Bello y La mirada de Heródoto
Del oficio del historiador y la historia local
Por Guillermo Aguirre González
Las acciones, los
hechos, los acontecimientos, están irremediablemente, ubicados en lo local.
Este espacio geográfico, es el ámbito de la vida, es el lugar material del ser
humano y es el que permite tener certeza de la existencia. Por fuera de lo
local, está la generalidad. Se puede hablar y escribir de batallas nacionales o
continentales, pero estas necesariamente ocurren en una geografía específica,
la misma que permite asir el fragor de la lucha.
El historiador hoy
está llamado a iniciar y profundizar su profesión a partir de habitar un
paisaje, un lenguaje y una memoria que lo hace pertenecer al grupo social en
que ha nacido. El historiador debe cumplir la condición de conocer su presente
para explicar y comprender el pasado. El camino inverso es posible, pero se
corre el riesgo de quedarse en la generalidad y en la universalidad, ámbitos en
el que puede habitar la metafísica de la causalidad.
En lo local está
la entraña y el gusto por la existencia. La calle el barrio, la municipalidad,
se han metido en el corazón y el cerebro por la experiencia primigenia del
cultivo de los sentidos desde la infancia. El olor de la tierra, el sabor de
los frutos, el tacto de los cuerpos y los sonidos del ambiente, constituyen la
nación, pero no esa que se asocia al Estado, es la que se ancla en el
territorio en el que se nace.
La decisión de
comenzar por la localidad, por la historia local, es una recomendación que
puede extraerse de ese cúmulo de reflexiones que se ha hecho sobre la historia,
el historiador y su oficio, desde el alba del siglo XX. Desde las primeras
décadas, los historiadores nucleados en la denominada “Escuela de los anales”, señalaron
la historia que se escribía como un discurso falto de rigor y obediente con los
intereses del poder; y además desconocedor de la trasformación de las ciencias
humanas o sociales.
Esas
transformaciones según el pionero Bloch, entran a exigirle al historiador,
asumir una concepción acorde, sobre el tiempo, el ser humano y la misma
historia. La actitud científica debe ser consecuente con la modernidad y tener
como base la observación, la crítica y por supuesto, el análisis.
El concepto de ser humano
En el tránsito el
siglo diecinueve al veinte, occidente asume un concepto del ser humano nuevo.
Él vive en un grupo social al que se le reconoce una forma autónoma de
relacionarse entre sí y con la naturaleza. La civilización no es patrimonio de
la herencia grecolatina. La antropología, primero y luego la sociología, asumen
a través del trabajo de campo, la legitimidad de los pueblos a tener su propia
forma cultural y su propia historia, aunque ella no esté escrita. El ser humano
es un animal racional, en cualquier estado en el que se encuentre y se puede
reivindicar su mentalidad como sello de identidad. El estudio de los pueblos
sin escritura produce como resultado múltiples formas de resolver los problemas
de la existencia.
El tiempo
Así concebidos los
seres humanos, obliga a cuestionar el tiempo cronológico. Existen otros tiempos,
dado que los pueblos y su cultura, más si no tienen escritura, pueden tener una
concepción sincrónica (cruce de tiempos) o diacrónica (evolutiva) del devenir. El
conocimiento de diversos tiempos, hace descentrar el discurso histórico del
tiempo pasado. El historiador que ha roto con el tiempo lineal decimonónico,
está obligado a hacer la historia del presente aunque el presente es imposible
de ser atrapado porque todo momento es pasado. Esa dialéctica pasado – presente
hace comprender el presente armado con el pasado, pues se sabe según Le Goff, que
el tiempo es una convención, una mentalización de las regularidades de la vida.
Una nueva
concepción del ser humano y del tiempo trae una nueva historia. Los creadores
de la “Escuela de los anales” y sus herederos, Bloch, Febvre, Duby, Le Goff,
Demageon, etc. la practicaron. Si la civilización occidental, no es la única ni
la verdadera, si el tiempo no es cronológico y el progreso es un mito, la
historia debe comprender todo lo humano. Se puede hacer la historia del tiempo,
del vestido, de las mentalidades, de los imaginarios, de los dominados, de la
dominación; la historia de los pueblos sin historia, de las lenguas, de las
religiones, de las maneras de mesa o procesos civilizatorios y hasta la
historia de la mierda como lo hizo Dominique Laporte en 1978.
