martes, 18 de septiembre de 2018

La soledad cósmica

El estar dentro de sí, seducido por el mundo interior, se construye una imagen del ser plena de sentimiento enrevesado. Se quiere hacer coincidir el adentro con el afuera, hasta llegar al extrañamiento de tener apéndices que afean la imagen del ser cuasi inmaterial acostumbrado. Esa imagen ingrávida tiene la vida humana autoconstruida, en ruptura con los otros seres vivos; ellos los otros y sus apéndices estorban la imagen cuasi inmaterial. Ellos, los otros, tienen ojos de múltiples colores, equidistantes, simétricos, juntos, en estrabismo, separados, laterales. Ellos los otros, tienen cavidades olfativas salientes, largas, encorvadas, achatadas, invertidas, anchas o estrechas. Tienen oídos grandes, obstaculizantes, al vuelo, alargados o reducidos. Tienen la boca estrecha o ancha, de labios leporinos, gruesos, delgados o asimétricos, son bembones o de cavidad imperceptible. Ellos los otros, tienen cuerpos disímiles de cabezas grandes y pequeñas, dolicocéfalos; tórax cortos y brazos largos, piernas largas con troncos reducidos; cuerpos hirsutos o más anchos que largos.

La imagen ingrávida de sí mismo, libre de la apariencia, se duele de estar atada a la vida del afuera y estar sujeta a la necesidad obligante de las prácticas sucias del consumo, la digestión y el excremento. Se duele del estar con los pies en la tierra, ser masa, inmersa en el mal olor hacinado del espacio-tiempo. Esa imagen es construida por imposición, para que deje libre el afuera, lugar de despliegue de los intereses del poder. Esa imagen se antoja, por tener que estar al lado de los otros en un ejercicio de relación por la que se impone el afuera y la materia del cuerpo.

La autovaloración del ser humano como único, dotado, creado, distinto, superior a los otros seres vivos, ha llevado a producir ese sentimiento enrevesado, nombrado aquí de manera extrema en un plano inmaterial. Y cuando se atiende la materia inexorable y se reconoce el afuera, el cuerpo humano se ve como una supremacía con sentidos donados para cumplir una finalidad. La duda se ha expulsado, el sentimiento de soledad cósmica se llena con la presencia del los auxilios extraterrestres; y el misterio de la materia eterna en perenne flujo y reflujo, se esquiva con un discurrir sobre su origen.

Volcado hacia dentro o vaciado fuera, lo humano toca unos límites de mayor extravío que si asumiera la existencia sin los lazos de los fines a cumplir. No hay programa, no hay designio, no hay destino. Introyectado al extremo o exteriorizado absoluto, es lo que espera el poder del socius para que le sea fácil el control. La ruptura con los fines, tira de inmediato a la libertad azarosa del juego de las fuerzas naturales.

Queda decir: una vez ocurrió el ser humano por efecto de la combinatoria de macro y microelemntos y por esa misma combinatoria desaparecerá y no quedará memoria, porque aunque deje huellas no habrá quien las lea y las entienda; es la soledad cósmica de la vida humana. Nada le ha sido dado, todo lo ha construido por ese cuerpo sometido a las acciones físicas y mecánicas del espacio terrestre. Una vez los antropos adquirieron la bipedia, posición que desencadenó una serie de liberaciones verificadas desde el dedo gordo hasta la masa encefálica de setecientos cincuenta centímetros cúbicos. La bipedia libera la cuadrumanía, el pie especializado en velocidad, libera las manos de la locomoción. Las manos libres asumen el trabajo o las funciones de las fauces, -las manos muelen, cortan y perforan-. La cara liberada reduce las fauces, para permitir la expansión del cerebro, lugar de habitación de la memoria instintiva, enriquecida con la memoria social.

El socius, como memoria social, toma los cuerpos para sí, moldea los gustos y regula toda la vida. La memoria del individuo es la memoria social, la que hace posible el ser humano, por fuera de la cual no puede seguir siendo humano. Memoria cultura, poder del socius, que permite la introyección extrema hasta despreciar el cuerpo; o la exteriorización radical que lleva a la negación del sujeto. Poder que no permite ver y asumir la autoproducción del cuerpo, los gustos y la cultura, porque lo humano se pondría por fuera del control del socius, para luego sufrir las prácticas violentas de reinserción.

El ser humano inmaterial a quien le pesa los sentidos por sucios, tan sucios como el dedo gordo, se duele de los nexos necesarios con la vida, llena y plena de posibilidades a discreción de los individuos. La exploración del propio cuerpo y de los otros, ha ganado en cultura alterna y ha obligado a cuestionar los conceptos del don. Este discurso es amplio y sofisticado, como lo exige la práctica de construcción en estos tiempos de acumulado milenario.

La animalidad primordial se esquiva para favorecer el ser inmaterial incontaminado y seguir la dominación que engulle su propio piso. La extensión invencible de los conceptos del don, entendidos hoy como mito creacionista, no tiene obstáculos, prolifera, redobla su escenario político, controla la educación y la comunicación; tiene sacerdotes e iglesias, partidos políticos a izquierda y derecha, prosélitos o profesionales auspiciadores del mito. Los cuerpos sin ojos, sin sonidos, sin sabores, sin tactos, no necesitan del espacio y el tiempo, tiene una vida que no es de aquí, por eso no importa la destrucción y proclaman la banalidad de la cultura entendida como soberbia de la criatura.

El ser humano constructor, comprendido por la capacidad analítica de la memoria de este tiempo, llama con una voz potente, a sentir la soledad cósmica, a llenar la vida con nuevas búsquedas, a pensar sin cesar su condición de ser azaroso, para llevar a la práctica un socius permisivo de la única opción posible: el disfrute de la existencia de los cuerpos satisfechos; porque no hay programa, no hay designio, no hay destino.

Imagen: Edward Hopper "Gente en el Sol" 1960

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