El estar dentro de sí, seducido por el mundo
interior, se construye una imagen del ser plena de sentimiento enrevesado. Se quiere
hacer coincidir el adentro con el afuera, hasta llegar al extrañamiento de
tener apéndices que afean la imagen del ser cuasi inmaterial acostumbrado. Esa
imagen ingrávida tiene la vida humana autoconstruida, en ruptura con los otros
seres vivos; ellos los otros y sus apéndices estorban la imagen cuasi
inmaterial. Ellos, los otros, tienen ojos de múltiples colores, equidistantes,
simétricos, juntos, en estrabismo, separados, laterales. Ellos los otros,
tienen cavidades olfativas salientes, largas, encorvadas, achatadas,
invertidas, anchas o estrechas. Tienen oídos grandes, obstaculizantes, al vuelo,
alargados o reducidos. Tienen la boca estrecha o ancha, de labios leporinos, gruesos,
delgados o asimétricos, son bembones o de cavidad imperceptible. Ellos los
otros, tienen cuerpos disímiles de cabezas grandes y pequeñas, dolicocéfalos;
tórax cortos y brazos largos, piernas largas con troncos reducidos; cuerpos
hirsutos o más anchos que largos.
La imagen ingrávida de sí mismo, libre de la
apariencia, se duele de estar atada a la vida del afuera y estar sujeta a la
necesidad obligante de las prácticas sucias del consumo, la digestión y el excremento.
Se duele del estar con los pies en la tierra, ser masa, inmersa en el mal olor hacinado
del espacio-tiempo. Esa imagen es construida por imposición, para que deje
libre el afuera, lugar de despliegue de los intereses del poder. Esa imagen se
antoja, por tener que estar al lado de los otros en un ejercicio de relación
por la que se impone el afuera y la materia del cuerpo.
La autovaloración del ser humano como único,
dotado, creado, distinto, superior a los otros seres vivos, ha llevado a
producir ese sentimiento enrevesado, nombrado aquí de manera extrema en un
plano inmaterial. Y cuando se atiende la materia inexorable y se reconoce el
afuera, el cuerpo humano se ve como una supremacía con sentidos donados para
cumplir una finalidad. La duda se ha expulsado, el sentimiento de soledad
cósmica se llena con la presencia del los auxilios extraterrestres; y el
misterio de la materia eterna en perenne flujo y reflujo, se esquiva con un
discurrir sobre su origen.
Volcado hacia dentro o vaciado fuera, lo humano
toca unos límites de mayor extravío que si asumiera la existencia sin los lazos
de los fines a cumplir. No hay programa, no hay designio, no hay destino.
Introyectado al extremo o exteriorizado absoluto, es lo que espera el poder del
socius para que le sea fácil el
control. La ruptura con los fines, tira de inmediato a la libertad azarosa del
juego de las fuerzas naturales.
Queda decir: una vez ocurrió el ser humano por
efecto de la combinatoria de macro y microelemntos y por esa misma combinatoria
desaparecerá y no quedará memoria, porque aunque deje huellas no habrá quien
las lea y las entienda; es la soledad cósmica de la vida humana. Nada le ha
sido dado, todo lo ha construido por ese cuerpo sometido a las acciones físicas
y mecánicas del espacio terrestre. Una vez los antropos adquirieron la bipedia,
posición que desencadenó una serie de liberaciones verificadas desde el dedo
gordo hasta la masa encefálica de setecientos cincuenta centímetros cúbicos. La
bipedia libera la cuadrumanía, el pie especializado en velocidad, libera las
manos de la locomoción. Las manos libres asumen el trabajo o las funciones de
las fauces, -las manos muelen, cortan y perforan-. La cara liberada reduce las fauces,
para permitir la expansión del cerebro, lugar de habitación de la memoria
instintiva, enriquecida con la memoria social.
El socius,
como memoria social, toma los cuerpos para sí, moldea los gustos y regula toda
la vida. La memoria del individuo es la memoria social, la que hace posible el
ser humano, por fuera de la cual no puede seguir siendo humano. Memoria
cultura, poder del socius, que
permite la introyección extrema hasta despreciar el cuerpo; o la
exteriorización radical que lleva a la negación del sujeto. Poder que no
permite ver y asumir la autoproducción del cuerpo, los gustos y la cultura,
porque lo humano se pondría por fuera del control del socius, para luego sufrir las prácticas violentas de reinserción.
El ser humano inmaterial a quien le pesa los
sentidos por sucios, tan sucios como el dedo gordo, se duele de los nexos
necesarios con la vida, llena y plena de posibilidades a discreción de los
individuos. La exploración del propio cuerpo y de los otros, ha ganado en
cultura alterna y ha obligado a cuestionar los conceptos del don. Este discurso
es amplio y sofisticado, como lo exige la práctica de construcción en estos
tiempos de acumulado milenario.
La animalidad primordial se esquiva para favorecer
el ser inmaterial incontaminado y seguir la dominación que engulle su propio
piso. La extensión invencible de los conceptos del don, entendidos hoy como mito
creacionista, no tiene obstáculos, prolifera, redobla su escenario político,
controla la educación y la comunicación; tiene sacerdotes e iglesias, partidos
políticos a izquierda y derecha, prosélitos o profesionales auspiciadores del
mito. Los cuerpos sin ojos, sin sonidos, sin sabores, sin tactos, no necesitan del
espacio y el tiempo, tiene una vida que no es de aquí, por eso no importa la
destrucción y proclaman la banalidad de la cultura entendida como soberbia de
la criatura.
Imagen: Edward Hopper "Gente en el Sol" 1960
No hay comentarios:
Publicar un comentario