El método, la crítica y el análisis
Esta actitud ante
la historia, trae consigo la decisión de ser tratada como una ciencia, dotarle
de método y de una reflexión epistémica en su interior. Esto es posible al
asumir una actitud crítica. La nueva historia es una historia crítica. Los
insumos, entendidos como los testimonios, los documentos, las huellas o los
indicios, deben ser sometidos a examen. Esos insumos pueden ser voluntarios o
involuntarios y el historiador con la ponderación y el análisis toma la
decisión de darles el estatuto de veracidad o de falsedad. La historia crítica
resultante, así construida, aparece como una creación del historiador, porque
son más los vacíos, y para una época de escasos testimonios, luego de la
crítica y el análisis, el historiador proyecta, crea y supone con criterio.
La crítica del
documento o del testimonio reivindica el concepto de mentalidad como lo que
transversaliza la nueva historia. Se parte de que todo documento lleva
implícita la mentalidad de quien deja la huella y la mentalidad debe entenderse
como la carga de subjetividad inherente al ser humano, porque ha estado inmerso
en una sociedad con valores propios, con modos y formas de ver, pensar y
sentir.
Rastrear la mentalidad, la ubicación del documento, el tiempo y la
argumentación crítica, obligan a datar el acontecer en lo local. La nueva
historia con sus características de comprender lo humano, solo es posible a
partir de la territorialidad de la cultura.
Un ensayo
para el oficio
Con estos criterios puede se puede ejercer el oficio de historiador y ensayarse
a construir una historia de la cultura en un municipio del Valle de Aburrá, de
esta manera:
El
territorio, la sociedad y la cultura en la época prehispánica.
Esa noción de época prehispánica indica y contiene un extenso periodo
histórico limitado en un extremo por la llegada de comunidades nómadas al
territorio del Valle de Aburrá y por el otro con la entrada de los españoles.
Esa época va de 1.541 en nuestra era, a 12.000 años antes de Cristo o antes de
nuestra era. La existencia de los seres humanos en ese extenso, periodo se
puede dividir en una época de comunidades nómadas recolectoras. Otra de grupos
sedentarios cultivadores ceramistas y una tercera época de sociedades complejas
tejedoras, con metalurgia, cerámica y un rico mundo mágico religioso.
Las comunidades nómadas no dejaron huella de su mundo simbólico. Solo se
tienen algunos fósiles que testimonian su existencia en el territorio y las
puntas de lanza, confeccionadas en pedernal, halladas en Niquía, datadas en
unos ocho mil años antes de nuestra era. En general se puede afirmar que los
grupos nómadas tuvieron un conocimiento exhaustivo de la flora, la fauna y la
geografía del territorio del grupo, para realizar su vocación económica de
recolectores, consumir los productos espontáneos del medio, agotarlo y
desplazarse a otro y luego a otro. Este es el sentido del nomadismo.
Esta condición de itinerancia, de eterno retorno, termina alrededor del
año 600 antes de nuestra era y aparecen los cultivadores sedentarios. De ellos
se tienen tumbas y recipientes cerámicos con semillas y osamentas. También de
estas sociedades complejas se tiene información por los testimonios consignados
en los relatos de los cronistas de indias. Los españoles llegan a América bajo
la figura de empresas conquistadoras y para poder dar cuenta de la inversión y
los rendimientos de la empresa, llevan con ellos a expertos amanuenses con la
misión de hacer un registro escrito de todo lo que se gasta, se ve y se toma. A
esos registros se les ha dado el nombre genérico de Crónicas de Indias.
Juan Bautista Sardella, fue el cronista que acompañó a Jorge Robledo en
el descubrimiento del Valle de Aburrá. Sardella describe la tierra y sus
pobladores en 1.541 y ese documento permite evaluar el estado de las sociedades
complejas que existían en Antioquia y especialmente sobre el territorio de
Bello.
