jueves, 30 de octubre de 2014

Bello y La mirada de Heródoto

Bello y La mirada de Heródoto
Del oficio del historiador y la historia local
Por Guillermo Aguirre González
Las acciones, los hechos, los acontecimientos, están irremediablemente, ubicados en lo local. Este espacio geográfico, es el ámbito de la vida, es el lugar material del ser humano y es el que permite tener certeza de la existencia. Por fuera de lo local, está la generalidad. Se puede hablar y escribir de batallas nacionales o continentales, pero estas necesariamente ocurren en una geografía específica, la misma que permite asir el fragor de la lucha.
El historiador hoy está llamado a iniciar y profundizar su profesión a partir de habitar un paisaje, un lenguaje y una memoria que lo hace pertenecer al grupo social en que ha nacido. El historiador debe cumplir la condición de conocer su presente para explicar y comprender el pasado. El camino inverso es posible, pero se corre el riesgo de quedarse en la generalidad y en la universalidad, ámbitos en el que puede habitar la metafísica de la causalidad.

En lo local está la entraña y el gusto por la existencia. La calle el barrio, la municipalidad, se han metido en el corazón y el cerebro por la experiencia primigenia del cultivo de los sentidos desde la infancia. El olor de la tierra, el sabor de los frutos, el tacto de los cuerpos y los sonidos del ambiente, constituyen la nación, pero no esa que se asocia al Estado, es la que se ancla en el territorio en el que se nace.
La decisión de comenzar por la localidad, por la historia local, es una recomendación que puede extraerse de ese cúmulo de reflexiones que se ha hecho sobre la historia, el historiador y su oficio, desde el alba del siglo XX. Desde las primeras décadas, los historiadores nucleados en la denominada “Escuela de los anales”, señalaron la historia que se escribía como un discurso falto de rigor y obediente con los intereses del poder; y además desconocedor de la trasformación de las ciencias humanas o sociales.
Esas transformaciones según el pionero Bloch, entran a exigirle al historiador, asumir una concepción acorde, sobre el tiempo, el ser humano y la misma historia. La actitud científica debe ser consecuente con la modernidad y tener como base la observación, la crítica y por supuesto, el análisis.
El concepto de ser humano
En el tránsito el siglo diecinueve al veinte, occidente asume un concepto del ser humano nuevo. Él vive en un grupo social al que se le reconoce una forma autónoma de relacionarse entre sí y con la naturaleza. La civilización no es patrimonio de la herencia grecolatina. La antropología, primero y luego la sociología, asumen a través del trabajo de campo, la legitimidad de los pueblos a tener su propia forma cultural y su propia historia, aunque ella no esté escrita. El ser humano es un animal racional, en cualquier estado en el que se encuentre y se puede reivindicar su mentalidad como sello de identidad. El estudio de los pueblos sin escritura produce como resultado múltiples formas de resolver los problemas de la existencia.
El tiempo
Así concebidos los seres humanos, obliga a cuestionar el tiempo cronológico. Existen otros tiempos, dado que los pueblos y su cultura, más si no tienen escritura, pueden tener una concepción sincrónica (cruce de tiempos) o diacrónica (evolutiva) del devenir. El conocimiento de diversos tiempos, hace descentrar el discurso histórico del tiempo pasado. El historiador que ha roto con el tiempo lineal decimonónico, está obligado a hacer la historia del presente aunque el presente es imposible de ser atrapado porque todo momento es pasado. Esa dialéctica pasado – presente hace comprender el presente armado con el pasado, pues se sabe según Le Goff, que el tiempo es una convención, una mentalización de las regularidades de la vida.
Una nueva concepción del ser humano y del tiempo trae una nueva historia. Los creadores de la “Escuela de los anales” y sus herederos, Bloch, Febvre, Duby, Le Goff, Demageon, etc. la practicaron. Si la civilización occidental, no es la única ni la verdadera, si el tiempo no es cronológico y el progreso es un mito, la historia debe comprender todo lo humano. Se puede hacer la historia del tiempo, del vestido, de las mentalidades, de los imaginarios, de los dominados, de la dominación; la historia de los pueblos sin historia, de las lenguas, de las religiones, de las maneras de mesa o procesos civilizatorios y hasta la historia de la mierda como lo hizo Dominique Laporte en 1978.
