viernes, 27 de abril de 2018

Enfermedad acostumbrada. Sobre La montaña mágica de Thomas Mann


Es un ascenso necesario porque no se es de ella. Se va a ella, a la montaña a buscar la vida o a prolongarla. Se va a ella desde abajo, desde tierra llana, desde el nivel obligado del mar. Se asciende sobre ella por la enfermedad declarada o con el pretexto de una visita familiar. Allá arriba está la sanación para la vida enferma. Pocos sanan y por eso los habitantes de ese lugar alto montañés enfrentan la muerte permanente con tanta intensidad que la hacen parecer banal. Si ella está ahí todo el tiempo, es mejor ver, hablar, oír, oler, sentir a los otros como presencias fatales e inevitables.

El estar en la montaña, dentro de un sanatorio, obliga a pensar el tiempo, a medir el espacio con los pasos, a describir y narrar la vida del otro con detalle intenso, propiciado por la rutina de cuerpos periodizados por la enfermedad en desahucio o por la cura posible. El tiempo, su origen y percepción ocupan la palabra. El pequeño grupo, visible por estar circunscrito al personaje principal, verbalizan el tiempo desde la experiencia de quien toma la palabra en uno de los encuentros del día.

El tiempo toma cualidades según la percepción del sujeto y grado evolutivo. Según el grupo reunido en torno a los alimentos, el niño percibe con más facilidad la eternidad que el adulto: el ser humano mayor percibe la finitud y ligereza del tiempo y su paso descuartizado en medidas. Pero el grupo escucha la voz concluyente de uno de los comensales que dice en tono lacónico, ser el tiempo una fugacidad, tanto como una inexorabilidad que no deja a los humanos terminar la obra de comprensión de la cultura.

Los seres humanos tienen conciencia del tiempo, regulada por los acontecimientos. En los días de rutina, de pesada cotidianidad, el tiempo se alarga, se percibe extenso y lento. Es diferente su percepción en un día lleno de acontecimientos distintos; a pesar de la llenura, el tiempo se acorta porque la conciencia se atenúa por la vivencia de la novedad: así tiempo y vida son inseparables. Los humanos pueden resumir un milenio de vida en una cuenta de palabras o en una novela o pueden sentir la eternidad en un día de rutina. El tiempo pasa, lo perciben los sentidos, y por él llenamos la vida de contenido, de acontecimientos, con los que organizamos la historia y nos damos un estatuto de obra divina.

Habitar la montaña mágica que sana, relaciona el estar en el espacio íntimo de los cuerpos y las superficies. Se debe recorrer el territorio, con sus sitios turísticos, y anhelar la tierra llana, baja, de la gente sin enfermedad. Es cierto que ahí en la montaña está el sanatorio internacional. Es un edificio con ascensor que redobla la elevación. La percepción del espacio, lo coacciona el tiempo de estadía; si el tiempo allí hay que medirlo en meses, es por la superficie interna del órgano respiratorio. Para este, una hora o un día y hasta una semana son insignificantes. El dictamen inicial condena por semestres a habitar el espacio de la montaña y a medir el resto de la tierra, desde la alta posición del sanatorio. Desde allí se desciende por senderos de embrujo, por aguas frescas represadas en pequeños lagos; se desciende a pueblos turísticos minúsculos, que ocupan superficies intermedias, entre la montaña y la llanura de los aliviados. El tiempo de estadía en la Montaña obliga recorrer sus superficies y palpar sus volúmenes revelados por la niebla, el sol o la lluvia, de manera ficticia: así lo posibilita el cuerpo doliente.

Con el tiempo y el espacio están los cuerpos de hombres y mujeres de varias naciones, expuestos a los ojos por la rutina. Se hacen las mismas cosas a las mismas horas, con las mismas presencias y se obliga la palabra y tras la palabra se revela no solo la identidad, sino el mundo interior, signo del personaje literario. Vienen los nombres con su versión de la vida, construida por la práctica de una profesión. El ingeniero naval visita a su primo militar en el sanatorio, ambos alemanes, vistos en su ser por sus discursos; los une la disciplina, la familia patriarcal, el orden y una vida adinerada con sirvientes. Por estar en una época de entreguerras (1930), se adhieren al fervor alemán de esencia militar y de preparación de un ejército nacionalista. Los primos entran en necesario contacto con la cultura italiana profesada por otro compañero de sanatorio, prestigitador, circense, lector, poeta declamador y bisnieto de un veterano de las luchas nacionales al lado de Garibaldi. El italiano deslumbra a los primos alemanes por la vastedad de su cultura y lo histriónico de su hablar que les arranca carcajadas explosivas. Pero tras esas alegrías vienen los discursos serios y quejosos sobre el estado de postramiento de la cultura en el mundo, por causa de la sobrevivencia de la servidumbre y la quietud de las gentes como las austríacas y prusianas., divorciadas de la música, la poesía, la filosofía, porque quieren construir una nación militar.

El italiano recita de memoria La divina comedia y habla extenso sobre el hombre ilustrado, racional, esteta y libre. Lo opone al hombre servil y oscuro. Culpa de la sobrevivencia de la servidumbre al culto de la ignorancia y el olvido de la libertad de pensamiento. Los hechos contemporáneos se centran en las máquinas y los aderezos dejando atrás la humanidad. La dimensión del humanismo se ha tirada al olvido; ya no se habla del hombre ante el mundo con el deber de solucionar los problemas de la existencia; el deber de responder las preguntas sobre su ser en el tiempo y en el espacio y el deber de amar lo humano, preséntese como se presente, en forma oriental, europea, africana o americana: el humanismo ama lo humano de por sí. Pero el servilismo persistente, hoy se cultiva, sin importar la libertad individual que llama a valerse por sí mismo. Se desea y quiere someterse a la autoridad de un hombre poderoso, dejando que él piense por todos: ¡Cruel servidumbre!

La política y el humanismo están unidos. La política señala el camino para construir la unión de naciones que garanticen la paz y la libertad perpetua. El humanismo profesado hará de esa unión de pueblos una institución de plena garantía de progreso indefinido y de igualdad para todos los seres humanos.

El diálogo entre los habitantes del sanatorio de la montaña, muestra el estado cultural e intelectual, del periodo entre guerras en Europa. La efervescencia cultural permitía escuchar la voz de todos los pueblos porque existía la convicción de esta en plena madurez de la razón, de la humanidad y se creía con firmeza en el progreso indefinido del espíritu humano.

El dolor del cuerpo se ha introyectado y se ha incrustado en el inconsciente. Los habitantes periódicos del sanatorio han llegado a reírse muchas veces de los síntomas de su enfermedad. La tos estentórea es el centro de la atención y según el grado sonoro del aparato respiratorio, se identifica el estado del cuerpo. Ese es el ser humano. Un animal que se acostumbra al dolor, a la servidumbre, a la esclavitud o la libertad. Costumbre que en la época entre guerras del siglo veinte se señalaba con el índice como un inconsciente persistente.

Imagen: Dalí. Niño geopolítico mirando el nacimiento del hombre nuevo 1943

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