Luego, hay dos fuentes para construir una imagen de las mujeres y
hombres que habitaron el territorio de Bello en el periodo que se llama
prehispánico: las huellas culturales y las crónicas de Sardella. De esta
sociedad compleja de cultivadores se puede decir que comenzaron el proceso de
sedentarización alrededor del año 600 antes de nuestra era. Al tomar un lugar
como sede se convirtieron en sociedades locales y elaboraron un orden social
con base en el espacio, la producción y las reglas sociales. Las cerámicas
halladas en Bello, correspondientes a ese periodo, testimonian la existencia de
asentamientos en ambas riberas del río Medellín y en las cuencas de las fuentes
de agua más importantes como la García, el Hato, la Guzmana, los Escobares y la
quebrada de Rodas en Fontidueño. Las viviendas estaban ubicadas en terrenos
inclinados y fueron llamadas bohíos por Sardella.
La cerámica se ha catalogado como Marrón Inciso y las decoraciones se
pueden interpretar como muestra gráfica del mundo mental. Tanto los signos
gráficos en las cerámicas, en los vestidos de algodón y algunas piedras, son la
materialización de un discurso o relato sobre el orden social, cósmico y
geográfico, irremediablemente perdido. La crónica de Sardella habla de unos
edificios y caminos monumentales en ruinas, ubicados a la entrada de Arví al
oriente del Valle de Aburrá, correspondientes a una civilización perdida y
destruida por los Nutabes. Es de pensar como, todos los pueblos y grupos
indígenas ubicados en el Valle de Aburrá, fueron sometidos por un imperio
desaparecido a la llegada de los españoles, pero que dejaron una herencia
cultural, como el trabajo del oro, de la sal, la agricultura y los tejidos.
Cuando entra Tejelo al Valle de Aburrá en 1541, recibe la visita de un cacique
con un tocado de paja muy elaborado, con plumas coloridas bien distribuidas y
una piel de animal sobre los hombros. Tenía la cara pintada de tal forma que a
Tejelo le pareció ver un monstruo. Cubría su cuerpo bajo una tela de algodón
ceñida a la manera de calzón. Los acompañantes llevaban una espada de palma
tostada y afilada con fuego, una maza también de palma y un lanza-venablos. La
vista del español hacía temblar de miedo a los nativos e hizo que muchos se
ahorcaran. Dice además Sardella que luego de reponerse del susto presentaban
una tenaz resistencia. Los tambores y vientos que tenían convocaban en poco
tiempo mil o dos mil indígenas, lo que certificaba que estaban en guerra contra
los caciques del oriente.
El
Hatoviejo colonial: el territorio, la sociedad y la cultura.
El resto del siglo XVI (1541 – 1599) el Valle de Aburrá es conquistado
por Gaspar de Rodas, quien en 1574 recibe de la corona española cuatro leguas
(cerca de 8.5 kilómetros) desde los “asientos viejos de Aburrá” hasta Barbosa.
Esta merced da nacimiento al nombre de Hatoviejo, porque permite dentro de la
posesión de Rodas diferenciar otros hatos, como el Hatillo y el Hato Grande.
La guerra con los indígenas fue cruel e intensa y fue una de las causas
de la rápida desaparición de los aborígenes. Los que sobrevivieron a la guerra
de conquista fueron esclavizados y sometidos a trabajos extremos. Se calcula
que de 100.000 quedaron 6.000. El reconocimiento que hizo el papado de la
humanidad de los indígenas hace que en 1619, por orden de la corona española,
se recojan los indígenas en territorios únicos para resguardarlos. Los del
valle de Aburrá, llamados niquíos y nutabes fueron recluidos en el poblado de
San Lorenzo.
El Hatoviejo entra en el siglo XVII en la etapa de la colonia. Las
posesiones de Gaspar de Rodas se dividieron por compraventa entre nuevos
inmigrantes españoles o entre mestizos, que son la población más numerosa.
Desde finales del siglo anterior y ante la escasez de mano de obra indígena, se
meten en el territorio, africanos esclavizados. Las tres etnias se mezclan y en
un lento proceso se va a producir una sociedad triétnica con expresiones
culturales sincréticas con dominación del pueblo o ciudad cristiana.