El método, la crítica y el análisis
Esta actitud ante la historia, trae consigo la decisión de ser tratada como una ciencia, dotarle de método y de una reflexión epistémica en su interior. Esto es posible al asumir una actitud crítica. La nueva historia es una historia crítica. Los insumos, entendidos como los testimonios, los documentos, las huellas o los indicios, deben ser sometidos a examen. Esos insumos pueden ser voluntarios o involuntarios y el historiador con la ponderación y el análisis toma la decisión de darles el estatuto de veracidad o de falsedad. La historia crítica resultante, así construida, aparece como una creación del historiador, porque son más los vacíos, y para una época de escasos testimonios, luego de la crítica y el análisis, el historiador proyecta, crea y supone con criterio.
La crítica del documento o del testimonio reivindica el concepto de mentalidad como lo que transversaliza la nueva historia. Se parte de que todo documento lleva implícita la mentalidad de quien deja la huella y la mentalidad debe entenderse como la carga de subjetividad inherente al ser humano, porque ha estado inmerso en una sociedad con valores propios, con modos y formas de ver, pensar y sentir.
Rastrear la mentalidad, la ubicación del documento, el tiempo y la argumentación crítica, obligan a datar el acontecer en lo local. La nueva historia con sus características de comprender lo humano, solo es posible a partir de la territorialidad de la cultura.
Un ensayo para el oficio
Con estos criterios puede se puede ejercer el oficio de historiador y ensayarse a construir una historia de la cultura en un municipio del Valle de Aburrá, de esta manera:
El territorio, la sociedad y la cultura en la época prehispánica.
Esa noción de época prehispánica indica y contiene un extenso periodo histórico limitado en un extremo por la llegada de comunidades nómadas al territorio del Valle de Aburrá y por el otro con la entrada de los españoles. Esa época va de 1.541 en nuestra era, a 12.000 años antes de Cristo o antes de nuestra era. La existencia de los seres humanos en ese extenso, periodo se puede dividir en una época de comunidades nómadas recolectoras. Otra de grupos sedentarios cultivadores ceramistas y una tercera época de sociedades complejas tejedoras, con metalurgia, cerámica y un rico mundo mágico religioso.
Las comunidades nómadas no dejaron huella de su mundo simbólico. Solo se tienen algunos fósiles que testimonian su existencia en el territorio y las puntas de lanza, confeccionadas en pedernal, halladas en Niquía, datadas en unos ocho mil años antes de nuestra era. En general se puede afirmar que los grupos nómadas tuvieron un conocimiento exhaustivo de la flora, la fauna y la geografía del territorio del grupo, para realizar su vocación económica de recolectores, consumir los productos espontáneos del medio, agotarlo y desplazarse a otro y luego a otro. Este es el sentido del nomadismo.
Esta condición de itinerancia, de eterno retorno, termina alrededor del año 600 antes de nuestra era y aparecen los cultivadores sedentarios. De ellos se tienen tumbas y recipientes cerámicos con semillas y osamentas. También de estas sociedades complejas se tiene información por los testimonios consignados en los relatos de los cronistas de indias. Los españoles llegan a América bajo la figura de empresas conquistadoras y para poder dar cuenta de la inversión y los rendimientos de la empresa, llevan con ellos a expertos amanuenses con la misión de hacer un registro escrito de todo lo que se gasta, se ve y se toma. A esos registros se les ha dado el nombre genérico de Crónicas de Indias.
Juan Bautista Sardella, fue el cronista que acompañó a Jorge Robledo en el descubrimiento del Valle de Aburrá. Sardella describe la tierra y sus pobladores en 1.541 y ese documento permite evaluar el estado de las sociedades complejas que existían en Antioquia y especialmente sobre el territorio de Bello.
