La boca llena con la palabra terrorista, de
congresistas, del exprocurador Ordoñez, del expresidente Uribe, caracteriza el
momento social colombiano. La voz llega desde los altos estrados de los poderes
públicos e irriga los oídos de la gente común y sigue fundamentando el
imaginario tradicional de la exclusión, el racismo, la primacía blanca, la
homofobia, la misoginia y la actitud totalitaria. Buscan con ese nombre réditos
políticos, sin importar el mundo histórico, contenido en el término. Decirle a
alguien o a un grupo terrorista es desconocer el perenne recurso del poder, al
terror, cada vez que la continuidad se amenaza. Y los mismos que se llenan la
boca con la palabra terrorismo, tienen o han tenido el poder. Los oídos de la
gente común tras la palabra terror, ve y siente una amenaza a su ser construido
por la fuerza de la costumbre religiosa, excluyente de la diferencia.
El exprocurador señala en las redes sociales al
Tribunal Especial para la Paz de terrorista, como un tribunal de la venganza,
hecho para concederle todo al terrorismo. El expresidente acusa al historiador
Mauricio Archila de ser un escritor de textos “calumniosos y apologistas del
terrorismo”. El congresista José Obdulio Gaviria niega la existencia del
conflicto social colombiano y quiere hacer ver una amenaza terrorista. La
repetición de las palabras terror o terrorista para señalar las actitudes
políticas opuestas se ha convertido en una estrategia política y oculta
deliberadamente la génesis y devenir del término.
Se observa la ausencia de mesura, de sensatez, y en
especial de comprensión. La comprensión, en el imago político de Hannah Arendt
es la actitud política que habla bien del ejercicio de la política, esa parte
de la cultura, transversal a todo lo humano y que toma cuerpo en lo público. La
comprensión además de indicar actitud, es el método para saber leer los
acontecimientos en su génesis y devenir y ponderarlos en el ámbito de lo que
nos pasa.
La comprensión del holocausto judío y de quien lo
ocasionó, el terrorismo del totalitarismo nazi-fascista, es la forma de impedir
su repetición. En el caso colombiano, la comprensión del conflicto ocasionado
por el totalitarismo de la violencia bipartidista y la guerrilla comunista,
debe llevar a impedir la reaparición. Pero la utilización de la palabra
terrorista para estigmatizar a quien esgrima la comprensión, de lo que nos ha pasado
y pasa, es muestra de una actitud amiga de la continuidad del conflicto y el
desangre económico social.
Incluye e indica la comprensión, un ser político
custodio de lo público para velar por el bien común; proteger el habitante del
país y el territorio. Y si ocurre un conflicto de raíces profundas, la misma
comprensión se trueca en método de indagación sobre el origen y desarrollo, para
solucionarlo. La violencia bipartidista y la guerrilla colombianas, agotaron o
desplazaron la política, la sensatez, el diálogo o la comprensión, para
solucionar las diferencias. Se optó por la guerra fratricida por más de medio
siglo en la que los dos actores más visibles, utilizaron todos los medios de
lucha, incluido el terror del crimen selectivo, el sicariato, el narcotráfico,
la destrucción de pueblos y las masacres de campesinos o gentes comunes en las
ciudades.
La palabra terrorista emitida desde los altos estrados
de los poderes públicos colombianos, para señalar al nuevo partido político,
producto del proceso de paz y a quienes apoyan la salida política del
conflicto, está en filiación con el totalitarismo manifiesto abiertamente desde
el estalinismo y el nazi-fascismo. Se cree poder vivir en una sociedad sin
oposición porque se la extermina; y una sociedad sin deliberación o sin diálogo
es el sometimiento a un solo punto de vista, camino del absolutismo, opción ya
descartada y vencida por la democracia republicana.
El método del terror surca la historia de la
civilización. Las ciudades primigenias se defendieron, destruyendo hasta los cimientos
los poderes amenazantes. Grecia declaró bárbaros y dignos de exterminio y
esclavización a todos los pueblos fuera de su cultura. Roma amplió incesante su
dominio universal empleando la “Paz romana”, estrategia entendida como arrasar
el territorio y matar a los insumisos. Los carolingios sometieron a los pueblos
celtas del occidente europeo con la cruz y la espada, a la servidumbre. El despotismo
absolutista enarboló el Estado como poder único en manos del monarca. Y luego
la revolución francesa preludio de la república democrática, entra con el
terror de la dictadura de Maximiliano Robespierre, apodado “el incorruptible”. El
terror francés, montado para defender la república de sus enemigos monárquicos,
terminó pasando por la máquina del doctor Guillotin a los hijos más esclarecidos
de la revolución, incluido al mismo Robespierre gestor del terror.
El terror histórico, el francés, el nazi-fascista, el
estalinista, el bipartidista-paramilitar, el guerrillero, obligan a
comprenderlo, estudiarlo, establecer responsables, y rememorarlo, para evitar
la repetición. La comprensión es una disposición política de clara raigambre
humanista. El momento social colombiano exige entender que el terror y el
terrorismo fue un recurso de los actores del conflicto. Todos se pueden acusar
mutuamente de lo mismo. Se pueden llenar la boca con la palabra
descalificadora; pero insistir en pronunciarla ubica a quien lo haga en una
mentalidad utilitarista para sacar réditos políticos o para fundamentar el
empecinarse en defender la exclusión, la tradición antiprogresista y la guerra.
La mujer y el hombre común colombianos tienen un
comportamiento político que ha pasado del servilismo del siglo diecinueve al
clientelismo del veinte y hoy es dirigido por los medios de comunicación y las
redes sociales. Utilizar la palabra terrorista para influenciar la conducta
política del elector es una irresponsabilidad histórica dirigida a generar
actitudes viscerales que fácilmente se truecan en actos sanguinarios y tomar,
por el efecto bumerán, el camino de la autodestrucción.
Imagen: Fernando Botero. Masacre de Mejor Esquina 1997
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