Los años 1600 transcurren caracterizados por un paisaje hatovejeño
dividido en fincas grandes autosuficientes. Cada dueño de la finca cuenta entre
sus haberes, esclavos, vacunos, caballos, ovinos, sembrados, minas, agregados y
una capilla. Por lo general los dueños tenían dentro de su familia un religioso
con licencia para administrar los sacramentos. Jurisdiccionalmente el
territorio es administrado por la ciudad de Santa Fe de Antioquia, quien hace
cumplir las decisiones del Estado español. La distancia con la ciudad capital
va a permitir que en el Valle de Aburrá, se desarrolle una sociedad campesina
con una relativa autonomía y una mentalidad supersticiosa.
En los últimos cien años de la vida colonial, el Hatoviejo se perfiló
como un poblado construido a lado y lado del camino que comunicaba a la ciudad
de Medellín con San Pedro de los Milagros o el Nare, con la meseta norte de
Antioquia. Esa sola calle tuvo en el centro una capilla y una plaza de mercado.
En 1770 la corona española permite el estudio del territorio de las colonias
para reorganizarlo. En Hatoviejo se ordena demoler las capillas menores y
construir la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario y a su alrededor dejar un
cuadro de tierra suficiente que sirva como plaza. Este acontecimiento generó la
división del espacio y se adoptó la indicación calle arriba y calle abajo. Los
estudios sobre el territorio elaborados por José Manuel Restrepo lo señalan
como una tierra árida con pocas posibilidades de producciones diversas, pero se
dice que es importante el ganado y la panela. La población sube a 1.500
habitantes y la propiedad se divide porque se registra un importante mercado de
tierra. Otros núcleos poblacionales continúan desarrollándose en las cuencas de
las principales quebradas, quienes desde 1784 tienen servicio religioso en la
plaza y termina lo que los visitadores reales llamaron la posibilidad de vivir
sin dios y sin ley. El territorio se adscribe a la ciudad de Medellín con el
nombre de Sitio de Hatoviejo y es regido por un juez pedáneo.
Época
republicana del siglo XIX. Sociedad, política, cultura y la división
territorial.
Luego de la guerra de independencia el Hatoviejo quedó con la población
diezmada. Pasó de 1.500 habitantes a 800 en 1835. Aunque no se tienen registros
del reclutamiento, se puede deducir la amplia participación en el proceso de
independencia. La vida republicana trae nuevas condiciones jurisdiccionales. El
sitio se adscribe a Copacabana, luego a San Pedro y por último a la ciudad de
Medellín. Se crea la escuela de primeras letras y se construye un edificio para
administrar justicia.
El territorio se caracteriza por ser un lugar de esparcimiento para los
pudientes de Medellín. Es costumbre hacerse a una finca de descanso o recreo y
se alaban las numerosas fuentes de agua, tal como lo describe Tomás
Carrasquilla en su obra Grandeza. La finca y la casa en el poblado es la
práctica económica común. Se siembra intensamente la caña de azúcar y
proliferan los trapiches. En la última parte del siglo XIX, el café entra con
la misma fuerza que los hizo en el resto del país. Por eso se activa el comercio
en el marco de la plaza y los asentamientos en las cuencas de las quebradas
producen alimentos perecederos para el consumo diario y la venta.
La cultura es rural, conservadora y aristocrática. En 1884 un grupo de
residentes notables del poblado, renuncia al nombre de Hatoviejo para el
territorio por considerarlo denigrante y gestiona el cambio de nombre por el de
Bello y lo justifican con el prestigio logrado por Marco Fidel Suárez en
Bogotá, al ganar un premio de la Academia Colombiana de Lengua con un escrito
sobre el gramático Andrés Bello.
El siglo
XX. Economía, sociedad y política. Cultura obrera y territorio.
Este siglo, igual que el anterior, comienza convulsionado. Esta vez con
La Guerra de los Mil Días. La guerra aplazó los proyectos del ferrocarril y de
otras industrias, pensados desde la última década del siglo XIX. En 1908 se
reactivan y se establece la fábrica de Bello en la cuenca de la quebrada la
García movida por energía hidráulica. En 1923 entra el ferrocarril y monta los
talleres centrales en el sur del barrio Manchester. Esas dos factorías se
convirtieron en atracción para gentes de otras regiones y Bello comenzó a
crecer en población de manera sostenida, proceso de hoy continúa.