Luego, hay dos fuentes para construir una imagen de las mujeres y hombres que habitaron el territorio de Bello en el periodo que se llama prehispánico: las huellas culturales y las crónicas de Sardella. De esta sociedad compleja de cultivadores se puede decir que comenzaron el proceso de sedentarización alrededor del año 600 antes de nuestra era. Al tomar un lugar como sede se convirtieron en sociedades locales y elaboraron un orden social con base en el espacio, la producción y las reglas sociales. Las cerámicas halladas en Bello, correspondientes a ese periodo, testimonian la existencia de asentamientos en ambas riberas del río Medellín y en las cuencas de las fuentes de agua más importantes como la García, el Hato, la Guzmana, los Escobares y la quebrada de Rodas en Fontidueño. Las viviendas estaban ubicadas en terrenos inclinados y fueron llamadas bohíos por Sardella.
La cerámica se ha catalogado como Marrón Inciso y las decoraciones se pueden interpretar como muestra gráfica del mundo mental. Tanto los signos gráficos en las cerámicas, en los vestidos de algodón y algunas piedras, son la materialización de un discurso o relato sobre el orden social, cósmico y geográfico, irremediablemente perdido. La crónica de Sardella habla de unos edificios y caminos monumentales en ruinas, ubicados a la entrada de Arví al oriente del Valle de Aburrá, correspondientes a una civilización perdida y destruida por los Nutabes. Es de pensar como, todos los pueblos y grupos indígenas ubicados en el Valle de Aburrá, fueron sometidos por un imperio desaparecido a la llegada de los españoles, pero que dejaron una herencia cultural, como el trabajo del oro, de la sal, la agricultura y los tejidos. Cuando entra Tejelo al Valle de Aburrá en 1541, recibe la visita de un cacique con un tocado de paja muy elaborado, con plumas coloridas bien distribuidas y una piel de animal sobre los hombros. Tenía la cara pintada de tal forma que a Tejelo le pareció ver un monstruo. Cubría su cuerpo bajo una tela de algodón ceñida a la manera de calzón. Los acompañantes llevaban una espada de palma tostada y afilada con fuego, una maza también de palma y un lanza-venablos. La vista del español hacía temblar de miedo a los nativos e hizo que muchos se ahorcaran. Dice además Sardella que luego de reponerse del susto presentaban una tenaz resistencia. Los tambores y vientos que tenían convocaban en poco tiempo mil o dos mil indígenas, lo que certificaba que estaban en guerra contra los caciques del oriente.
El Hatoviejo colonial: el territorio, la sociedad y la cultura.
El resto del siglo XVI (1541 – 1599) el Valle de Aburrá es conquistado por Gaspar de Rodas, quien en 1574 recibe de la corona española cuatro leguas (cerca de 8.5 kilómetros) desde los “asientos viejos de Aburrá” hasta Barbosa. Esta merced da nacimiento al nombre de Hatoviejo, porque permite dentro de la posesión de Rodas diferenciar otros hatos, como el Hatillo y el Hato Grande.
La guerra con los indígenas fue cruel e intensa y fue una de las causas de la rápida desaparición de los aborígenes. Los que sobrevivieron a la guerra de conquista fueron esclavizados y sometidos a trabajos extremos. Se calcula que de 100.000 quedaron 6.000. El reconocimiento que hizo el papado de la humanidad de los indígenas hace que en 1619, por orden de la corona española, se recojan los indígenas en territorios únicos para resguardarlos. Los del valle de Aburrá, llamados niquíos y nutabes fueron recluidos en el poblado de San Lorenzo.
El Hatoviejo entra en el siglo XVII en la etapa de la colonia. Las posesiones de Gaspar de Rodas se dividieron por compraventa entre nuevos inmigrantes españoles o entre mestizos, que son la población más numerosa. Desde finales del siglo anterior y ante la escasez de mano de obra indígena, se meten en el territorio, africanos esclavizados. Las tres etnias se mezclan y en un lento proceso se va a producir una sociedad triétnica con expresiones culturales sincréticas con dominación del pueblo o ciudad cristiana.
