lunes, 12 de diciembre de 2016

Alabaos, chontaduros y tamboras



Rubén Crespo Modelando en azul. Óleo 2016

Alabaos, chontaduros y tamboras
(Texto publicado en la Revista Quitasol. Bello 2016 con el título Cosmogonía negra)
Tiene reconocimiento local, ha trasegado por las galerías de Antioquia, es invitado por el mundo artístico colombiano. Se metió en muchas galerías neoyorquinas y norteamericanas. En los últimos años viene exponiendo su obra en Francia, España y Bélgica. Su mirada sobre el mundo particular de los afros colombianos, plasmada en lienzos con colores brillantes y apetitosos, abre las puertas de este mundo moderno contemporáneo que ha recibido de la cultura la orden de la inclusión, la pluralidad y la abolición del racismo. Rubén Crespo tiene una obra pictórica con identidad. Tiene sello. Y esta capacidad es atribuible a su ser estudioso y persistente, que está con su obra, como estar ante una vida en construcción permanente.

Ante la obra el artista se extasía por la imagen que ha creado. Le llega a su cuerpo la sensación de ser un observador y no un creador. La imagen la siente como extraña a sus manos; pero es él el creador. Este sentimiento es muy humano y está en la misma condición de todo lo hecho en la cultura. La humanidad le ha adjudicado sus obras a la potencias exteriores a su cuerpo, porque reconoce en ellas el ejercicio de la creación y lo relaciona con el poder de divinidades ctónicas o celestes. Por esta forma de entender la cultura se ha creado la cosmogonía que explica el origen del universo y de la humanidad. Así fue hasta la modernidad.

En esta época nuestra de individuos, el sentimiento pervive como una nostalgia personal, pero por su capacidad generativa, el artista entra en su obra para ratificar la autoría y la repetición del acto creador. El artista plástico moderno crea un mundo, sobre superficies que pueden ser de tela o de piedra. Ese mundo se equipara a una cosmogonía, habitada ya no por divinidades, sino por seres humanos materiales, afectados por los males y bondades de la civilización. La cosmogonía que se observa en la obra de arte, incita a ver las figuras y los cuerpos como un cosmos cromático en el que nacen los relatos. Estos relatos, inciden con el poder de la imagen, el cerebro, para que se represente el origen y el devenir.

En la obra de Rubén Crespo está ese poder. La imaginación del observador, ante ese objeto estético, construye la historia de los africanos arrancados de su suelo y sembrados por la fuerza de la violencia en las tierras de América. El mundo de los negros en Colombia, llevado a las telas de Crespo, obliga explicar cómo llegó allí. Y la respuesta está en la formación del artista. Nacido en Bello en la década de los cincuenta del siglo veinte, le tocó crecer con una generación irreverente que encontró en el arte una forma de enfrentar la tradición. Entre nadaístas y descreídos, combinó los estudios de bachillerato clásico con cinco años de pintura en el Instituto de Bellas Artes de Medellín. Luego se hizo arista plástico en la Universidad de Antioquia y por la búsqueda de un tema propio se inscribió en el programa de Antropología. El contacto, lleno de admiración, con la obra del ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, el francés Paul Gauguin y el colombiano Francisco Valderrama, lo llevaron a buscar en fuentes originarias una inspiración.

Se trasladó en 1980 al departamento colombiano del Chocó, realizó por cuatro años una investigación etnográfica sobre negritudes y vertió en su obra los hallazgos: la tierra, los oficios y los cuerpos de las gentes de ese territorio. Se ven los comedores y cargadores de frutas, los barqueros y las chalupas, los músicos y la música con alabaos, plátanos, chontaduros y tamboras. Lo más conmovedor son los gestos de esos rostros, a pesar de la música donada por la imagen, la alegría es cauta o aplazada, porque el relato que insinúan lleva a un pasado cruel de opresión o a un presente discriminatorio. Rubén encontró el tema y el estilo de construcción y diseño de las imágenes. El tema en los cuerpos afros y el estilo en la estética de sus maestros admirados, inscritos en el impresionismo – expresionismo europeo y en las versiones nacionales de esa vanguardia. Puede decirse que emuló el éxtasis de Gauguin en Martinica y se metió en su propio éxtasis chocoano.

La irreverencia de la obra de Crespo, está en la elección del tema. El gusto clasicista reinante e impuesto por el poder político ideológico, en Colombia de la primera parte del siglo veinte, es roto. Su generación hace madurar las intenciones y propuestas de Débora Arango y Pedro Nel Gómez. Ya no más lienzos relamidos, ya no más competición con la fotografía de artistas reproductores de imágenes de héroes y políticos. Ahora se trata de meter a los marginados, desposeídos y los seres humanos anónimos, en las imágenes creadas y diseñadas por los trabajadores del arte.

La obra de Rubén Crespo, se inscribe en una contemporaneidad, que ha recibido del pasado el pigmento disuelto en aceite, la luz insidiosa del color para que impresione la retina, la superación del academicismo, la vocación individual de la creación. Ese todo lo ha fundido en el cosmos de la obra, para mostrar el mundo de los seres humanos y en especial de la afrodescendencia arraigada en los litorales colombianos.

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