miércoles, 6 de julio de 2016

Soberanía de la palabra y fin de la guerra


Obregón 1983 Muerte a la bestia humana

La guerra ha sido impuesta a los colombianos por el poder anclado en la tradición de la dominación occidental. A pesar de la independencia ocurrida en los albores decimonónicos y la sucecuente construcción de la república democrática, basada en ejercicios constitucionales que hablaban de la soberanía del pueblo, la libertad de empresa o económica, libertad de movilidad, libertad política y religiosa, la sociedad siguió anclada en la soberanía tradicional de los tres órdenes, la iglesia y el ejército quienes sometieron a los demás a la servidumbre. La guerra, concebida como inherente al ser humano, tuvo inspiraciones: fue militarista, fue religiosa, en 1854 la hicieron los artesanos trabajadores, en la segunda mitad del siglo XX fue campesinista y entre los siglos XX y XXI fue paramilitar o paraestatal.

Hoy se debate en el país sobre el fin de la guerra. Unas voces se levantan para defender la continuidad de la confrontación, otras, las más, para celebrar la paz. Este debate amerita considerar la guerra desde una perspectiva optimista, para quitarle el determinismo en el que se ha sustentado desde hace milenios. Es posible decir que la humanidad, ha entrado en una edad civilizatoria en la que la vida puede transcurrir sin violencia. Y la soberanía del poder ejercerse para garantizar el disfrute de la existencia sin miedos.

La soberanía del poder, conocida y loada por el orden social tradicional, fue instaurada en la primera edad de la civilización. El soberano poder tripartito, le puso un sello al devenir; por eso el hombre civilizado sacrifica a los dioses, mantiene la guerra y señala quienes deben cultivar. Este orden soberano encarnado en sacerdotes, militares y agricultores, ha sido tutelado por el cielo panteón. Se cuentan sus milenios y los regímenes sucesivos bajo la constante de la guerra y la esclavitud.

Es lícito pensar en una soberanía del poder, propia para una sociedad que no ha dejado la civilización, pero sí, se ha desprendido de la base tripartita que la originó (sacerdotes, guerreros y siervos). En esta modernidad, otra edad de la civilización, la soberanía se ha depositado en el pueblo y se ha puesto en cuestión la existencia de los sacerdotes, de la guerra y de los siervos. Según el régimen tradicional, la soberanía primigenia era inamovible porque de ella dependía la existencia de la sociedad. Si faltase, la sociedad se disolvería.

Ese orden de base tripartita, creado para sustentar el estado civilizatorio, ha adquirido un aura de naturaleza; su sentencia es defender la verdad natural con respaldo del cielo, de ese mundo divino poblado por réplicas humanas, pero de esencia sagrada. La iglesia, la milicia y el trabajador, se han concebido como compartimentos sociales normales, en los que se nace por efecto del destino ordenado. Es natural la existencia del sacerdote; es natural la guerra, y por naturaleza, la mayoría de los seres humanos nacen para el trabajo que sostiene al sacerdote y al guerrero.

La guerra concebida como parte de la naturaleza de la sociedad y del ser humano, ha sido teorizada desde la antigüedad. En occidente los dioses del cielo panteón, la legitimaron con su participación directa. En oriente antiguo la teorizó Sun Tzu como arte y en el siglo XIX Clausewitz escribe un Tratado sobre la guerra inevitable. Así la función del guerrero en la sociedad, se establece como inherente al ser humano, a veces como un mal, otras como el éxtasis de la violencia de los héroes. Se ha terminado por pensar, no poder existir sin la guerra.

En esta época de civilización, luego de varios milenios, esa soberanía se ha pasado al pueblo, y antes que disolver la sociedad, permitió la posibilidad de una vida social sin dios, sin sacerdotes y sin guerreros. Hace unos cientos de años, pareció que el volcamiento de la existencia humana sobre el individuo, su reivindicación y defensa, fuese un diseño de la burguesía liberal, por la práctica de la soberanía trinitaria; pero fue una usurpación. El individuo, libre, autónomo, sujeto de derechos, aparece por el paso de la soberanía, de la sociedad tripartita, al pueblo. Se deja expuesta la posibilidad de una vida social, sin sacerdotes legisladores, sin guerra, sin esclavos o siervos.

La soberanía depositada en el pueblo, es decir, depositada en una unión de individuos, está sujeta a reeditarse, según el comportamiento de la unión. Así la concibió Rousseau: si la soberanía es manipulada y puesta al servicio de algún grupo o algunos particulares, el pueblo tiene que asumirla de nuevo y depurarla. Esta soberanía popular, se ejerce para evitar la guerra, recluir en lo más recóndito del individuo el sentimiento religioso, quitarle al sacerdote la judicatura, garantizar la seguridad alimentaria de todos los participantes de la unión y sostener la reproducción de la soberanía por el ejercicio de imaginar la cultura.

La soberanía tripartita se mantuvo por milenios, siempre auxiliada por la intervención del cielo panteón en la vida, intervención encarnada a veces en el sacerdote legislador y militar, soberano monárquico, dueño de la vida de los demás seres humanos. Esa cultura de la dominación se expandió por la palabra, la escritura, las imágenes del hombre dios o del dios hombre, en la escuela, la catedral, la universidad y la familia.

El pueblo soberano, inmerso en otra época de la civilización, expande la cultura de la libertad y llena de contenido la escuela, la universidad y la familia. El pueblo soberano, compuesto de individuos sujetos de derechos, tiene la palabra llena de sentido por la confianza en las instituciones, en la unión, en sí mismo. La escritura es un ejercicio arqueológico que da cuenta del devenir ser humano, su filosofía, su política, su religión, su ciencia. Las imágenes llenan el yo y se las llama historia del arte. La soberanía del pueblo se decanta en la soberanía del pensar individual, un pensar que funciona a partir de preguntar: ¿quién soy y qué puedo pensar? Y cuando se responde, hace una historia de si, sustentando porqué se piensa así.

El fin de la guerra en Colombia, deja expuesto un tiempo por venir, en el que se adopte para el país el fin de la cultura de una tradición milenaria impuesta desde la conquista. Ese porvenir debe adoptar el logro de la época de la civilización que llama a la libertad, el trabajo y la seguridad de una vida sin violencia; una nueva cultura.

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