Los años 1600 transcurren caracterizados por un paisaje hatovejeño dividido en fincas grandes autosuficientes. Cada dueño de la finca cuenta entre sus haberes, esclavos, vacunos, caballos, ovinos, sembrados, minas, agregados y una capilla. Por lo general los dueños tenían dentro de su familia un religioso con licencia para administrar los sacramentos. Jurisdiccionalmente el territorio es administrado por la ciudad de Santa Fe de Antioquia, quien hace cumplir las decisiones del Estado español. La distancia con la ciudad capital va a permitir que en el Valle de Aburrá, se desarrolle una sociedad campesina con una relativa autonomía y una mentalidad supersticiosa.
En los últimos cien años de la vida colonial, el Hatoviejo se perfiló como un poblado construido a lado y lado del camino que comunicaba a la ciudad de Medellín con San Pedro de los Milagros o el Nare, con la meseta norte de Antioquia. Esa sola calle tuvo en el centro una capilla y una plaza de mercado. En 1770 la corona española permite el estudio del territorio de las colonias para reorganizarlo. En Hatoviejo se ordena demoler las capillas menores y construir la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario y a su alrededor dejar un cuadro de tierra suficiente que sirva como plaza. Este acontecimiento generó la división del espacio y se adoptó la indicación calle arriba y calle abajo. Los estudios sobre el territorio elaborados por José Manuel Restrepo lo señalan como una tierra árida con pocas posibilidades de producciones diversas, pero se dice que es importante el ganado y la panela. La población sube a 1.500 habitantes y la propiedad se divide porque se registra un importante mercado de tierra. Otros núcleos poblacionales continúan desarrollándose en las cuencas de las principales quebradas, quienes desde 1784 tienen servicio religioso en la plaza y termina lo que los visitadores reales llamaron la posibilidad de vivir sin dios y sin ley. El territorio se adscribe a la ciudad de Medellín con el nombre de Sitio de Hatoviejo y es regido por un juez pedáneo.
Época republicana del siglo XIX. Sociedad, política, cultura y la división territorial.
Luego de la guerra de independencia el Hatoviejo quedó con la población diezmada. Pasó de 1.500 habitantes a 800 en 1835. Aunque no se tienen registros del reclutamiento, se puede deducir la amplia participación en el proceso de independencia. La vida republicana trae nuevas condiciones jurisdiccionales. El sitio se adscribe a Copacabana, luego a San Pedro y por último a la ciudad de Medellín. Se crea la escuela de primeras letras y se construye un edificio para administrar justicia.
El territorio se caracteriza por ser un lugar de esparcimiento para los pudientes de Medellín. Es costumbre hacerse a una finca de descanso o recreo y se alaban las numerosas fuentes de agua, tal como lo describe Tomás Carrasquilla en su obra Grandeza. La finca y la casa en el poblado es la práctica económica común. Se siembra intensamente la caña de azúcar y proliferan los trapiches. En la última parte del siglo XIX, el café entra con la misma fuerza que los hizo en el resto del país. Por eso se activa el comercio en el marco de la plaza y los asentamientos en las cuencas de las quebradas producen alimentos perecederos para el consumo diario y la venta.
La cultura es rural, conservadora y aristocrática. En 1884 un grupo de residentes notables del poblado, renuncia al nombre de Hatoviejo para el territorio por considerarlo denigrante y gestiona el cambio de nombre por el de Bello y lo justifican con el prestigio logrado por Marco Fidel Suárez en Bogotá, al ganar un premio de la Academia Colombiana de Lengua con un escrito sobre el gramático Andrés Bello.
El siglo XX. Economía, sociedad y política. Cultura obrera y territorio.
Este siglo, igual que el anterior, comienza convulsionado. Esta vez con La Guerra de los Mil Días. La guerra aplazó los proyectos del ferrocarril y de otras industrias, pensados desde la última década del siglo XIX. En 1908 se reactivan y se establece la fábrica de Bello en la cuenca de la quebrada la García movida por energía hidráulica. En 1923 entra el ferrocarril y monta los talleres centrales en el sur del barrio Manchester. Esas dos factorías se convirtieron en atracción para gentes de otras regiones y Bello comenzó a crecer en población de manera sostenida, proceso de hoy continúa.
