. El mundo de los negros en
Colombia, llevado a las telas de Crespo, obliga explicar cómo llegó allí. Y la
respuesta está en la formación del artista. Nacido en Bello en la década de los
cincuenta del siglo veinte, le tocó crecer con una generación irreverente que
encontró en el arte una forma de enfrentar la tradición. Entre nadaístas y
descreídos, combinó los estudios de bachillerato clásico con cinco años de pintura
en el Instituto de Bellas Artes de Medellín. Luego se hizo arista plástico en
la Universidad de Antioquia y por la búsqueda de un tema propio se inscribió en
el programa de Antropología. El contacto, lleno de admiración, con la obra del
ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, el francés Paul Gauguin y el colombiano
Francisco Valderrama, lo llevaron a buscar en fuentes originarias una
inspiración.
Se trasladó en 1980
al departamento colombiano del Chocó, realizó por cuatro años una investigación
etnográfica sobre negritudes y vertió en su obra los hallazgos: la tierra, los
oficios y los cuerpos de las gentes de ese territorio. Se ven los comedores y
cargadores de frutas, los barqueros y las chalupas, los músicos y la música con
alabaos, plátanos, chontaduros y tamboras. Lo más conmovedor son los gestos de
esos rostros, a pesar de la música donada por la imagen, la alegría es cauta o
aplazada, porque el relato que insinúan lleva a un pasado cruel de opresión o a
un presente discriminatorio. Rubén encontró el tema y el estilo de construcción
y diseño de las imágenes. El tema en los cuerpos afros y el estilo en la estética
de sus maestros admirados, inscritos en el impresionismo – expresionismo
europeo y en las versiones nacionales de esa vanguardia. Puede decirse que
emuló el éxtasis de Gauguin en Martinica y se metió en su propio éxtasis chocoano.
La irreverencia de
la obra de Crespo, está en la elección del tema. El gusto clasicista reinante e
impuesto por el poder político ideológico, en Colombia de la primera parte del
siglo veinte, es roto. Su generación hace madurar las intenciones y propuestas de
Débora Arango y Pedro Nel Gómez. Ya no más lienzos relamidos, ya no más competición
con la fotografía de artistas reproductores de imágenes de héroes y políticos.
Ahora se trata de meter a los marginados, desposeídos y los seres humanos
anónimos, en las imágenes creadas y diseñadas por los trabajadores del arte.
La obra de Rubén
Crespo, se inscribe en una contemporaneidad, que ha recibido del pasado el
pigmento disuelto en aceite, la luz insidiosa del color para que impresione la
retina, la superación del academicismo, la vocación individual de la creación.
Ese todo lo ha fundido en el cosmos de la obra, para mostrar el mundo de los
seres humanos y en especial de la afrodescendencia arraigada en los litorales
colombianos.
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