La cultura y el territorio de la pequeña ciudad se transforman
radicalmente. Para efecto de garantizar autonomía en el manejo de las aguas y
la tierra pública, los dueños de las fábricas y los notables, lograron
convertir a Bello en municipio en 1913. Así aparece una clase política local,
una clase obrera y nuevos oficios relacionados con las dentisterías, los
textiles, la metalmecánica, la construcción y los oferentes de espacios para el
ocio: billares, bares y cantinas. El territorio organizado con una sola calle,
heredado de la colonia, se abre hacia el occidente y el oriente. Los nuevos
barrios Pérez, Prado, Manchester, Andalucía, López de Mesa y Obrero, suplieron
la demanda de vivienda de los inmigrantes.
Para 1938, con ocasión de los 25 años de la municipalidad, se construye
en la plaza de Bello el parque Santander. En él se ubican bocinas para ampliar
las transmisiones de radio y se inician obras para un mercado cubierto y un
cine para ochocientas personas. Se acuerda la creación de la biblioteca pública
y construcción del palacio municipal. Estas condiciones socioculturales cambian
de nuevo en la segunda mitad del siglo XX. La violencia bipartidista de los
años cuarenta y la dictadura militar de 1953, ocasionaron un éxodo de la campo
a la ciudad y Bello recibió una gran cantidad de inmigrantes de todas las zonas
de Antioquia. Los nuevos pobladores se asentaron anárquicamente en el
territorio y generaron una ciudad caótica deficiente en todos los servicios
públicos, terreno abonado para todas las violencias. La ciudad casi triplicó la
población de 1950 a 1965. Pasó de 34.307 a 93.207. La actividad cultural en las
artes fue realizada por la Fábrica de Tejidos del Hato (Fabricato), con varias
instituciones como El secretariado, La estudiantina y La Corporación Fabricato
para el Desarrollo Social, hasta los años ochenta del siglo XX.
En las dos últimas décadas del siglo XX, los movimientos sociales,
tuvieron su réplica en el municipio. Se organizaron colectivos de activistas
del arte y la cultura, quienes con un amplio movimiento de la población
lograron las bibliotecas comunales, programas de recreación, eventos públicos y
la construcción de La Casa de la Cultura “Cerro del Ángel”, un nuevo edificio
para la Biblioteca Pública Marco Fidel Suárez y el Centro Atención Social
Administrativo del barrio París. El mayor logro de este movimiento fue la
planeación del sector cultural y la institucionalización de actividades de
promoción y educación en las artes y la cultura. Los movimientos sociales y el
protagonismo dado a la sociedad civil, posibilitaron, además, la aparición de
las organizaciones no gubernamentales (ONG). En Bello se organizan varias en
los años noventa y logran crear un público para el teatro, la música, la danza,
la literatura y las artes visuales.
Bello en
el siglo XXI. La ciudad región. Política, economía e imaginarios.
En los albores del tercer milenio, Bello comparte con la zona
metropolitana del Valle de Aburrá los problemas y las soluciones sociales, lo
que ha permitido hablar de la ciudad región y ha obligado a interrelacionar los
planes de desarrollo de la región. Estos deben enfrentar los retos de una
ciudad de 500.000 habitantes que exige descentralizar los servicios culturales,
cubrir las necesidades de educación alternativa de todas las artes y ofrecer
actividades de utilización del tiempo libre.
La ciudad tiene un claro déficit en lo referente al sentido de
pertenencia por el espacio y la identidad cultural. Los imaginarios de las
gentes se han anclado en un descreimiento sobre las instituciones republicanas,
la participación política es mínima, el espacio público se invade y la economía
ilegal prolifera. Los derechos humanos como el respeto por la vida y la
diferencia, la libre movilidad, la autonomía individual, y el acceso a los
bienes de la cultura, están mediatizados por organizaciones que le disputan al
Estado la preeminencia.
Octubre
de 2014