La cultura y el territorio de la pequeña ciudad se transforman radicalmente. Para efecto de garantizar autonomía en el manejo de las aguas y la tierra pública, los dueños de las fábricas y los notables, lograron convertir a Bello en municipio en 1913. Así aparece una clase política local, una clase obrera y nuevos oficios relacionados con las dentisterías, los textiles, la metalmecánica, la construcción y los oferentes de espacios para el ocio: billares, bares y cantinas. El territorio organizado con una sola calle, heredado de la colonia, se abre hacia el occidente y el oriente. Los nuevos barrios Pérez, Prado, Manchester, Andalucía, López de Mesa y Obrero, suplieron la demanda de vivienda de los inmigrantes.
Para 1938, con ocasión de los 25 años de la municipalidad, se construye en la plaza de Bello el parque Santander. En él se ubican bocinas para ampliar las transmisiones de radio y se inician obras para un mercado cubierto y un cine para ochocientas personas. Se acuerda la creación de la biblioteca pública y construcción del palacio municipal. Estas condiciones socioculturales cambian de nuevo en la segunda mitad del siglo XX. La violencia bipartidista de los años cuarenta y la dictadura militar de 1953, ocasionaron un éxodo de la campo a la ciudad y Bello recibió una gran cantidad de inmigrantes de todas las zonas de Antioquia. Los nuevos pobladores se asentaron anárquicamente en el territorio y generaron una ciudad caótica deficiente en todos los servicios públicos, terreno abonado para todas las violencias. La ciudad casi triplicó la población de 1950 a 1965. Pasó de 34.307 a 93.207. La actividad cultural en las artes fue realizada por la Fábrica de Tejidos del Hato (Fabricato), con varias instituciones como El secretariado, La estudiantina y La Corporación Fabricato para el Desarrollo Social, hasta los años ochenta del siglo XX.
En las dos últimas décadas del siglo XX, los movimientos sociales, tuvieron su réplica en el municipio. Se organizaron colectivos de activistas del arte y la cultura, quienes con un amplio movimiento de la población lograron las bibliotecas comunales, programas de recreación, eventos públicos y la construcción de La Casa de la Cultura “Cerro del Ángel”, un nuevo edificio para la Biblioteca Pública Marco Fidel Suárez y el Centro Atención Social Administrativo del barrio París. El mayor logro de este movimiento fue la planeación del sector cultural y la institucionalización de actividades de promoción y educación en las artes y la cultura. Los movimientos sociales y el protagonismo dado a la sociedad civil, posibilitaron, además, la aparición de las organizaciones no gubernamentales (ONG). En Bello se organizan varias en los años noventa y logran crear un público para el teatro, la música, la danza, la literatura y las artes visuales.
Bello en el siglo XXI. La ciudad región. Política, economía e imaginarios.
En los albores del tercer milenio, Bello comparte con la zona metropolitana del Valle de Aburrá los problemas y las soluciones sociales, lo que ha permitido hablar de la ciudad región y ha obligado a interrelacionar los planes de desarrollo de la región. Estos deben enfrentar los retos de una ciudad de 500.000 habitantes que exige descentralizar los servicios culturales, cubrir las necesidades de educación alternativa de todas las artes y ofrecer actividades de utilización del tiempo libre.
La ciudad tiene un claro déficit en lo referente al sentido de pertenencia por el espacio y la identidad cultural. Los imaginarios de las gentes se han anclado en un descreimiento sobre las instituciones republicanas, la participación política es mínima, el espacio público se invade y la economía ilegal prolifera. Los derechos humanos como el respeto por la vida y la diferencia, la libre movilidad, la autonomía individual, y el acceso a los bienes de la cultura, están mediatizados por organizaciones que le disputan al Estado la preeminencia.
Octubre de 2014

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